El machismo no es transversal, es vertical. Se practica de arriba abajo, en las capas más bajas de la sociedad y en las más altas. Incluso en las instituciones democráticas, donde supuestamente los políticos deberían dar ejemplo de un comportamiento respetuoso con las mujeres. No es así. El Partido Popular, arrastrado sin duda por la ola trumpista que nos invade, está agravando sus comportamientos machirulos. Es lo que ha ocurrido con el consejero de Vivienda de la Comunidad de Madrid, Jorge Rodrigo, quien ayer, durante una intervención en el pleno de la Asamblea regional, le dijo a Marisa Escalante, diputada de Más Madrid: “No me pongas morritos que me desconcentro”. Ni el maloliente y sucio policía Torrente hubiese caído más bajo.
La actitud sexista desautoriza al consejero, pero el PP se maneja ya sin complejos y lo permite todo. De hecho, ni siquiera ha habido reprimenda pública para el señoro. En Génova entienden, erróneamente, que corren vientos machistas y que no se puede quedar atrás en la estrategia dura, hater, políticamente incorrecta, porque es la moda imperante y ser educado hace perder votos. En esa enloquecida carrera en competencia con Vox, la sucursal de Trump en España, han entrado los prebostes populares. ¿Qué será lo siguiente, señor Rodrigo? ¿Cantarle a una adversaria política del Parlamento regional aquello de “no me gusta que a los toros te pongas la minifalda”, en plan Manolo Escobar? ¿Llamarla feminazi con todas las letras, para que vaya aprendiendo? ¿O quizá exigirle “un piquito”, tal como hizo el procesado Luis Rubiales con la jugadora Jenni Hermoso tras aquel partido de fútbol de infausto recuerdo? Si es capaz de referirse a los “morritos” de una mujer a la que no conoce de nada, cualquier cosa se puede esperar de él.
Feijóo debería poner pie en pared, porque el partido se le está yendo de las manos y por los cerros ultraderechistas. Muchos dirigentes genoveses, y no solo de los cuadros inferiores, sino destacados primeros espadas, o sea cargos relevantes, se están viniendo arriba a la hora de demostrar públicamente sus costumbres retrógradas. Antaño, el machismo lo practicaban en privado, de puertas para adentro, con sus mujeres, hijas y madres (a las que trataban como amas de casa en sus labores), pero es que ahora se han quitado la careta y ya ejercen de patriarcas en público, en sede parlamentaria y sin tapujos. No vendría mal que el jefe impartiera una orden interna, a través del moderao Borja Sémper, para que sus señorías se cortaran un pelo, para que se cumpliesen unos mínimos de respeto y de convivencia democrática con las mujeres que ejercen la política, porque de lo contrario vamos a llegar a niveles troglodíticos difícilmente soportables. Si seguimos por este camino de permisividad total con los ideales franquistas, cualquier día el señor Rodrigo se desinhibe a tope, se desmelena y, subiéndose al escaño y abriéndose la camisa de un tirón chulo y varonil, proclama su hombría supremacista dándose golpes en el pecho, como ese gorila enfurecido que protege su territorio y a sus hembras. O aún peor, va más allá del tema de los morritos y le suelta un susurro lascivo, como hacía el caníbal Lecter con la atormentada inspectora Clarice Starling en El silencio de los corderos.
Al consejero Rodrigo le está pudiendo ese nihilismo nietzscheano de hoy que lleva al ultra al delirio de creerse un superhombre dispuesto a reventar el mundo. Cuando trates con una mujer no olvides el látigo, dijo el filósofo alemán. Ya sabemos que el trumpismo rampante es una especie de retorno al estado salvaje y a la caverna. El cromañónico Trump ha dado rienda suelta a los instintos más bajos del hombre, que vuelve a creerse con derecho a maltratar a la mujer, a perseguir a negros y homosexuales y a expoliar los recursos de la naturaleza sin ningún miramiento ni control. Estamos ante una vuelta al siglo XIX, cuando las grandes potencias coloniales, gobernadas por los viejos bigotones, cancilleres y húsares de la tribu patriarcal, trazaban las fronteras del mundo al margen de los derechos de los pueblos, de los derechos de las minorías y las mujeres, de los derechos humanos. No debería el PP dejarse influir por esta moda rancia y victoriana que va camino de hacernos retroceder más de dos siglos, hasta el Congreso de Viena. Este país necesita una derecha civilizada que se enfrente a la manada del “ogro naranja”, ya lo ha dicho González Pons (aunque no deja de tener su aquel que quien parecía el más ultra del PP se presente ahora como el progre o woke peligroso del partido).
“Ya está bien que las instituciones se sigan usando para atacar a la dignidad de las mujeres. Ese tipo de cosas no se pueden decir en 2025. Retírelo, por favor”, se defendió la diputada Escalante tras pedir que la frase de marras sobre los morritos fuese suprimida del diario de sesiones. Ante lo que el consejero respondió: “Si usted se lo ha tomado mal, le pido disculpas”. Pero aquí ya no basta con pedir perdón con la boca pequeña y dándole un codazo al amigacho del partido que tiene al lado, al compañero de correrías y gamberradas del colegio mayor, para provocarle la sonrisita nerviosa a costa del insulto a una mujer. Son muchos años ya y conocemos cuál es la estrategia de esta gente: primero soltar la burrada, para excitar y darle gusto al votante, y después la excusita de mala gana y a regañadientes. No engañan a nadie, son lo que son, son lo que se ve de ellos, y creen que, tras décadas de intento frustrado por alcanzar una sociedad más educada, igualitaria y cívica, ha llegado su momento, el momento de lo carca. Trump es una peste que lo contamina todo. Su filosofía barata, mercantil y arancelaria, la del pez grande que se come al chico, lo invade todo. Nos vendió la idea de la guerra cultural y esto no es más que la guerra de toda la vida. La ley de la jungla. Cuando los tambores hablan, las leyes callan. Ya lo dijo Cicerón.