Ya tardaba el mundo de la cultura en firmar un manifiesto contra el plan de rearme de Ursula Von der Leyen, al que se ha sumado Pedro Sánchez. Visto el creciente clima prebélico, nuestros artistas e intelectuales han tenido que desempolvar las pancartas, las banderas y las gorras con el lema del “No a la guerra” para decirle a nuestro Gobierno que gaste más en mantequilla y menos en tanques. No podemos estar más de acuerdo con nuestra vanguardia cultural siempre movilizada. Las armas son malas, el lenguaje bélico es malo, la guerra es mala. Nadie que se considere a sí mismo de izquierdas y que conserve un mínimo de humanidad y sentido común puede estar a favor del retorno a las trincheras y las alambradas, como en los peores tiempos del siglo XX. El problema es que, al otro lado, apuntándonos directamente, está Vladímir Vladímirovich Putin, un autócrata cruel y de la peor calaña que no atiende a razones, un gobernante que se ríe de la sensibilidad europea, de la convivencia multicultural, de la paz. El nuevo Hitler de nuestro tiempo.
Después de Auschwitz, no se pueden escribir poemas, ya lo dijo Adorno. Los firmantes del manifiesto pacifista son, sin duda, lo mejor de esta generación, lo mejor del pueblo, nuestra gente, nuestros hermanos, el genial Montxo Armendáriz, la valerosa Aitana Sánchez-Gijón, el recio Luis Tosar, la vitalista Carolina Yuste, el lírico Juan Diego Botto, la cañera Rozalén y mi admirado Javier Bardem, entre otros muchos. No seremos nosotros quienes les acusemos de utópicos, de contradictorios, de naífs o habitantes de un mundo de unicornios rosa. Si no existiera la voz coral y armónica de todos ellos habría que inventarla. La verdad es la verdad, aunque sea una quimera. Tienen todo el derecho del mundo a denunciar el rearme, porque eso es lo que está haciendo la vieja Europa, rearmarse hasta los dientes por mucho que nuestro querido presidente, en su afán eufemístico, pretenda hacernos creer que en lugar de fusiles y bombas vamos a comprar gominolas. Es más, no solo tienen el derecho de levantar la voz ante la barbarie de la guerra, sino el deber. Si no lo hicieran, estarían faltando a su conciencia personal y a la conciencia colectiva de lo mejor de nuestra sociedad. El problema es, como ya he dicho antes, que al otro lado del campo de batalla está Putin. El frío psicópata del KGB, el criminal masivo, el loco. ¿Qué hacemos entonces con este tipo, camaradas del cine, de la literatura, de la música y el arte en general? ¿Cómo le hacemos comprender al carnicero de Ucrania, al genocida de Bucha, al mataniños que despanzurra escuelas, hospitales y mercados a bombazo limpio, que existe un código moral cuyo primer mandamiento es no matarás? ¿Cómo nos sentamos a dialogar con él, cómo podemos recordarle que hay una cosa que se llama Derecho internacional que él ha convertido en papel higiénico, cómo hacerle entender que los derechos humanos, el primero el derecho a la vida, deben respetarse siempre? Si alguien me convence de que hay una solución, desde ahora mismo me proclamo abajo firmante de ese bienintencionado manifiesto.
Europa no está enviando un mensaje belicista al mundo, está reforzando su seguridad, poniendo medios para que el nuevo Führer no se nos meta hasta la cocina. Europa se está defendiendo ante el nuevo abusón de la historia que llega con sus aires de grandeza, sus ambiciones expansionistas y sus botas manchadas con la sangre y el barro del odio. Los europeos tenemos que ser fuertes porque ha llegado la hora de defender lo más sagrado que tenemos, nuestro modo de vida, el multiculturalismo, los principios fundamentales de la Ilustración, libertad, igualdad y fraternidad, lo mejor que ha dado el ser humano. Cuando el racista ultra y fanatizado llama a las puertas de la civilización con su puño de hierro y su aliento fétido de conquistador, como hizo el tirano persa Jerjes en los tiempos de Salamina, toca remangarse codo con codo con cada uno de los nuestros y enseñarle los dientes al invasor. No se trata de atacar a nadie; no se trata de ser enemigo de nadie. Se trata de defendernos contra quien quiere devolvernos a la chabola, a la tiranía oligárquica y supremacista y a la esclavitud. Hasta Rufián, nada sospechoso de militarista, pide a la izquierda que supere “la pancarta” y legisle “sin manías” sobre seguridad y defensa.
Europa es el último faro de la libertad que alumbra el mundo en medio de la oscuridad de los nuevos totalitarismos. Nadie en su sano juicio quiere la guerra. Pero si alguien pretende traernos la guerra a casa, que no nos pille indefensos cantando en Eurovisión o en un partido de la Champions. Aquella vieja sentencia romana, si quieres la paz prepárate para la guerra, atribuida a Vegecio, sigue espeluznando como hace mil setecientos años, aunque por desgracia sigue siendo verdad. Así es como funciona el mundo, ese mundo que no hemos podido o sabido cambiar. Lo que toca ahora es reforzar nuestros puntos débiles, proteger el flanco oriental, disuadir al loco por si se le ocurre hacer una locura en las Repúblicas Bálticas, Moldavia o Polonia. Estamos todos en el mismo barco, españoles y franceses, italianos y alemanes, irlandeses, portugueses y griegos, cada ciudadano libre de cada uno de los 27 países que forman ese balneario de paz y prosperidad llamado Europa, el paraíso que un par de sátrapas con ínfulas bajo el apodo de Trumputin pretende arrebatarnos para devolvernos a un mundo de amos y siervos, como en la Rusia zarista. No debemos permitirlo. Lucharemos para que nuestros hijos puedan aprender la teoría de la evolución en las escuelas, para que nuestras niñas puedan practicar el deporte que más les guste –incluso el fútbol–, para que dos hombres o dos mujeres que se aman puedan casarse y para que Quequé pueda seguir haciendo chistes con el Valle de los Caídos. Por supuesto, para que un inmigrante sea tratado como una persona y no como un animal.
Los demócratas nunca quieren la guerra, pero saben pelear, esa lección la aprendimos nosotros, los españoles, en 1936, cuando la Segunda República fue violentada por una panda de salvapatrias entregada al nacionalismo religioso no muy diferente a la que hoy nos hiela el corazón con sus amenazas y bravuconadas. Obreros que cambiaron el martillo por el fusil, campesinos que cambiaron el arado por el tanque, maestros de escuela que cambiaron la tiza por la bala. Pocos, muy pocos, eran militaristas. Fue un sacrificio inútil, nos dirán. No es cierto. Se luchó porque había que luchar, porque era lo justo, porque soñaban con un país mejor: el que hoy tenemos. Como también se sacrificaron millones de demócratas europeos que dieron su vida contra la barbarie fascista desde los campos de Stalingrado hasta las playas Normandía. Hoy, tras décadas de paz en Europa, aquel sacrificio no puede caer en el olvido. Si renunciamos a defender nuestro Estado de derecho estaríamos traicionando a cada uno de los que dieron su sangre por nuestra libertad. Lo dice un cobarde incapaz de matar a nadie: ni nos quieren arrebatar lo más sagrado que tenemos, lucharemos. Porque más vale morir libre que vivir como un esclavo bajo el yugo de un cerdo atiborrado de vodka.