La ofensiva de Vox pone contra las cuerdas al PP

La decisión de Abascal de retirar su apoyo a los presupuestos en seis comunidades gobernadas por los populares es el primer paso en el intento de ultraderechizar España

07 de Diciembre de 2024
Actualizado el 09 de diciembre
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Abascal, líder de Vox, en una imagen de archivo.
Abascal, líder de Vox, en una imagen de archivo.

Vox ha retirado todo apoyo institucional a los gobiernos regionales del PP. De esta manera, los presupuestos de los populares peligran en las seis comunidades gobernadas por el partido de la gaviota. El PP no se someterá a “chantajes” de Santiago Abascal. Así lo ha asegurado el máximo responsable de Génova 13, Alberto Núñez Feijóo, tras conocerse que los ultras han suspendido las negociaciones entre ambas formaciones políticas. De esta manera, el Partido Popular se encuentra en la posición de mayor debilidad que se recuerda en los últimos años. Es cierto que sus sucesivas victorias electorales han conseguido teñir de azul el mapa nacional. Pero también es verdad que sin el sustento de los voxistas se le va a hacer ciertamente difícil conservar el poder local en los próximos años.

Más de 12 millones de españoles viven en las seis regiones cuyos presupuestos Vox acaba de poner en serio peligro. Para sacar adelante sus cuentas, el PP puede necesitar a la ultraderecha en Aragón, Castilla y León, Comunidad Valenciana, Extremadura, Región de Murcia y Baleares. Madrid, donde Ayuso ha sido capaz de consolidar un mensaje propio y un proyecto político autónomo, no parece depender tan fuertemente de los verdes. Pero es indudable que existe una honda preocupación en Génova ante un movimiento que, en cierta manera, se esperaba. Vox no termina de despegar en las encuestas, y era el momento propicio de pasar a la ofensiva. Tras la nefasta gestión de la riada de Valencia, de la que el PP de Carlos Mazón ha salido seriamente tocado en medio de un estallido de furia y rabia popular; tras el brote de casos de supuesta corrupción contra el PSOE (trama Koldo, Begoña Gómez, Aldama, fiscal general del Estado, etcétera); y con Francia a punto de caer en manos de los ultraderechistas de Marine Le Pen (moción de censura contra Barnier, que en definitiva era un jaque a Macron y a todo el sistema de la Quinta República), era solo cuestión de tiempo que Abascal diese a sus huestes la orden de pasar al ataque. El clima, el ambiente político nacional e internacional, era más que favorable para que la extrema derecha española diera un paso al frente tan audaz como retirar todo el soporte político al PP. Y así ha sido.  

El Caudillo de Bilbao ha dicho “ahora o nunca” y ha atravesado el Rubicón de romper con la “derechita cobarde”. Lógicamente, la operación no está exenta de riesgos. Se trata de una jugada arriesgada que puede terminar de cualquier forma, con un repliegue del votante conservador hacia el Partido Popular, reforzando a la derecha clásica o convencional, o con la pérdida de posiciones del partido de Feijóo. El dirigente popular sigue adoleciendo de una preocupante falta de liderazgo, en buena medida porque su delfina madrileña, Isabel Díaz Ayuso, le está moviendo la silla, como ya pasara en su día con Pablo Casado, a quien la lideresa castiza terminó defenestrando. Por momentos, Feijóo parece poco menos que un pelele en manos de las nuevas corrientes ultra-ayusistas. La reciente cumbre fascista celebrada en el Senado, donde se escucharon loas a Hitler, alegatos contra el feminismo y la homosexualidad y soflamas xenófobas, ha venido a certificar que Feijóo no es nadie en la derecha española. No controla el poder, ni el proyecto, ni al personal. Hasta el creacionista y bíblico Mayor Oreja, gran maestro de ceremonias del aquelarre facha, pinta más que él en el panorama conservador español.

La crisis humanitaria en Valencia es de tal calibre que de ese barro saldrá, con toda probabilidad, un monstruo ultra. Miles de valencianos echados a la calle en multitudinarias manifestaciones de protesta gritan aquello de Només el poble salva al poble (Solo el pueblo salva al pueblo), un eslogan propalado por los radicales fanatizados en las redes sociales para colocar el mensaje falaz de que España es un Estado fallido. La enmienda a la totalidad contra la democracia, contra el sistema instaurado en la Constitución de 1978 y contra los valores republicanos y humanistas –instigada por Abascal y los suyos–, está en marcha y viento en popa a toda vela, y en las próximas elecciones veremos cómo muchos votantes de la Comunitat Valenciana se apartan de PP y PSOE, o sea del decadente bipartidismo, para dejarse seducir por los cantos de sirena posfranquistas. En ese caladero de rabia e indignación popular quiere pescar Vox, un partido que, no lo olvidemos, se ha quedado algo rezagado en capacidad de influencia en la sociedad respecto a sus hermanos posfascistas franceses, italianos y alemanes.

En todas partes triunfa el discurso ultra, en todas partes menos aquí en España, una especie de oasis en medio del desierto o quizá el último bastión contra la nostalgia que resiste a duras penas. En 1936, tras el estallido de la Guerra Civil, las potencias europeas dejaron sola y abandonada a la Segunda República. La gestión diplomática de Francia y Reino Unido, con los nefastos Blum y Chamberlain a la cabeza, fue vergonzante. Nos engañaron con falsos comités de no intervención, con embargos de armas y cierre de fronteras. Solo un puñado de europeos enrolados en las Brigadas Internacionales estuvieron a la altura. Las cancillerías de París y Londres jugaron a la falsa neutralidad y a no interferir en nuestra sangrienta guerra para no enemistarse con Hitler y Mussolini. Los líderes de las democracias liberales creyeron que, manteniéndose al margen de la riña de gatos española, sin enfrentarse a Franco, frenarían el comunismo y evitarían la guerra mundial. La historia ha dejado claro el craso error que cometieron. Y cuando Churchill reconoció el desacierto, mostrándose receptivo a tomar parte en el conflicto, tímidamente, ya era tarde. Los republicanos huían hacia la frontera y Madrid caída sin remedio. No pasarán, decían los demócratas de entonces. Hoy el panorama es, justamente, al contrario. Los fascismos carcomen a las viejas democracias del viejo continente mientras los españoles viven una especie de compás de espera que bien podría ser la calma antes de la tempestad.

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