Rusia celebró ayer el Día de la Victoria, que conmemora el triunfo sobre el nazismo. Una fecha señalada que Putin no quiso desperdiciar sin soltar uno de sus habituales discursos cínicos repletos de mentiras, propaganda orwelliana, manipulación de masas y rancio totalitarismo. El líder del Kremlin trató convencer a su pueblo de que Occidente ha desencadenado una “auténtica guerra” contra la madre patria y prometió una victoria total.
Putin sigue alimentando la teoría que convierte a los occidentales en los nuevos nazis del siglo XXI. O sea, que usted y yo, ocupado lector, sin saberlo, somos peligrosos fascistas del Tercer Reich europeo. Buena parte del pueblo ruso se ha tragado esa gallofa. No hay más que ver los telediarios estatales de Moscú repletos de blogueros patrióticos, exmilitares soviéticos pidiendo sangre, youtubers nacionalistas, carniceros del grupo Wagner, iluminados clérigos ultraortodoxos, tronados hackers con capucha y demás fauna de todo pelaje y condición putinesca para entender lo que está pasando en aquel país. Putin, a base de dura propaganda política en vena, ha conseguido crear una realidad paralela, un mundo al revés en el que la OTAN mueve sus divisiones en avance imparable hacia los Urales. Así, según la distopía fabricada por el gobernante ruso, Josep Borrell es el nuevo Rommel que dirige sus panzers hacia Stalingrado. Y en París, Londres, Berlín y Madrid hay muchos campos de exterminio repartidos por todas partes donde los prebostes del Reich europeo proyanqui gasean a los pobres rusos con Zyklon B.
Según el universo alternativo creado por Putin, Macron debe ser algo así como un Himmler revivido que ha preparado una Solución Final para acabar con la raza eslava; Sunak está poseído por el espíritu de Hermann Göring; Olaf Scholz sigue los planes trazados por Goebbels; y Pedro Sánchez es el mismísimo Hitler resucitado. Moncloa, para el dictador ruso, es un calco del Führerbunker, la guarida del lobo, y ya ha ordenado a sus terroristas informáticos que infecten con las pulgas de Pegasus el teléfono oficial del presidente socialista. Los españoles aún no hemos caído en la cuenta porque estamos bajo los efectos del elixir del sanchismo, que es el nacionalsocialismo de hoy –eso lo dicen Feijóo y Ayuso, por momentos putinistas también–, pero somos todos unos nazis redomados que soñamos con propagar la raza ibérica, el superhombre moreno y peludo y un Reich hispano y cañí que se perpetúe durante mil años por todo el planeta. Aquí ya solo vivimos para invadir Rusia (que en realidad no le interesa a nadie) y hasta al bonachón de Félix Bolaños se le está poniendo una cara de nazi que tira para atrás.
Todo lo que está ocurriendo en Ucrania, las ciudades enteras devastadas, los miles de muertos, las centrales nucleares a punto de reventar y de enviarnos al infierno en un nuevo Chernóbil, los niños deportados y regalados a las familias estériles del Kremlin y en general la maldición rusa que le ha caído a aquel país no es culpa de Putin, para nada, sino de esos feroces nazis occidentales, madrileños y andaluces, romanos y piamonteses, parisinos y normandos, berlineses y bávaros que van todo el rato con el brazo en alto y gritando heil Hitler, o sea heil Sánchez.
“Hoy, la civilización está en un punto de inflexión decisivo”, dice el exespía del KGB, que acusa a las “élites occidentales globalistas” de sembrar la rusofobia como se sembraba el antijudaísmo en Alemania en los años treinta del pasado siglo. Aquí somos todos unos supremacistas con ganas de quemar rusos en los hornos crematorios, unos monstruos que profesan una ideología “repugnante, criminal y mortal”. Sin embargo, ÉL no. Putin es un ángel que no hace daño a nadie. Un ser espiritual que fomenta los fraternales cánticos de la estepa, la balalaica, el Bolshói, el pacífico ajedrez, la hermandad entre los pueblos de la Tierra y un chupito de vodka para estrechar lazos de buena vecindad con los países amigos. Él no envía a nadie a Siberia con la perpetua, ni amordaza la prensa libre, ni encarcela al homosexual o al prooccidental. Qué va. Él es un demócrata de pedigrí, un ser súper tolerante, suma bondad bendecida por el patriarca Cirilo, que siempre le acompaña a todas partes para rociarlo a hisopazos de agua bendita del río Volga como santo varón que es.
Lo de Ucrania no está siendo una espantosa carnicería, ni una matanza como no se veía en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, ni una sangrienta invasión ilegítima, cruel e inmoral llevada a cabo por un criminal de guerra que debería dar con sus posaderas en el banquillo de La Haya, sino una “operación especial” para desnazificar la zona. La metalengua putiniana, con todo su arsenal de eufemismos en cirílico, es formidable. Los cadáveres esparcidos por las calles de Mariúpol, Bajmut, Bucha o Jersón no son tales, sino extras, figurantes, actores que se hacen los muertos. Los drones que bombardean hospitales de maternidad y guarderías son petardos de los bazares chinos de Xi Jinping. Y los misiles que arrasan ciudades ucranianas enteras son puras invenciones de la OTAN. No le demos más vueltas: somos todos unos nazis violentos y despiadados con ansias de invadir Rusia. Todos menos Putin, que es una hermanita de la caridad y un hombre de paz. Hay que joderse con la posverdad.