El último discurso sobre el estado de la nación de Vladímir Putin ante la Duma nos deja no solo el retrato de un hombre embriagado de poder absoluto, sino también la imagen más clara y diáfana del fanático religioso, del meapilas, del gazmoño que se escuda en la Iglesia ortodoxa para lanzar su vómito antisistema contra Occidente. Ya sabíamos que se creía el nuevo zar de todas las Rusias; ahora también sabemos que se cree el mismísimo Dios.
Pueden ir tomando buena nota todos aquellos ingenuos nostálgicos de los viejos tiempos de la Unión Soviética que en algún momento creyeron ver en Putin la viva reencarnación de Lenin. Escuchándolo hablar ya no queda ninguna duda de que en lo ideológico está más cerca de los postulados de la extrema derecha internacional que del comunismo clásico. ¿Acaso no fue Marx quien dijo aquello de que la religión es el opio del pueblo? Pues este personaje va de grifa ortodoxa hasta las cejas. Si pasamos por alto la parte política y militar de su intervención –sus ataques a los aliados de la OTAN, su descaro a la hora de pasar de puntillas por las últimas novedades sobre la invasión de Ucrania (no pudo dar cuenta de ningún gran éxito militar, tiene todos los frentes estancados) y su verborrea imperialista rusa–, lo que nos queda es el discurso hipócrita de un puritano homófobo que va predicando virtudes cuando él, en la intimidad, seguramente se da a todos los vicios como el gran multimillonario que es. Típico de dictador fascista.
Ver a ese señor acusando a Occidente de corromper a la juventud y a la familia tradicional, de practicar la pedofilia como “estilo de vida” y de fomentar la homosexualidad provoca el mayor de los sonrojos por lo que tiene de burdo intento de manipulación de la realidad de su país. Por lo visto en Rusia no hay mafiosos traficantes ni muchachos drogadictos (pasa por alto que hace unos años el propio Kremlin tuvo que legalizar la metadona para frenar la epidemia de toxicómanos con sida enganchados a la heroína afgana); tampoco hay gais o bisexuales (en realidad claro que existen, y muchos, lo que pasa es que están metidos en el armario para que no los envíen a Siberia); y en cuanto a eso de que en la Iglesia rusa no rige la pederastia habría que verlo: ningún juez o fiscal en su sano juicio se atrevería a abrir una investigación en las sacristías del patriarca Cirilo, uno de los pilares fundamentales en los que se asienta la nacionalortodoxia putinesca. El líder ruso incluso se permite tirar de pasajes de la Biblia y de las escrituras sagradas para arremeter contra la supuesta “decadencia de Occidente”, que le molesta mucho pese a que aquí no hay más decadente que él, que se comporta como un sátrapa de la Antigüedad, un tirano que envía a una guerra absurda a su pueblo, un carnicero que bombardea edificios civiles, guarderías y hospitales allá donde puede. Mucho alegato religioso sobre la catástrofe moral que se avecina, pero a la hora de la verdad misilazo indiscriminado al canto, fosa común rebosante de inocentes, secuestro de niños ucranianos huérfanos y paredón, tal cual hacían los grandes genocidas del siglo XX. No se puede ser más criminal. Este tipo se merece un consejo de guerra o un Núremberg en toda regla que a buen seguro no tendrá porque como buen matón atómico se guarda el as de bastos nuclear debajo de la manga, donde también esconde los millones de rublos que le inyectan sus oligarcas, esos mismos a los que ha pedido que se controlen un poco a la hora de posar obscenamente en el lujoso yate mientras los jóvenes rusos sacrifican su sangre sin ningún motivo ni causa que lo justifique.
Todo el sermón mojigato que el exespía del KGB ha escupido ante los legisladores de la Duma nos sonó como algo muy próximo y cercano a los españoles, ya que estuvimos escuchando esas mismas palabras durante cuarenta años de represión franquista. Pero también porque el fascismo retorna con fuerza y cada día tenemos que tragarnos unas cuantas homilías de los nuevos monaguillos ultras que andan por ahí coaccionando a la mujer para que no aborte, acosando menas y metiéndose en nuestras alcobas para ver si tenemos el crucifijo debidamente colgado en la pared o somos poliamorosos, binarios o múltiples sexuales. “Me gustaría decirlo: que miren los escritos científicos, en todos ponen que una familia tradicional es una unión entre un hombre y una mujer. Pero incluso estos textos santos los ponen en duda”, sentenció, al tiempo que criticó a los teólogos occidentales que entienden a Dios como un ser “neutro”, esto es, asexuado (para él debe ser sin duda un macho alfa que cual cosaco cabalga a pecho descubierto sobre un brioso corcel). Con semejantes mitos delirantes en la cabeza, no sorprende que su referente ideológico sea Piotr Stolypin, un siniestro tipo que fue ministro del Interior del zar Nicolás II y que pasó a la historia por someter al pueblo a sangre y fuego. Revelador. Cualquiera que sepa algo de historia de Rusia ha oído hablar de las “corbatas de Stolypin”, que sirvieron para ahorcar a más de mil bolcheviques, socialistas y anarquistas. Normal que el personaje sufriera hasta diez atentados en vida. Al undécimo, un revolucionario se lo quitó de en medio de dos tiros en el pecho.
Más allá del truco manido de fabricar un enemigo común donde no lo hay (la OTAN nunca tuvo ninguna intención de atacar Rusia, uno de los mantras favoritos con los que el líder ruso pretende motivar el espíritu nacionalista de sus ciudadanos), el Putin que más miedo da es el Putin ultrarreligioso que sermonea a sus diputados mientras el pope Cirilo, en primera fila y ataviado con el lujoso oropel bizantino, sonríe mefistofélicamente con las manos entrelazadas sobre el barrigón. No había más que echar un vistazo a los cientos de asistentes que le escuchaban y aplaudían con fervor, como un solo hombre, para entender que aquí no hay más nazi que él. El auditorio era un auténtico funeral: unos bostezaban y echaban una cabezadita ante el tostón que les caía encima; otros se agazapaban en la silla y clavaban los ojos en el suelo o el techo con auténtico terror, no fuese que el amado líder cruzara una mirada felina con ellos. Ya se sabe que en una dictadura lo mejor es pasar desapercibido. O sea que el loco no se fije en uno para poder vivir un poco más.