No se puede debatir con un ultra, ya lo dijo Durruti. Es como golpearse contra un muro una y otra vez. Cuanto más diálogo paciente y respetuoso empleemos con él, más insultos, malos modos y exabruptos recibiremos por su parte. Cuanta más razón, sensatez, datos empíricos y lógica le pongamos al intercambio de ideas, más bulos, demagogia, fanatismo y odio nos caerá a modo de chaparrón incontenible. No lleva a ninguna parte. Es tiempo perdido. Un absurdo.
Al ultra no le interesa el debate sosegado para llegar a acuerdos o soluciones a los problemas de un país. Su único objetivo es reventar cualquier tipo de consenso, volar por los aires el sistema, acabar con el parlamentarismo que no le seduce. Hoy, al presidente del Gobierno no le ha quedado otra que ponerse cara a cara con ese extraño ser que practica el maquiavélico diálogo de sordos de la ultraderecha posmoderna. El premier socialista se ha visto obligado a participar de esta gran ceremonia de la confusión (cosas que tiene la democracia, que permite a sus enemigos sentarse como uno más a la mesa) y desde ese momento estaba atado de pies y manos. Tenía ante sí un buen marrón. La moción de censura Tamames, quien por cierto por momentos recordaba a ese abuelete al que se aparca junto a la chimenea, bajo una mantita de cuadros, mientras los jóvenes discuten acaloradamente sobre un mundo que ya no es el suyo, no era más que una burda trampa para que Vox diera por oficialmente inaugurada su campaña electoral. Un cepo muy bien puesto para dos presas: primero para Sánchez, que tenía que bajarse sí o sí al barro, donde Abascal se siente como pez en el agua; y después para Feijóo, que como no estaba por razones obvias desempeñó el papel de fantasma ausente. En ese escenario, con los grandes intelectuales y gurús de la nueva extrema derecha española en el gallinero y haciendo las veces de corifeos y palmeros del amado líder, se ha consumado el regalo electoral para el trumpismo ibérico a pocas semanas para las elecciones.
De alguna manera, Sánchez se ha visto atrapado por el mundo al revés lisérgico, onírico, de los ultras. Y no se le puede reprochar nada al inquilino de Moncloa. Otros grandes estadistas a lo largo de la historia cayeron antes que él en esa batalla perdida de antemano contra los totalitarios demagogos. Que lo hayan arrastrado a este circo ya es una victoria para la extrema derecha. Cuando Sánchez se ponía en plan duro y castigador, el dirigente ultra tiraba de victimismo poniendo ojitos de cordero degollado. Cuando el presidente flaqueaba, su oponente pasaba a la ofensiva haciendo gala de un lenguaje joseantoniano, guerracivilista y hostil como no se escuchaba en el hemiciclo desde los tiempos de la Segunda República. Así, si el presidente afeaba a su rival su escaqueo del servicio militar, este se defendía alegando que en sus años mozos él estaba haciendo política en Llodio mientras los ahora socios bilduetarras del Gobierno querían matarlo. Si Sánchez le echaba en cara sus chiringuitos y el “chollazo de las paguitas” que le daba Ignacio González, él sacaba a pasear el PSOE de los ERE, el terrorismo de Estado y la mugre del Tito Berni. “Usted lleva agitación a las calles, bronca al Parlamento y odio en todas partes”, aseveró Sánchez, a lo que el Caudillo de Bilbao respondía que la crispación y la división entre españoles la han puesto los socialistas por sus pactos con los enemigos de España. Hasta cuando Sánchez le recordó su pasado putinesco (todos esos tuits alabando al dictador ruso que han sido convenientemente borrados) chocaba con el universo paralelo del ultra, que se sacó un efectista zasca de la manga al denunciar que los más comprensivos con la invasión de Ucrania están en el propio Consejo de Ministros en forma de socios podemitas. Un autócrata siempre tiene argumentos para todo, y si no los tiene, se los inventa. Vive del victimismo y del odio, de la acción-reacción, de la demagogia venenosa, ese garrafón que siempre acaba emborrachando al pueblo.
El presidente no ha estado mal en esta moción berlanguiana, casi grouchomarxista. Incluso se mostró ingenioso y brillantemente metafórico cuando dijo eso de que Vox es el “glutamato que da sabor extremo a la derecha española”, reprochando que Núñez Feijóo haya pasado del “no” de Pablo Casado a Vox en la primera moción de censura a una indecente abstención en esta segunda vuelta. Como también se mostró eficaz cuando alegó que a la extrema derecha no le preocupa ni la unidad de España (que hoy por hoy no está amenazada, ya que el independentismo catalán se ha desinflado como un suflé mal cocinado); ni la Constitución que el PP incumple sistemáticamente tras más de cuatro años de bloqueo a la renovación del Poder Judicial; ni la economía (que va bien y hasta la OCDE revisa al alza las previsiones de crecimiento para 2023); ni siquiera la regeneración e higiene democráticas, ya que el caso Mediador es “solo un garbanzo negro” cuando la derecha ha chapoteado en “la olla de la corrupción”.
Tiene toda la razón Sánchez al decir que el único objetivo de la moción Tamanes es frenar “por cualquier medio” las políticas de reformas progresistas en nuestro país y garantizar que quienes han ostentado el poder en los últimos siglos, probablemente desde 1812 (cuando se frustró la auténtica revolución contra el tradicionalismo absolutista), sigan conservándolo. Lo que realmente da miedo a los poderes fácticos representados por el dúo Abascal/Tamames es el loable esfuerzo realizado por el Gobierno de coalición en subida de salarios, la reforma laboral contra la precariedad, el refuerzo del escudo social con prestaciones como el ingreso mínimo vital, la revalorización de las pensiones, el sostenimiento de la Sanidad pública, las becas para los hijos de los obreros y la lucha contra el cambio climático, entre otros muchos avances. Y por encima de todo, lo que más aterroriza al nuevo franquismo tuneado es que la mujer gane en derechos y avance en igualdad, una conquista social que acabará con el patriarcado machista más temprano que tarde. Pero todo ese discurso presidencial, con ser cierto y real como la vida misma, queda oscurecido, licuado por la retórica vacía y verbalmente violenta de un tipo como Abascal al que le basta con agitar el malestar en la calle por las sucesivas crisis que, como maldiciones bíblicas del capitalismo fracasado, nos han ido cayendo en los últimos años. Vox ha conseguido lo que quería con la moción Tamames: minutos de televisión, focos internacionales, poder mediático. Sánchez se ha acercado más a la realidad de la España de hoy que Tamanes con su visión de país rancio, apolillado y distorsionado propio de quienes “levantan mausoleos a mayor gloria del tirano”. El presidente ha estado creíble a la hora de dibujar un país real. ¿Pero a quién le interesa ya la verdad?