Escribiendo un tuit y con un gato en la cabeza. Así se ha llevado la muerte a Fernando Sánchez Dragó. El mundo de las letras rememora al hombre y al escritor, al comunista por accidente y al reaccionario por convicción, al intelectual y al polemista. Ahora bien, ¿qué sabe la mayoría de la gente, el gran público en general, de Sánchez Dragó? Poco o nada. El que va teniendo una edad y se quedó en el presentador de televisión lo recuerda como aquel erudito del atril y las gafas caídas que daba la chapa en blanco y negro con libros que nadie leía mientras las audiencias televisivas cambiaban de canal para ver el Un, dos, tres. Otros, los más informados, le habrán leído algo, quizá su Gárgoris y Habidis, allá en la prehistoria de la Transición, cuando todavía iba de rojo, pero no mucho más, ya que siempre fue un escritor de minorías, un outsider de la alta cultura, un helenista demodé que predicaba el clasicismo y los misterios de Eleusis cuando aquí los españoles estaban a otra cosa, mayormente pegándole fuerte a los discos de Alaska, a la movida, al porro y a la coca del felipismo.
Cuentan que Semprún lo convenció para que se hiciera comunista y que él aceptó por el puro placer de correrse unas aventuras. Aquel descenso a los infiernos de la mazmorra, Dirección General de Seguridad, le sirvió para tropezar con un comisario de policía que le descubrió la gran verdad sobre su padre, a quien no lo habían matado los republicanos, como creía erróneamente, sino los nacionales, lo cual debió ser un shock para él. Más tarde llegó la celda de Carabanchel, el arresto domiciliario, la huida, el exilio, su primer libro (dicen que para conquistar a una mujer), los artículos de juventud y una odisea oriental como la del Alejandro Magno que creía llevar dentro de sí. Presumía de haber sido el primero en llegar al Nepal, mucho antes de que “los turistas, esos canallas”, invadieran el país, y por aquellas tierras abjuró del ateísmo marxista, abrazó la espiritualidad, llenó el petate de budismo, hinduísmo, taoísmo y otros ismos, y se trajo el título de gran yogui o profeta del sexo tántrico, del que se autoproclamó pionero posmoderno. Una vez más, el españolito medio, acostumbrado a copular deprisa y corriendo, en plan torito bravo, no le entendió ni una palabra, pero él seguía sermoneando en la tele con sus proezas sexuales y presumiendo de ser un hacha en la cama. “Mi novia llega a tener dieciocho, veinte o veintidós orgasmos en una sesión”, llegó a decir. “A mis ochenta años hago mejor el amor que a los veinte”, alardeó casi al final de su vida. Menos lobos caperucita, pensaba el espectador, que nunca dejó de ver a Sánchez Dragó, más que como un escritor destinado a marcar una época, como un pedante sexual que andaba por ahí tirándose el nardo o vacile, o sea alardeando de echar dos casquetes sin sacarla, el típico macho ibérico que mata una y se cuenta veinte en la oficina. Últimamente incluso se permitía darle consejos amatorios al rey emérito, como si el Borbón necesitara ayuda de nadie.
En lo político, el gran giro reaccionario llegó en el 93, cuando pidió el voto para Aznar. Se conoce que de la India no solo se trajo fotos de vacas sagradas y las enseñanzas pacíficas del Bhagavad-gītā, sino también la Biblia ultraliberal, patriótica y nostálgica de tiempos pretéritos. Del lejano Oriente llega de todo, antes la sabiduría total, ahora un Dalai Lama que pide a los niños que le chupen la lengua. Ya entregado al cipotudismo periodístico, a la caverna (no la de Platón, sino la otra), emprendió su propia cruzada literaria para recuperar la grandeza de la patria, esa extraña fiebre nostálgica por los tercios de Flandes que de repente se ha apoderado de nuestros intelectuales más conservadores. Ocurre que entre los escritores de la nueva Brunete nacional los hay que se creen reencarnaciones de grandes genios de las letras universales, unos se ven a sí mismos como los nuevos Quevedos, otros como modernos Unamunos a los que les duele mucho España (a decir verdad, solo sienten un dolorcillo suave, es más una pose que otra cosa). Sea como fuere, y por desgracia, Sánchez Dragó también cayó en esa fiebre anacrónica y delirante, el mundo al revés y el revisionismo de la historia (él mismo llegó a decir que vivía ya “en una realidad psíquica paralela” y empezaba a dar síntomas de que así era).
Como el PP se le quedaba corto en su deriva política y en su retorno a las esencias de la España imperial, decidió hacerse el harakiri político en Vox, él que tanto amaba a Yukio Mishima. Y así llegamos a aquella histórica comida con Santi Abascal presente, donde propuso al nonagenario catedrático Tamames como candidato al Gobierno de la nación para descabalgar a Pedro Sánchez. Fue una boutade que se les fue de las manos a los postres, una gamberrada tabernaria propia de literatos pendencieros del Madrid del Siglo de Oro que no llegó a nada pero que tensó un poco más las costuras de un Estado a punto de estallar en cualquier momento. Los mismos discursos exaltados, patrioteros y guerracivilistas que habían llevado a su padre ante el pelotón de fusilamiento formaban parte ahora del programa del partido en el que se había metido hasta las trancas. El represaliado al lado del verdugo en un sindromazo de Estocolmo; el hombre sin ideología, pero con ideas (eso decía él) alabando el franquismo. Al final hizo méritos suficientes para que Abascal lo nombrara gacetillero oficial de su panfleto, la no sé qué de la Iberoesfera, donde siguió encofrando el edificio ideológico ultra. Triste final para una pluma culta y erudita que había ganado el Nacional de Literatura y el Premio Planeta.
Sus últimos días los pasó en su refugio de Castilfrío de la Sierra, rodeado de los libros de su gran biblioteca, una de las más importantes del país, y con su gato Nano, ese que trepaba sobre sus hombros cuando le sorprendió el infarto. “En la cabeza está el secreto de casi todo”, tuiteó antes del ataque. Atrás quedan sus viajes y correrías por todo el mundo, las polémicas, las conspiraciones contra el Gobierno, las lolitas japonesas de labios pintados (aquel nauseabundo episodio en el que chapoteó sin pudor, quizá como parte de una campaña publicitaria para levantar una carrera irregular salpicada de baches). Gallardo Frings lo había propuesto para el Premio Castilla y León de las Letras. Su obra, grande sin duda, no necesitaba de esa última regalía de gris funcionario por los servicios prestados. Fue y será, ante todo, un maldito.