El juez Peinado se ha convertido en un auténtico héroe en los foros ultras, también en los protaurinos. Apasionado de los toros, el magistrado que ha puesto en la picota a Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, se está revelando como el auténtico látigo fustigador contra el sanchismo. Y eso pone muy cachonda a la parroquia reaccionaria, nostálgica y extremófila que sueña con destrozar y hacer trizas a la primera dama hasta que no quede ni el menor recuerdo de ella. Gómez le hace sombra a Ayuso, y eso no puede ser. No pueden quedar dos reinas de España (nunca las hubo y, cuando pasó, el país terminó en una carlistada), así que conviene liquidar a la aspirante, a la postulante, a la reina roja, ahora que sigue pegando fuerte el best seller de Juan Gómez-Jurado.
No hay más que echar un vistazo a los foros y páginas que circulan en las redes sociales para comprobar que Peinado es el nuevo Espartaco de las huestes nacionalcatolicistas. Y no nos estamos refiriendo ahora al gladiador de Kubrick que liberó a los esclavos del yugo romano, sino al audaz torero de Espartinas. El juez Peinado, con sus largas faenas contra Begoña Gómez, sus estocadas a Pedro Sánchez, sus tardes de guardia y de gloria y su prodigiosa técnica para el requiebro (manoletinas, pases de pecho y verónicas a la Ley de Enjuiciamiento Criminal), se ha ganado el favor del público ultra, que ha caído rendido a sus pies entre pañoladas blancas y gritos de torero, torero. No estamos ante un magistrado al uso, qué va. Estamos ante un matador que le lee la cartilla a la mujer del premier y, mirando al tendido y con la montera al aire, junto a su cuadrilla de novilleros de Vox, Manos Limpias y Hazte Oír, suelta eso de “va por ustés”.
Las publicaciones ultras están enardecidas, entregadas, exultantes con las corridas televisadas de la cuadra Peinado que ni aquellos “victorinos” del siglo con la terna Ruiz Miguel, Esplá y Palomar. Por ejemplo, Mundo toro. En este portal digital se advierte a la atribulada familia de Moncloa de que “este Peinado anda muy bien con la espada y no sólo no le echan el toro al corral, sino que sale en hombros por la puerta grande. Cuidado”. En eso se ha convertido este Curro Romero del nuevo fascio posmoderno: en el último salvapatrias de rojo y gualda, en el último picador del socialismo jaleado por una grada embriagada de tintorro y pasodoble.
Mientras Feijóo culmina su delirio estupefaciente de encubrir hasta el final a Carlos Mazón, el capitán botarate que ha llevado al pueblo valenciano a una muerte de cieno y barro, nos siguen llegando ecos de la última corrida del juez Peinado, que ha estado tentado de quitarle el pasaporte a Begoña Gómez, como a una vulgar gañana del crimen organizado, aunque al final ha sido prudente y no ha puesto esa arriesgadísima banderilla.
Uno cree ver claras similitudes entre ambos mundos atávicos sin evolucionar: el taurino y el judicial. Jueces y toreros tienen mucho en común. De entrada, ambos salen a sus respectivos ruedos (el juzgado o la plaza) siempre uniformados y con sus atuendos seculares, los mismos de la época del Lagartijo. El juez con la sempiterna toga negra, el torero con otra seda, el impecable traje de luces. El juez armado con la maza, el torero con la espada. El juez con el Código Penal en la mano, el torero con el Cossío, la “Biblia del toro” –tal como la bautizó el crítico Antonio Díaz-Cañabate–, que penaliza al diestro cobarde, tosco o poco estilista. Además, el magistrado dicta sentencia a una gran tragedia humana, mientras que el torero condena al pobre animal a una muerte lenta y agonizante. No hay piedad, no hay perdón, no hay condena justa o injusta, solo la aplicación de una ciega, prodigiosa y formidable maquinaria kafkiana que se perpetúa, inmutable, por los siglos de los siglos.
En este país siguen mandando los de siempre, el juez, el alcalde y el guardia civil, a los que se unen, cómo no, toreros y tonadilleras. Pero tanto el universo judicial como el taurino han quedado rancios, obsoletos, anclados en un pasado de códices romanos polvorientos, crucifijos y latinajos. De cuando en cuando se rompe la tradición y aparece un juez moderno que trata de romper con el atavismo. Ayer mismo, sin ir más lejos, un juzgado de Soria admitió a trámite una medida cautelarísima del Pacma y suspendió el Toro Jubilo de Medinaceli de este sábado al considerar que “la tradición y determinados ritos no pueden alzarse como un valladar infranqueable contra la protección legal de los animales”. Un pequeño paso en la lucha por convertir este país de genocidas taurinos en un lugar algo más digno, más europeo, más civilizado. Pero no es lo normal. El juez que se sale del tradicionalismo supone una excepción a la regla, una rara avis, un bicho raro al que se le suele tapar la carrera profesional para que no llegue al Supremo, destinándolo en un juzgado perdido de pueblo en la España vaciada, donde no moleste demasiado con sus autos y providencias woke. En este país se promociona al juez hijo de, no a la mente brillante que arroja luz ilustrada a la sociedad.
Ahora que la extrema derecha y el franquismo retornan con fuerza, con sus espadones, bulos y golpismos, emerge a tope la figura del juez-torero, del juez-caudillo. En garantías procesales, principios democráticos y derechos constitucionales no será una eminencia (de hecho, el catedrático Pérez Royo lo ha calificado de “poco imparcial” y con una “formación jurídica limitadísima”). Pero cómo torea al cornúpeto rojo y bolivariano.