Hoy, en pleno prime time, Pedro Sánchez será entrevistado en RTVE, un lugar en el que sabe que nadie se va a atrever a incomodarle con preguntas que no quiere o no sabe responder. Aunque pretenda dar una imagen de que él puede con todo, la realidad es que el presidente del Gobierno de España es más de masajes que de otra cosa. Siempre será mejor un trabajito suave, plural, a que alguien le saque los colores. En este medio podemos dar fe de ello... en varias ocasiones. Y en este comportamiento Sánchez es igual a Donald Trump.
En teoría, la democracia vive del escrutinio público. En la práctica, tanto en Washington como en Madrid, los presidentes han descubierto que la forma más sencilla de evitar el desgaste no es responder, sino elegir a quién responden. Donald Trump y Pedro Sánchez, personajes que a primera vista parecen vivir en universos políticos irreconciliables, comparten un hábito cada vez más común en las democracias occidentales: conceder entrevistas sólo a medios afines y dóciles, donde las preguntas difíciles brillan por su ausencia.
En Estados Unidos, Trump convirtió la política en un espectáculo de fidelidad mediática. Durante su presidencia y en su retorno como candidato, priorizó a Fox News, Newsmax o emisoras locales alineadas con su base. En raras ocasiones se arriesgó con cadenas nacionales críticas, y cuando lo hizo fue bajo condiciones negociadas al milímetro. Para él, la hostilidad periodística no es un accidente, sino un recurso. En lugar de enfrentarse a la prensa crítica, la denigra, la desacredita y, cuando puede, la excluye. El resultado es un ecosistema cerrado donde el presidente habla a los suyos sin interferencias externas.
Pedro Sánchez, en cambio, lo disfraza de normalidad institucional. Sus comparecencias más importantes en televisión suelen darse en formatos pactados con RTVE o radios de afinidad progresista, donde las entrevistas funcionan más como escaparates que como interrogatorios. Los periodistas eligen preguntas, pero el margen para cuestionar con dureza es limitado. Cuando se trata de ruedas de prensa con medios internacionales, las preguntas se reducen a dos por bloque: una de un medio español y otra de un medio extranjero. Nada queda al azar.
El parecido es incómodo. Ambos líderes, tan distintos en ideología, comparten la intuición de que en la era de la polarización mediática no es necesario exponerse a la prensa independiente para llegar a los votantes. Trump lo hace como populista que desprecia los contrapesos institucionales. Sánchez, en su papel de populista de sí mismo, se piensa que ha aprendido a domesticar el ciclo mediático, o eso le dice su espejito mágico. Pero el mecanismo es idéntico: evitar el coste político de las preguntas incómodas.
Enfermedad democrática
El fenómeno no se limita a Trump o Sánchez. Emmanuel Macron, en Francia, filtra al milímetro sus apariciones públicas; Giorgia Meloni, en Italia, privilegia a los canales que la presentan como garante de la “nueva normalidad” conservadora; Andrés Manuel López Obrador, en México, optaba por su propia tribuna diaria, donde sólo responde lo que quiere y a quien quiere. La diferencia es que, en democracias con medios cada vez más polarizados y dependientes de audiencias ideológicas, esta práctica erosiona el principio básico de rendición de cuentas.
El costo no es inmediato. Los presidentes logran controlar el relato, evitan tropiezos y consolidan la narrativa que prefieren. Pero, a largo plazo, la pérdida de espacios de confrontación con la prensa independiente alimenta la desconfianza ciudadana y debilita el pluralismo mediático. En el caso de Trump, el resultado ha sido un movimiento político inmune a los hechos: sus seguidores consumen un ecosistema mediático cerrado, impermeable a la crítica. En el caso de Sánchez, la consecuencia es más sutil: se refuerza la percepción de que la comunicación política está guionizada, y que la espontaneidad ha desaparecido.
Espejismo de control
Ambos presidentes parecen convencidos de que el control férreo de la prensa es una ventaja estratégica. Lo es, hasta cierto punto. Pero la historia demuestra que esa estrategia tiene un límite. Richard Nixon intentó eludir a la prensa con listas negras de periodistas “enemigos” y acabó hundido por un escándalo que salió a la luz precisamente gracias a reporteros hostiles. En España, la tentación de blindar las entrevistas recuerda los años finales del felipismo, cuando el control del relato terminó chocando con el hartazgo social y la presión mediática.
El periodismo incómodo no es un capricho: es una necesidad para que las democracias se oxigenen. Trump lo combate con insultos. Sánchez lo gestiona con protocolos y silencios. Pero ambos coinciden en un mismo reflejo: esquivar las preguntas que no tienen respuesta fácil. Así son los dirigentes que se autoperciben como valientes y la valentía se encuentra en el aceite tailandés de un buen masaje.