Donald Trump cree que sus aranceles son “hermosos”. Así ha calificado su estropicio económico mundial: hermoso. Hermoso le parece el hundimiento de Wall Street y las demás Bolsas del planeta hasta niveles como no se veía desde el crack de 2008; hermoso que la UE y China reaccionen con un lenguaje hostil, pasando a la contraofensiva de la guerra comercial (antesala de la otra); y hermoso que millones de norteamericanos (muchos de ellos engañados por el vendedor de crecepelos) se vayan a ir a la ruina de la noche a la mañana.
Trump es como aquel Nerón que babeaba de gusto cuando veía Roma comida por las llamas en el caluroso verano del 64. El magnate neoyorquino se asoma al balcón de la Casa Blanca, respira hondo para saborear el olor del napalm arancelario por la mañana, y se pone cachondo. Muy cachondo. Cada vez que aparece en escena un iluminado del calibre de este mastuerzo se abre un debate entre la tertuliada, entre la intelectualidad, entre los analistas y politólogos sesudos de la cosa. ¿Estamos sencillamente ante un loco delirante que se cree imbuido por el espíritu divino o ante un hombre con un plan trazado de antemano? Nadie duda de que el presidente Dorito tenga un proyecto macroeconómico meticuloso para curar al enfermo, tal como él dice. Faltaría más que hubiese llegado al Despacho Oval solo con sus folletos inmobiliarios bajo el brazo para dar el pelotazo del siglo, el atracón de la historia. El problema es que ese programa, ese plan, es un disparate de principio a fin. Una idea descabellada que consiste en hacer caja con la ruina y la miseria global.
Es cierto que, en apenas una semana, Estados Unidos va a ingresar más de tres billones de dólares por los famosos aranceles (muchos países ya se han entregado ante el gran revólver del nuevo Al Capone global, dispuestos a pagar el chantaje que haga falta). Es cierto que la monstruosa deuda pública estadounidense (36 billones) puede aliviarse un tanto con la jugada suicida del inquilino de Mar-a-Lago. Pero no es menos cierto que esos parches, esos bálsamos efímeros que él ha concedido ante el cabreo de las grandes compañías multinacionales –recelosas del emergente poderío chino y de la estabilidad financiera europea–, serán pan para hoy y hambre para mañana. Habrá una tímida mejoría del enfermo, de acuerdo, pero en poco tiempo el paciente volverá a empeorar y con él otros muchos contagiados a los que terminará afectando la epidemia. Así es Trump, negacionista de las pandemias y las vacunas –pidió a los americanos que bebieran lejía para curarse el coronavirus, enviando a unos cuantos incautos a las urgencias de los hospitales– y negacionista de la crisis económica galopante como la que se avecina. Hasta Garamendi, nada sospechoso de rojo bolivariano, avisa de que USA nos ha colocado un IVA insoportable y brutal, de modo que “el mercado se va a contraer” y esto va a ser un “desastre”.
Sin embargo, donde hay un colapso económico mundial de dimensiones históricas, Trump ve belleza, armonía, hermosura. Es el mundo al revés del nuevo ciberfascismo posmoderno. Siguiendo esa máxima, donde hay racismo a calzón quitado, con miles de inmigrantes deportados a las cárceles de Bukele, él ve igualdad, fraternidad, justicia; donde hay un muro de la vergüenza que separa a gringos y mexicanos hay medidas de seguridad necesarias; donde hay planes de invasión para enviar a los marines a Canadá y Groenlandia, anexionándose estas tierras por la vía de la fuerza, él ve un ensanchamiento legítimo de su espacio vital (en plan Hitler); y donde hay purgas y represión política con cientos de funcionarios despedidos, jueces amordazados, periodistas y científicos amenazados y listas negras, o sea un régimen calcado a la autocracia rusa de su admirado Putin, él ve racionalización de las plantillas, recorte del gasto superfluo y buena administración. No hay caos ni miles de ciudadanos entrando en pánico y haciendo acopio de alimentos ante la inminente Trumpflación, hay normalidad, orden, un paraíso celestial; no hay una cruenta guerra de todos contra todos (el hombre como lobo para el hombre) hay un balneario, un jardín soleado, un remanso de paz y prosperidad.
Todo lo terrible y grotesco para la humanidad, Trump lo ve “hermoso”. ¿Cómo se llama a eso sino delirio mental? Puede que no esté loco (de hecho, el psicópata que va causando grandes males a sus semejantes no lo está), pero es evidente que esa cabeza no está acabada, no tiene los tornillos en su sitio, le falta un hervor. Liberation es quien mejor ha definido al fulano: American Psycho. No hay más que oír hablar al personaje. Cada vez que asoma el hocico por la sala de prensa del Air Force One para expresarse con ese lenguaje propio de un niño de cinco años los periodistas tienen que hacer esfuerzos para contener la risa nerviosa y no terminar en Guantánamo. Propio de hombre que se cree Napoleón.
No nos cansaremos de repetirlo aún a sabiendas de que nos llamarán simplistas o reduccionistas de la realidad: este no rige. En 2017, en pleno primer mandato trumpista, eminentes especialistas de la psicología enviaron una carta al Congreso alertando ante “la inestabilidad emocional” del nuevo amo del mundo. “Sus palabras y su comportamiento sugieren una profunda incapacidad para empatizar. Individuos con este tipo de rasgos distorsionan la realidad, para que se adapte a su estado psicológico, y atacan los hechos y a quienes los transmiten, como periodistas y científicos”, rezaba la misiva, en la que los firmantes reclamaban la aplicación de la enmienda 25 de la Constitución para deponer al trastornado a los mandos del avión, como aquel piloto chiflado de Aterriza como puedas.
No somos expertos en economía ni ganas, pero sabemos lo suficiente como para entender que nos encontramos ante el clásico desalmado que hace negocio con la miseria ajena, ante el emprendedor sin escrúpulos practicante del cuanto peor mejor, ante el cazagangas, el enterrador oportunista, el buitre que deja morir a las víctimas para después lanzarse sobre los despojos. Todos nosotros no somos más que carnaza a punto de ser picoteada por el gran carroñero depredador. Hay un plan, claro que hay un plan. Hasta ahí llegamos. El problema es que el plan sale de una cabeza que se cree una especie de dios diabólico que juega con millones de vidas frívolamente mientras él le da a la bolita en el campo de golf de su lujosa mansión. Qué mayor delirio que ese.