Definitivamente, Pedro Sánchez ha hecho buenas migas con Joe Biden, tal como demuestra que el líder del mundo libre lo haya invitado a la Casa Blanca a las puertas de unas elecciones cruciales en España. Buen espaldarazo del mandatario americano a la izquierda española. Atrás quedan aquellos tiempos en los que el amo del mundo daba esquinazo al joven presidente socialista en los pasillos de la OTAN, en los salones del G20 y en los conciliábulos del Foro de Davos. Hoy, ambos gobernantes se reconocen como afines que comparten una ideología común (la socialdemocracia, sea lo que quiera que sea ese ambiguo concepto); ambos poseen un enfoque parecido de los asuntos internacionales; y lo que es aún más importante: ambos están dispuestos a que sus respectivos países colaboren estrechamente, como aliados, en lo político, en lo económico y en lo militar.
Desde aquel lejano desastre del 98, cuando los yanquis nos pasaron por encima, apaleándonos militarmente, humillándonos y sumiéndonos en una crisis de identidad de la que tardamos un siglo en salir, hasta hoy, han pasado muchas cosas. Los americanos siempre nos han mirado con una mezcla de soberbia, recelo y por qué no decirlo, cierta envidia, la del nuevo rico que admira a ese hidalgo que, aunque decadente, es más sabio culturalmente y posee un pasado que ellos no tienen. Más tarde, cuando liberaron Europa del yugo nazi, pasaron de largo por la Península, dejándonos tirados y condenados a comernos cuarenta años de fascismo. Aunque a los demócratas nos duela reconocerlo, Franco supo lidiar con astucia con los norteamericanos, convenciéndolos de que nunca estuvo de lado de Hitler y Mussolini, sino que su guerra, su cruzada, siempre fue contra el comunismo ateo y bolchevique. Al final, terminó regalando un par de bases militares a los marines a cambio de leche en polvo para el pueblo y el reingreso en Naciones Unidas, lo que por desgracia para nuestro país acabó con el aislacionismo y dio una pátina de legitimidad al régimen franquista.
Cuentan que, a principios de los setenta, cuando Nixon llegó a España para verse con un ya maltrecho Franco, le sorprendió que aquel pequeño país del sur de Europa estuviese todavía dirigido por un general viejo y decrépito que parecía salido del siglo XIX, un anciano perplejo que se quedaba dormido en las reuniones y que temblaba por el párkinson en su poltrona de hojalata de El Pardo. “Yo he creado ciertas instituciones, nadie piensa que funcionarán. Están equivocados. El príncipe Juan Carlos será rey, porque no hay alternativa. España irá lejos en el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia y muchas más cosas, qué sé yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España”, le dijo el Caudillo, en un forzado augurio, a uno de los enviados de Nixon que viajó a Madrid para sondear cómo iba a ser el proceso de transición. Hoy ya se sabe que la CIA puso mucho de su parte para que Carrero Blanco volara por los aires, acabando con cualquier tentación de perpetuar la dictadura, y que Felipe González pasó a ser el primer y más diligente agente secreto al servicio de Washington (prueba de ello es que tras abjurar del marxismo en Suresnes cambió el eslogan “OTAN de entrada salida” por un referéndum para pedir el ingreso de lleno en la Alianza Atlántica).
Lo cierto es que, a lo largo de nuestra joven democracia, los españoles han vivido entre la frialdad del yankees go home y la sumisión vergonzosa de un país lacayo de la primera potencia mundial. No ha habido una línea diplomática continua, sino bandazos según la coyuntura. Aznar, por ejemplo, se comportó como un dócil mayordomo de Bush Junior. El Tío Sam le dejaba poner los pies encima de la mesa de su rancho de Texas y a cambio él se lo daba todo, incluso el apoyo militar sin condiciones de España en una guerra ilegal, inmoral e injusta. Zapatero, por su parte, se negó a levantarse de su asiento, para cuadrarse, al paso de la bandera de las barras y estrellas en aquel polémico desfile militar. Esa tradición de relaciones siempre desestructuradas, turbulentas y emponzoñadas entre ambas naciones parece normalizarse en cierta manera ahora, con la entrevista de tú a tú, en pie de igualdad, entre Biden y Sánchez. Por primera vez un presidente español pisará el Despacho Oval con algo de dignidad y asistirá a la consiguiente gala de honor con los roqueros y actores de Hollywood en el Camelot yanqui sin tener que sacrificar nada a cambio, sin tener que postrarse como un siervo o tragar con las órdenes estrictas del “amigo americano”, que para los españoles, más que un amigo o aliado como lo pueden ser los británicos, franceses, alemanes o italianos, siempre fue el amo, el señor, el gran cacique global.
No está mal que Sánchez haya logrado alcanzar ese nivel de relativo respeto y normalización, el fortalecimiento de eso que llaman “vínculo transatlántico”, un trato que jamás tuvimos con el nuevo imperio no hace tanto tiempo emergente y hoy en decadencia por el trumpismo que corroe la democracia desde dentro y la amenaza externa china. En esa importante cumbre bilateral en la Casa Blanca se va a hablar de muchas cosas, de cooperación en Latinoamérica, de emergencia climática, de la Presidencia europea que pronto ejercerá España. Y por supuesto de la guerra de Ucrania, en la que estamos metidos hasta las trancas, no porque seamos criados de los norteamericanos o hagamos seguidismo de ellos, sino porque es lo que nos toca, como a los demás socios del club otanista, para defender nuestra libertad del sanguinario y expansionista autócrata Putin. La única mancha negra en política internacional que cabe anotar en el debe de Sánchez es ese brusco giro de España respecto al problema del Sáhara Occidental. Ahí sí que cabría decir que el presidente español ha tenido que bajarse los pantalones, aunque por un comprensible pragmatismo que en relaciones internacionales debe imperar siempre sobre el romanticismo utópico. No le quedaba otra. Lo contrario, enfrentarse a Marruecos (tradicional y fiel aliado de Washington) en defensa de la autodeterminación del pueblo saharaui, habría sido un suicidio, otra refriega contra el rifeño con Ceuta y Melilla como telón de fondo, y un mal negocio para nuestro país. Así que, por primera vez, y ya iba siendo hora, estamos en el lado correcto de la historia.