Fantomas Puigdemont

El líder de Junts se mofa de la Justicia y la policía española al presentarse en Barcelona, dar un mitin y volverse a fugar

08 de Agosto de 2024
Actualizado el 09 de agosto
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Barcelona fue solo un escenario: Puigdemont huye de nuevo al extranjero
Puigdemont durante su mitin fugaz en Barcelona.

Carles Puigdemont no ha conseguido su objetivo: la preciada foto entrando en el Parlament para boicotear la sesión de investidura de Salvador Illa. Su anunciado retorno, una especie de advenimiento del mesías para salvar a la sojuzgada y oprimida tribu catalana, no era más que una performance de cara a los suyos que finalmente ha fracasado, ya que el dirigente político no ha podido sortear el tupido cordón policial en Ciutadella. Sin embargo, que haya logrado pasearse por Barcelona como Pedro por su casa, e incluso que haya podido dar un corto mitin político a los pies del Arco de Triunfo, para desvanecerse después a ojos de todo el mundo en un brillante truco de magia, no deja de ser un importante golpe de efecto.

A esta hora, Harry Potter Puigdemont, con su varita mágica de adolescente traviesamente antisistema, sigue en paradero desconocido y puede anotarse en su haber algo no menor: la sensación de que sigue siendo un hombre impune en Cataluña y de que puede permitirse incluso robarle el protagonismo al candidato socialista en su día más importante. Mientras Illa daba el aburrido discurso institucional, como vencedor del pulso contra el soberanismo, Puigdemont se anotaba, fuera del hemiciclo, la batalla mediática y de la calle. Si el establishment resta importancia a la performance, menospreciándola o reduciéndola a la categoría de patochada, como ha hecho el presidente valenciano Carlos Mazón, cometerá un grave error. Miles de catalanes han seguido, minuto a minuto, la trepidante última aventura del dirigente de Junts y para muchos es poco menos que un ídolo. Después del extraño día de hoy, su leyenda personal se acrecienta ante su parroquia, que lo ve como una especie de semidiós, un hombre indestructible por encima del bien y del mal, la gran pesadilla del pérfido Estado español. Casi un superhéroe de cómic de larga pelambrera gris, traje especial blaugrana, malla elástica paquetera y capa con la estelada al viento. Solo le ha faltado subirse a un pináculo de la Sagrada Familia y, puño en alto y recortando en silueta, gritar Visca Catalunya Lliure.

El personaje es bastante mediocre desde el punto de vista intelectual o político pero, justo es reconocerlo, tiene arte para el tebeo o historieta. No olvidemos que no es la primera vez que Puigdemont esquiva a la policía. Ya se esfumó ante las narices de miles de agentes aquel día en que, proclamada y anulada la República Catalana de los ocho segundos, se metió en el maletero de un coche para atravesar la frontera y poner pies en polvorosa. También se escabulló tras ser detenido en Alemania (el juez de Schleswig Holstein desestimó el delito de rebelión y dictaminó que la orden de detención del instructor Llarena no le incumbía). Y volvió a dar esquinazo, como rey del escaqueo, cuando por tercera vez salió airoso, esta vez en un mitin en Cerdeña, donde fue arrestado e inmediatamente puesto en libertad ese mismo día.

Hoy Carles Puigdemont, pese a su evidente derrota política, ha logrado lo que quería. Continuar con su desafío al Estado español, algo que pone cachondos a los independentistas más cafeteros, y acrecentar su leyenda personal, su fama de gran pesadilla, quebradero de cabeza del régimen o protagonista de un thriller trepidante en plan V de Vendetta en el que el vengador fantasmal entra y sale del escenario a su placer y antojo, mofándose de los servicios de inteligencia y haciéndole una tremenda pedorreta al Gobierno español, mayormente al ministro Marlaska, que queda como el antipático incompetente del Scotland Yard madrileño.

Ni Fantomas, aquel archivillano salido de la pluma de Marcel Allain y Pierre Souvestre, pudo llegar tan lejos en su jaque, casi mate, a las autoridades. Con este último espectáculo de barraca de feria, el exhonorable no logra resucitar el procés (por momentos el histórico mitin de Junts parecía una reunión de amigos del extinto Ciudadanos), pero va camino de escribir una novela de folletín noir que ríete tú de Maurice Leblanc y su Arsenio Lupin, aquel caballero/ladrón con talento para disfrazarse, maquillarse y encarnarse en múltiples identidades.

A esta hora, la partida de gato contra ratón queda en tablas: el sistema, la maquinaria, la democracia, han funcionado, ya que ha podido celebrarse un acto tan importante como es la investidura de un presidente salido legítimamente de las urnas. Pero al mismo tiempo el personaje –al que la Justicia española, en su atroz ineptitud, ha convertido en una especie de bandolero justo, en un Robin Hood de la política, en un mito o icono pop para las masas desnortadas de las redes sociales–, cosecha una victoria épica del separatismo que quedará para la historia: el día que el mesías nacionalista se ciscó, otra vez, en los Mossos y en el CNI.

Cataluña en máxima alerta; la operación jaula a pleno rendimiento para localizar al prófugo de Waterloo (en realidad una mascarada, nadie con media neurona se cree que un delincuente pueda entrar en el país, soltar un discurso en un escenario ante su banda de seguidores y con las mismas salir tranquilamente de España sin ser detenido); y un terremoto en los despachos de las fuerzas de seguridad, donde ya se ha abierto una investigación para depurar negligencias y aclarar si había topos (mossos compinchados con el Fantomas indepe) dispuestos a hacer la vista gorda y dejar hacer. Es lo que queda del último capítulo de este apasionante serial. Puigdemont convertido en un tebeo antológico ya a la venta en el kiosco de la esquina. Y el público pidiendo, con ansia viva, la próxima entrega. Compren palomitas.

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