Mientras miles de espaldas mojadas se hacinaban en la frontera tejana de El Paso, aguardando en vano el momento de entrar en Estados Unidos, Joe Biden recibía a Pedro Sánchez en la Casa Blanca. El Tío Sam ha estado lento y remiso en la derogación del Título 42, la infame normativa que, con la excusa de la pandemia, desarrolló Donald Trump amparándose en una vieja disposición de 1944 que permite expulsar en caliente a los migrantes por “motivos de salud pública” (más bien como apestados). No lo ha hecho hasta hoy. En todo este tiempo como presidente, el político demócrata no ha sido sensible a quienes pedían asilo huyendo de la violencia en su país, como ocurre, por ejemplo, con los refugiados haitianos. Al tratarse de expulsiones, no deportaciones, los expatriados ni siquiera tenían derecho a presentar un recurso ante un juez de inmigración para intentar quedarse en USA. La mayoría de los damnificados eran devueltos a México en cuestión de horas.
Tuvo que llegar el juez federal Emmet G. Sullivan para sentenciar que ese tipo de regulación suponía “una violación de la Ley de Procedimiento Administrativo”. Más tarde el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, suspendió la sentencia en primera instancia y restituyó temporalmente el Título 42. Asociaciones pro derechos civiles como la Unión Estadounidense de Libertades Civiles, Amnistía Internacional, Human Rights Watch y el Consejo de Inmigración presionaron para derogar una normativa más propia de estados fascistas que de la patria que vio nacer a Abraham Lincoln. Desde noviembre, cuando comenzó la batalla judicial, hasta hoy, cientos de inmigrantes han solicitado la entrada en el país. A veces se producían auténticas avalanchas humanas (como las diez mil personas que intentaron atravesar la frontera entre el 8 y el 9 de mayo), y la patrulla aduanera se veía obligada a actuar expeditivamente. Ya se sabe que la Policía yanqui no se anda con chiquitas cuando se trata de gente latina o negra.
Cuarenta meses y dos prórrogas judiciales después, la Administración Biden hace decaer el siniestro Título 42 salido de una mente trastornada como la de Trump. Recuérdese cuando al magnate estadounidense se le metió entre ceja y ceja levantar un muro (que supuestamente tendría que pagar México) para evitar la entrada de extranjeros en el país. O cuando le dio por encerrar a pobres niños en jaulas inmundas. Fue un delirio propio de un personaje enfermo. Hoy, no hay muros de piedra pero sí muros legales, y la gente sigue agolpándose en El Paso a la espera de poder entrar en América, la anhelada América, el supuesto paraíso de la prosperidad donde el sueño americano (el hombre pobre que llega a rico o manmade himself) puede hacerse realidad. Pese a los aires de supuesto progresismo que se han instalado en la Casa Blanca, la valla sigue cerrada y los desplazados tiran de teléfono móvil buscando una cita telemática con los funcionarios de Inmigración. Estamos ante “el vuelva usted mañana” en versión yanqui.
Una vez más, el mito de la igualdad de oportunidades en la tierra de la libertad se reduce a eso: a un espejismo. La mayoría de los inmigrantes que van a ir entrando con cuentagotas a partir de ahora, con una sonrisa en los labios y el petate lleno de ilusiones, serán explotados en un trabajo con un contrato en precario, o terminarán vagabundeando por los extrarradios de las grandes ciudades o acabarán retornando a sus pueblos de origen hastiados, frustrados y humillados por el capataz trumpista, que es quien realmente manda en el país. Ni uno solo de ellos tendrá derecho a sanidad pública gratuita; ni un 0,1 por ciento conseguirá comprarse uno de esos casoplones de las películas de Hollywood que habla de familias bien. En todas partes del mundo siempre es la misma historia. Riadas humanas jugándose la vida en busca de un futuro mejor. Muchedumbres lastradas por la guerra, el hambre y la mala suerte de haber nacido en el lugar equivocado. Un país del que se huye y otro que recibe de mala gana, con la mirada huraña y la eterna sospecha contra el que tiene el color más oscuro de la piel.
Sánchez y Biden se han echado flores en su corto cara a cara de ayer. “Los dos enfrentamos el reto de la inmigración y usted está haciendo un tremendo trabajo en este sentido”, le ha dicho el líder de Occidente a su homólogo español. “Creo que el mundo necesita un presidente comprometido en luchas justas como usted”, le ha devuelto los elogios el dirigente socialista. En realidad, ninguno de los dos tiene mucho pecho que sacar en este triste asunto de la ayuda humanitaria a los forasteros. Sánchez empezó muy bien con aquello del Aquariusy el ofrecimiento del puerto de Valencia mientras países como Italia amenazaban con bombardear las pateras, pero hoy por hoy también ha de hacer frente a su El Paso particular en la frontera sur de Ceuta y Melilla. Los últimos saltos a la valla, con subsaharianos muertos e investigaciones policiales poco transparentes y serias, quedarán como una mancha negra en la gestión de Marlaskay por consiguiente en el expediente del premier español, que debió haber cesado a su ministro del Interior por semejante vergüenza.
Al margen de eso, el viaje de Sánchez a EE.UU para verse con Biden no ha dado para mucho más. Un besamanos diplomático y un intercambio de opiniones sobre cooperación política en el marco de la OTAN, sobre la guerra en Ucrania, sobre los aranceles a la aceituna negra andaluza y las bombas de Palomares. La entrega de la Medalla deIsabel la Católica a la ex presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, y una reunión con los editores del Washington Post. Luego la consabida foto de familia ante la prensa internacional en el Ala Oeste de La Casa Blanca. Un precioso regalo del presidente demócrata a su más entregado aliado, si tenemos en cuenta que estamos ya metidos en campaña electoral. Ningún discurso supuestamente progre nos hará olvidar que durante meses Biden dejó tirados a miles de personas a orillas del ingrato y siempre inalcanzable Río Bravo.