La última encuesta del CIS nos deja una conclusión fundamental: el bloque de la izquierda ganaría hoy las elecciones con el 46,7 por ciento de los votos, frente a las derechas, que obtendrían el 40 por ciento. Partiendo de la base de que estamos hablando del sondeo de Tezanos (hay que cogerse con pinzas sus trabajos demoscópicos), una cosa está clara: PSOE, Sumar y Podemos tienen en su mano revalidar el Gobierno de coalición progresista. O dicho de otra manera, el partido morado está en poder de la llave.
Sin duda, una de las claves de las próximas elecciones reside en la formación fundada por Pablo Iglesias y otros. Y no es lo mismo que el partido concurra en solitario a las urnas a que lo haga coaligando con socialistas y yolandistas, teniendo en cuenta cómo funciona nuestro complejo sistema electoral. En el primer caso, podrían perderse miles de votos decisivos al quedar como quinta fuerza política en no pocas circunscripciones (por detrás de PSOE, PP, Vox y Sumar), papeletas que irían a parar a otros partidos en forma de escaños sueltos. Ese techo injusto ya lo sufrió en su día la Izquierda Unida de Julio Anguita, siempre condenada a hacer las veces de comparsa. Por el contrario, formando un solo bloque de coalición, la victoria de la izquierda podría estar mucho más cerca. No solo porque las matemáticas salen, sino por el fuerte efecto emocional que para el electorado progresista, en la actualidad algo desmovilizado, tendría la configuración de un frente común amplio. Esa es la disyuntiva que se le plantea, hoy por hoy, a Podemos.
Por tanto, ¿qué piensan hacer las actuales dirigentes podemitas, las Belarra, Verstrynge y Montero? A día de hoy, y pese a que el tiempo pasa deprisa y cada vez queda menos para la cita del 28M, sigue siendo una incógnita. En las últimas semanas la guerra abierta entre Podemos y Sumar, la plataforma de Yolanda Díaz, ha terminado desangrando a los morados, que lo han pagado en forma de sensible descenso en las encuestas. El duro proceso de negociación que debe determinar si hay coalición o ambos partidos van por libre, con cruce de acusaciones y reproches por ambos bandos, no ha beneficiado a nadie, pero obviamente ha perjudicado más a unos que a otros. Y ahí la fuerza política de Iglesias ha perdido más que la que trata de impulsar la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo. Alguien debió haber parado ese lamentable espectáculo cainita hace tiempo. Nadie lo hizo y los ciudadanos tomaron nota.
Cuando el CIS pregunta al votante de Podemos cuál es su intención, la respuesta no puede ser más rotunda y contundente: más de uno de cada tres piensa votar a Díaz. Que un tercio del granero esté sopesando emigrar, solo puede ser calificado como dramático. Todas las alarmas deberían haber saltado ya en la sede morada, todos los asesores y spin doctors deberían estar ya enfrascados, día y noche, en el análisis de las causas de tal fuga de votos, aunque no hay que ser ningún experto para entender cuál es la razón principal: Sumar ilusiona al votante de izquierdas, que ve en la superministra a una líder inteligente, experimentada, solvente y comprometida con el programa de reformas progresistas que necesita el país. De hecho, en los índices de popularidad, Yolanda Díaz se sitúa en primer lugar del ranking de políticos mejor valorados por encima de Pedro Sánchez, Feijóo, Errejón, Arrimadas y Abascal, que como siempre cierra el pelotón de cola como el más antipático e impopular.
Sin embargo, ayer, durante la sesión parlamentaria por la reforma de la ley del “solo sí es sí” –la norma estrella de Irene Montero que ha terminado en fiasco por la excarcelación de violadores y pederastas–, volvió a escenificarse la división entre Podemos y PSOE/Sumar, una pugna que ha pasado ya a otro estadio, a otra cosa más allá de la diferencia programática hasta adquirir el rango de rencilla, ojeriza y rencor. Los rostros airados de Belarra y Montero después de que el Congreso de los Diputados tumbara la ley (con la ayuda inestimable del PP, que votó a favor de la reforma no por convicciones feministas sino a sabiendas de que así ahondaba un poco más en la fractura entre los socios del Gobierno de coalición), lo decían todo y no auguraban una reconciliación ni una tregua en el bloque progresista a corto plazo.
El espectáculo de un Gobierno partido por la mitad (una parte votando a favor de una reforma legal y la otra en contra mientras el PP decantaba la balanza) pudo ser definitivo y demoledor. Es cierto que queda mucho partido y que la campaña electoral ni siquiera ha comenzado. Cuando todos se metan en harinas y se imponga la tensión, los sondeos pueden variar de nuevo. Pero a día de hoy una cosa está clara: Sumar irrumpe con fuerza en el panorama político español y al situarse como cuarta fuerza política da jaque a Podemos. En ese contexto, la imagen de derrota de Montero –que durante su intervención admitió la necesidad de una modificación a su Ley de Libertad Sexual para evitar los efectos indeseados de las excarcelaciones de presos, aunque lamentó que la respuesta de la izquierda no hubiese sido “unitaria”–, puede pesar notablemente de cara a los comicios. Todo ello mientras la portavoz del PP, Cuca Gamarra, sacaba su colmillo más retorcido para seguir hurgando en la herida: “Exigimos responsabilidades políticas, no solo un perdón y una rectificación a rastras”, afirmó pidiéndole a Sánchez la cabeza de Montero.
Haría bien Podemos en parar un momento y reflexionar sobre todas estas señales de alerta que no presagian nada bueno. De entrada, debe replantearse su relación con Sumar, la plataforma transversal que va como un tiro en las encuestas y que se erige como gran alternativa de futuro para la izquierda a la izquierda del PSOE. La soberbia y el orgullo de Iglesias no conducen a nada más que al suicidio político. Mucho mejor firmar ya el armisticio, la coalición, y admitir con deportividad que es el momento de Yolanda Díaz. Antes de que sea demasiado tarde.