Putin ha reaparecido tras el susto que le dieron los del Grupo Wagner el pasado fin de semana. La prensa internacional cuenta que en los peores momentos del motín, golpe o rebelión de los mercenarios de Prigozhin, cuando el país se encontraba al borde de la guerra civil, el líder ruso subió a un avión, sin perder ni un solo minuto y con el maletín nuclear esposado a la muñeca, y puso pies en polvorosa para refugiarse en alguno de sus búnkeres secretos en la lejana frontera Este. No se metió en Mongolia de milagro, tal era el pánico que debió sentir a ser derrocado por los sanguinarios soldados de fortuna de la Wagner.
El episodio fue un levantamiento militar en toda regla. Solo así puede definirse a una columna de blindados con miles de hombres que abandonan sus puestos en el frente ucraniano, desobedeciendo las órdenes del Kremlin, y ponen rumbo norte para tomar Moscú. De hecho, por el camino se hicieron con el control de varias ciudades, y no precisamente pequeñas, como Rostov. Es evidente que durante 24 horas Prigozhin tuvo Rusia en la palma de la mano y solo la posibilidad de un baño de sangre le hizo recapacitar, frenar el avance de sus tropas y dar la orden de retornar a los cuarteles. Pero el suceso no fue ninguna broma ni un desfile de gala para que los muchachos estiraran las piernas tras meses metidos en las trincheras ucranias. Hasta el propio Putin reconoció ayer, durante su discurso una vez controlada la situación, que Rusia ha estado al borde de una guerra civil. Ahí es nada.
Son muchas las preguntas que flotan en el ambiente tras la asonada fallida de Wagner. La primera de ellas, sin duda, si Prigozhin actuó solo o era un peón más de una conjura mucho más amplia en la que estarían implicados otros generales del Ejército ruso. Los servicios de inteligencia del Kremlin, el FSB, han abierto una investigación para tratar de determinar hasta donde llegaba el complot y cuántos elementos estaban involucrados. De las palabras de Putin entre trompetas y fanfarrias (“los que han provocado esta rebelión se han dado cuenta de que las Fuerzas Armadas y el pueblo no están con ellos”) parece deducirse que los tentáculos se extendían mucho más allá de lo que se ha dicho.
Lo que sí ha quedado claro tras el incidente es que Rusia no era esa superpotencia poderosa e implacable de la que se enorgullecían sus actuales dirigentes ante la comunidad internacional. En los primeros días de la invasión de Ucrania, cuando aquella columna de blindados rusos de más de sesenta kilómetros quedó varada a las puertas de Kiev por falta de combustible, logística y avituallamiento, ya se vio que las fuerzas de Putin estaban más bien lejos de ser aquel glorioso Ejército Rojo bolchevique que infundía pavor durante la Guerra Fría. El Kremlin planeó una guerra relámpago con la que tomaría el país vecino en menos de dos semanas y hoy, casi año y medio después, ha conseguido ocupar la reducida región del Donbás y poco más, mientras los animosos ucranianos de Zelenski, bien pertrechados con armamento de la OTAN, llevan a cabo una heroica contraofensiva para recuperar la tierra usurpada por los invasores.
Hoy por hoy todos los planes de Putin han salido mal, la campaña es un auténtico desastre, y más allá de haber provocado unas cuantas catástrofes humanitarias y ecológicas como el reventón de gasoductos, instalaciones energéticas y presas, no ha conseguido nada de lo que se proponía. La gota que ha colmado el vaso es el malestar en el Grupo Wagner, ese ejército de mercenarios paramilitares que funcionan como una empresa privada y que se sienten estafados, abandonados y mal dirigidos por la incompetente Plana Mayor del Ministerio de Defensa. Esta vez el levantamiento de esta unidad especial ha sido sofocada in extremis, pero hay razones suficientes para sospechar que el movimiento golpista no va a quedar ahí. Con Prigozhin exiliado en Bielorrusia no se termina la intentona, en el caso hipotético de que esté allí, ya que aunque Aleksandr Lukashenko, líder bielorruso y fiel cómplice de Putin, asegura que lo ha alojado en un hotel de lujo, quién sabe si no lo tienen en un chabolo siberiano a base de sopas de plutonio. Como tampoco se acaba la rebelión interna con la invitación de Putin a que los soldados y oficiales de Wagner se reintegren en las Fuerzas Armadas rusas, ya a las órdenes del Kremlin. Ningún traidor puede ser rehabilitado, siempre llevará su traición a cuestas en público o por dentro.
De todo este esperpento, lo que queda es la imagen decadente de un país que en otros tiempos pudo ser una superpotencia económica y militar, pero que hoy parece más bien un decorado de cartón piedra, una república dictatorial bananera a la americana donde unos generalotes entran y otros salen a la caza del trono del palacio zarista. Un país con dos ejércitos, uno oficial y otro privatizado; un país donde su líder sale corriendo en cuanto las cosas se tuercen; un país en bancarrota, enfangado en la raspútitsa de una guerra absurda y poco serio o fiable que parece mucho más cerca de un Estado fallido que de asumir el liderazgo del bloque que pretende plantar cara a Occidente. Un país, en definitiva, decadente, obsoleto, moralmente destruido, nacionalpopulista, teocrático, homófobo, profundamente reaccionario y corroído por la dictadura patriarcal del Pope Cirilo, la mafia y los descerebrados piratas informáticos. En Rusia ya no se sabe quién manda, si Putin, su cocinero o los oligarcas corruptos desde sus yates dorados fondeados en el Mediterráneo. Aquello es un puñetero caos, un desordenado Bolshói sin concierto ni control, una borrachera de vodka con mucho rublo en paraísos fiscales y la corrupción como sistema. El espectáculo es tan abochornante que un atracador sin oficio ni beneficio que empezó haciendo perritos calientes puede llegar a presidente dándose un paseíllo en tanque hasta Moscú.