Dos diplomáticos asesinados en Washington y un detenido por la Policía que grita “Palestina libre” cuando es conducido a los calabozos. Esa es la consecuencia directa de la limpieza étnica que Netanyahu perpetra estos días en la Franja de Gaza. Hoy es una ciudad americana el escenario del atentado antisionista, mañana será París, Londres o Madrid. El odio engendra odio y Bibi está plantando la semilla de un cosechón que recogeremos más pronto que tarde. El dirigente israelí está construyendo una fábrica de yihadistas. Nadie en su sano juicio puede llegar a pensar que los 50.000 asesinados por Israel desde los atentados del 7 de octubre de 2023 quedarán sin castigo. Nadie puede ser tan ingenuo como para creer que las carnicerías de Gaza, las orgías de fuego y sangre, saldrán gratis o quedarán impunes. Palestina está generando todo un movimiento de reacción popular global que en algún momento cuajará en una respuesta de resistencia violenta. Ningún pueblo asiste impasible a su exterminio total sin revolverse, sin pelear, sin luchar por su supervivencia. Y ese campo de batalla llegará a todas partes.
Se acabó el tiempo de las buenas palabras de Naciones Unidas, de las órdenes de busca y captura del Tribunal de la Haya que siempre quedan en papel mojado y de las testimoniales declaraciones de condena de una Unión Europea paralizada por la servidumbre al sionismo financiero y a Donald Trump. Mientras todo ese teatrillo internacional se consuma en una pantomima insufrible, en Palestina siguen muriendo seres humanos inocentes. Cada día caen cien palestinos. Setecientos a la semana. Tres mil al mes. La Solución Final de Bibi, el macabro horno crematorio al aire libre que ha instalado en Gaza, avanza como una maquinaria aplastante e imparable.
“El individuo ideal para el totalitarismo no es un nazi convencido, es la gente que no distingue entre la verdad y lo falso”, decía Hannah Arendt. Netanyahu ha logrado intoxicar a su gente con el elixir de la demagogia populista y la mentira hasta convencer al personal de que un tierno bebé palestino es una grave amenaza para la supervivencia del pueblo hebreo. Pero la retórica barata de mal dictador, una vez más, claudicará ante los hechos y ante la verdad. La dimensión histórica del genocidio es tan abrumadoramente gigantesca que terminará cuajando en un Hamás internacional. Quien siembra vientos, recoge tempestades. Ese será el terrible legado de Bibi. La población inocente del mundo libre terminará pagando las monstruosidades hebreas, al igual que las está pagando la población inocente de Gaza. Solo una apuesta decidida por la paz y por una coexistencia de dos Estados podría revertir la situación. Y no solo por razones de justicia y puramente morales y éticas, sino para evitar que el incendio llegue a nuestras puertas. Sin embargo, Netanyahu no quiere ni oír hablar de negociación. Se le ha metido en la cabeza la idea nacionalista del Gran Israel y no parará hasta barrer a los palestinos, echándolos al mar.
El discurso del sátrapa de Tel Aviv –doble lenguaje, cinismo, fanatismo religioso– no se sostiene. Se queja del resurgir del antisemitismo en todo el mundo y del odio al judío propagado por los “libelos de sangre”, pero evita referirse a los 14.000 bebés gazatíes que van a morir de hambre en unas horas por culpa de su sádico bloqueo a los camiones con ayuda humanitaria. Estamos, sin duda, ante uno de los mayores genocidas de la historia reciente. Un tipo que está matando de hambre a dos millones de personas (el arma de guerra más vieja que se conoce); un sujeto que planea sacar a un pueblo de su casa para desplazarlo al sur de la Franja y poder controlar así el territorio (su futuro resort para turistas deshumanizados); un individuo capaz de desmantelar un país entero, como si se tratara de una operación policial contra un poblado chabolista en los extrarradios de una opulenta ciudad.
Netanyahu recurre al victimismo de siempre (el mundo es antisemita y no nos quiere) mientras dispara contra periodistas y emisarios europeos para consumar el apagón informativo. Solo que el discurso de 1945 ya no cuela ni da para más. Se ha agotado en sí mismo. El caníbal de Tel Aviv está destruyendo el legado más preciado y sagrado que tenía Israel: la corriente de simpatía del mundo hacia el pueblo judío, la gran víctima del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. El Holocausto planificado por la Alemania nazi no puede servir como salvoconducto o aval para justificar los holocaustos contemporáneos y futuros. Ciertamente, el recuerdo del horno crematorio no debe olvidarse jamás. El horror sucedió y es preciso rememorarlo una y otra vez frente al discurso negacionista imperante. Pero basta ya de chantaje emocional, de absurdos síndromes de Estocolmo y de silenciosas complicidades. Estamos en 2025, el nazismo ha mutado hasta cambiar de bando y de piel y las víctimas de antes se comportan como los verdugos de hoy. Basta ya de cinismo. Los demócratas del mundo entero tienen el derecho y la obligación de condenar las atrocidades que se están cometiendo en Gaza sin que recaiga sobre ellos la acusación de antisemitas. Un demócrata nunca puede ser un racista, como sugiere el embaucador Bibi, sino un defensor de los derechos humanos, de todos los derechos, ya sea de los palestinos o de los judíos. Denunciemos el genocidio sin remordimientos ni complejos. Gritemos no ante la barbarie sin falsos sentimientos de culpabilidad. Invoquemos la verdad en un tiempo de mentiras.
El reloj corre, el pueblo gazatí a punto de ser borrado de la faz de la Tierra. Un bebé muerto abrasado por el fuego sacude la conciencia de Occidente. Una niña envuelta en harapos implora ayuda en un noticiero de Al Jazeera, la única cadena de televisión que sigue emitiendo en directo. Miles de personas hacen cola ante unas oenegés desbordadas que ya no tienen nada que ofrecer a la población porque Netanyahu les niega el pan, el agua y la sal. Platos vacíos, cazuelas yermas. Ruinas y cadáveres sin enterrar, ratas y plagas, tifus y disentería. El infierno en la Tierra.