Tras el fallecimiento del papa Francisco, la Iglesia Católica se enfrenta nuevamente a una encrucijada histórica. El vacío dejado por Jorge Mario Bergoglio despierta la inevitable pregunta: ¿quién será su sucesor? La próxima elección, envuelta en el misterio y el hermetismo del cónclave, promete ser un crisol de influencias (diplomáticas, pastorales y geopolíticas) que determinarán el rumbo de la Iglesia del siglo XXI.
El proceso de elección del Papa, definido por siglos de tradición, transcurrirá tras las puertas de la Capilla Sixtina. En su interior, los cardenales electores, actualmente 120 con derecho a voto, conjugarán sus trayectorias personales, sus visiones pastorales y el mandato que sintieron de Dios al ser nombrados. Aun así, la elección rara vez obedece a un solo criterio. Suelen pesar tanto la edad y la salud como la capacidad de un candidato para conectar con el mundo moderno, gestionar la Curia romana y preservar la unidad doctrinal.
Hay una máxima que se repite cada vez que muere un Papa: «Quien entra papa [en el cónclave], sale cardenal». Por esa razón, los diferentes listados de supuestos favoritos no son nada fiables.
Por un lado, se encuentra el cardenal italiano Pietro Parolin, quien ha sido el brazo derecho de Francisco en política internacional. Su larga experiencia diplomática (negoció con Irán, Cuba y China) y su discreción le confieren un perfil de estadista. Su defensa de un «papado de puentes, no de muros» y su capacidad para el diálogo en escenarios polarizados lo convierten en el aspirante más continuista y, al mismo tiempo, sereno.
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la Iglesia lleva sin tener un papa italiano desde el asesinato de Juan Pablo I, y eso puede ser un extremo importante a la hora de decidir quien sucederá a Francisco. Por esa razón, también se está hablando de Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia y cercano a la Comunidad de Sant’Egidio. Este hombre encarna un modelo de Iglesia volcada hacia los pobres y los desplazados. Su rol de mediador en Libia y en Mozambique prueba su habilidad para tender la mano en conflictos complejos. Quienes buscan un papado más “de periferia” y marcado por la justicia social ven en Zuppi al candidato capaz de revitalizar la misión evangelizadora con un rostro más profético.
En la situación geopolítica actual tampoco habría que descartar al actual Patriarca latino de Jerusalén, el cardenal Pizzaballa, quien aporta un conocimiento de primera mano de las tensiones interreligiosas en Oriente Medio. Tras años viviendo entre diversas confesiones —ortodoxos, musulmanes, judíos— ha forjado un estilo de diálogo que, según sus defensores, podría fortalecer la presencia de la Iglesia en zonas de conflicto y reforzar la diplomacia interconfesional.
Sin embargo, la Iglesia puede intentar mantener la imagen de globalidad de las últimas décadas con un Papa de otros continentes, como podría ser el caso del cardenal filipino Luis Antonio Tagle, quien ha sido una de las figuras más carismáticas del último consistorio. Su juventud relativa, su manejo de las redes sociales y su mensaje sencillo pero profundo lo hacen muy popular en Asia y entre las comunidades latinas de Estados Unidos. Sería el primer Papa con raíces en el sur global, reflejo de la creciente centralidad del catolicismo asiático.
En este mismo razonamiento de globalidad se encuentra Peter Erdő, arzobispo de Budapest y veterano en diálogos con ortodoxos y protestantes, quien conjuga una sólida formación teológica con la capacidad de representar a Europa oriental. Sus alianzas con universidades pontificias y su defensa de la unidad cristiana lo sitúan como referencia para quienes aspiran a un papado de corte académico y ecuménico, más cercado a lo que fue el pontificado de Benedicto XVI.
Desde hace años se viene escuchando la posibilidad de un Papa africano, a pesar del estigma que supone la supuesta profecía de Nostradamus sobre el «papa negro». No obstante, África es uno de los puntos del planeta donde no hay bajada de profesiones. Por eso las mirada se pueden poner en el ojo del huracán al ghanés Peter Turkson, quien durante el pontificado de Francisco ha sido la voz de la doctrina social en la Curia. Experto en temas de pobreza, sostenibilidad y derechos humanos, su elección sería vista como un símbolo para el continente africano y una señal clara de que la Iglesia mira a los más vulnerables. Aun así, su avanzada edad podría jugar en su contra en un cónclave que también valora la vitalidad.
Por otro lado, están los señalados desde las facciones más ultraconservadoras de la Iglesia para volver al pontificado de Juan Pablo II, lo cual sería un desastre, no sólo para los católicos sino para el resto de la humanidad. En el ala más tradicionalista destacan nombres como el cardenal Raymond Leo Burke, favorito de Donald Trump y Robert Sarah, de Guinea. Ambos han criticado abiertamente las reformas de Francisco y apelan a un retorno a la liturgia más clásica y a la rigidez doctrinal. Sin embargo, su perfil polarizante y su limitada base de apoyo entre los cardenales moderados reduce de momento sus opciones de acumular los dos tercios de votos necesarios.
Muchos se preguntan también si podría haber la posibilidad de un Papa español, algo que no sucede desde hace varios siglos. Nombres como el de Juan José Omella o Carlos Osoro también suenan como posibles candidatos a suceder a Francisco, aunque la losa que dejó Rouco Varela en la Iglesia española será muy complicada de superar.
La elección del sucesor de Francisco no será solo una cuestión de nombres: será un balance entre tradición y renovación, entre un papado de gestos proféticos o de gobernanza institucional, entre la mirada hacia los pobres y la de la diplomacia global. Cuando se den las primeras fumatas sobre el tejado de San Pedro, la Iglesia habrá marcado una nueva página en su historia milenaria, con un Papa que continúe o rectifique el legado de Francisco en un mundo cada vez más fragmentado.
Sea quien sea el elegido, los cardenales electores tienen ante sí la tarea de tender puentes entre el pasado y el futuro, y de ofrecer al mundo un líder capaz de encarnar la misión de «servir hasta el último aliento», tal y como afirmó el propio Bergoglio.