El mundo sigue en shock con el comportamiento inexplicable de Donald Trump. Nadie puede entender las decisiones que está adoptando el nuevo mandatario norteamericano. Su absurda guerra arancelaria que no solo estrangula la economía mundial, sino que conduce a la recesión también a su país; su intento de acabar con la OTAN y con la UE; la conversión sin sentido de los tradicionales aliados europeos y canadienses en enemigos. Solo cabe una explicación ante tanto desvarío: Trump es un invento ruso para llevar la guerra civil a Estados Unidos, o sea, un agente al servicio del Kremlin.
Esta teoría o hipótesis no circula solo por los foros conspiranoicos, también entre expertos y analistas internacionales de cierto prestigio. Se especula con que, durante varias décadas y en tiempos de la Unión Soviética, Trump fue un colaborador o espía a sueldo del KGB (el actual FSB en Rusia). La conjetura se basa en una publicación aparecida en Facebook y firmada por Alnur Mussayev, antiguo director del Servicio de Seguridad Nacional de Kazajistán, donde se informa de que, en 1987, la Inteligencia soviética reclutó a Trump bajo el alias de Krasnov. No aporta ningún tipo de prueba que lo respalde, pero ya tarda el New York Times en seguir esa línea de investigación que puede terminar con la exclusiva más sensacional desde el caso Watergate. Y de paso con un Pulitzer.
Mussayev no tiene pelos en la lengua y llega a asegurar que aquel año de 1987 “nuestra Administración contrató a un hombre de negocios de cuarenta años, Donald Trump, bajo el seudónimo de Krasnov”. Luego, en un segundo post, el kazajo añade que “el expediente de Krasnov fue retirado del FSB [los herederos de la KGB] y que está siendo manejado de forma privada por una persona cercana a Putin”. De alguna manera, a nadie le extraña esta posibilidad. Trump es un hombre sin escrúpulos que piensa fríamente según sus propios intereses, en realidad un solo interés: money. No sería sorprendente que en aquella época Trump decidiera ponerse al servicio del enemigo comunista, como mercenario, a cambio de un buen puñado de dólares. Es un delincuente y los delincuentes no tienen moral.
Pero hay más datos que permiten jugar con la idea de que el actual inquilino de la Casa Blanca es en realidad un traidor vendido a los rusos, argumento propio de alguna novela de Tom Clancy. En primer lugar, ese respeto casi reverencial que demuestra por Putin, como si se tratara de mucho más que un amigo con el que mantiene objetivos económicos y geoestratégicos comunes. Por momentos, da la sensación de que Trump hace exactamente lo que quiere el jefazo de Moscú. O al menos, cada decisión política del magnate neoyorquino beneficia, indefectiblemente, al Kremlin dirigido por el autócrata que hace temblar Europa. Qué mejor ejemplo que Ucrania. Trump le ha puesto la victoria en bandeja de plata al líder ruso, algo impensable para un norteamericano. Y lo ha hecho por un precio que Rusia está dispuesta a aceptar: la explotación colonial de las tierras raras ucranianas, un negocio suculento con el que Trump piensa llenarse aún más los bolsillos. Esa connivencia de políticas y tempos resulta demasiado sospechosa, sobre todo si tenemos en cuenta que Estados Unidos y Rusia, desde el final de la Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría (donde soldados de la CIA y del KGB se mataron secretamente y en guerras regionales repartidas por todo el mundo), siempre han sido enemigos mortales, irreconciliables, acérrimos. Si alguien nos hubiese dicho hace solo unos años que norteamericanos y rusos iban a formar una especie de alianza fraternal, lo hubiésemos tomado por loco.
Otro argumento a favor de la teoría de Trump como topo putinista es el “modelo de oligarcas” que se impone a un lado y otro del Atlántico. A los líderes de ambas superpotencias les provoca urticaria la democracia liberal, lo cual es hasta cierto punto lógico en un hombre como Putin que viene de un régimen autoritario como la URSS, pero que resulta inconcebible en un presidente estadounidense. Nunca antes se había visto un perfil tan marcadamente dictatorial, ni siquiera en los casos de republicanos más radicales como Nixon, Reagan o los Bush. Todos ellos tuvieron tentaciones absolutistas, es cierto, pero jamás llegaron tan lejos como está llegando Trump, que parece dispuesto a acabar con el modo de vida americano y la democracia más consolidada del mundo. Si a ello unimos que grandes magnates situados en el círculo más próximo de Trump y Putin comparten negocios al más alto nivel, entenderemos de lo que estamos hablando aquí. Todo el entorno trumpista, desde Musk a Marco Rubio, despide un fuerte tufo moscovita. Hasta Melania tiene toda la pinta de la clásica espía rusa de las películas.
La teoría puede parecer descabellada, pero después de la pandemia vivimos en una especie de distopía donde todo es posible. Putin es un hombre avezado en técnicas de espionaje y qué mejor plan para acabar con el enemigo yanqui que instalar a un prorruso en el trono de Washington. Hablamos del estilo Putin, que si se caracteriza por algo es por colocar a peones de su órbita en aquellas democracias a las que quiere tumbar. Lo ha hecho en Hungría, donde gobierna un títere del Kremlin empeñado en destruir la UE desde dentro; lo ha hecho en Bielorrusia, un país convertido en una provincia más bajo dominio del zar; y pretende hacer lo propio en otras naciones como Rumania, Bulgaria y la propia Ucrania, donde sueña con unas elecciones amañadas para deponer a Zelenski e infiltrar un caballo de Troya. En España, no lo olvidemos, el Kremlin también tiene sus agentes al frente de cierto partido de extrema derecha que en realidad funciona como una sucursal putinesca. Poco se está investigando la financiación rusa de proyectos ultras.
Artículos y libros ya han explorado el pasado de Trump y sus vínculos con la inteligencia soviética. En 2022, el periodista estadounidense Craig Unger publicó American Kompromat: How the KGB Cultivated Donald Trump, un ensayo en el que plantea que el presidente yanqui fue “moldeado a lo largo de cuarenta años como un activo ruso con ganas de esparcir propaganda antioccidental, algo muy celebrado en Moscú”. Cuatro años antes, en 2018, Unger había publicado otro trabajo de temática similar, House of Trump, House of Putin, que airea los presuntos contactos del millonario de Palm Beach con la mafia rusa. Unger llega a citar a Yuri Shvets, un antiguo agente de la Inteligencia soviética destinado en Estados Unidos, donde trabajó como corresponsal de la agencia TASS. Sin olvidar el libro de Luke Harding, un periodista británico que en 2021 publicó Collusion: Secret Meetings, Dirty Money, and How Russia Helped Donald Trump Win, donde se habla de un ejército de quintacolumnistas rusos conspirando en suelo americano. Y luego nos preguntamos cómo pudo ocurrir el golpe de Estado del asalto al Capitolio. Conviene no olvidar cuál es la explicación más lógica para el disparatado y absurdo vuelco que ha dado el nuevo orden mundial: que Trump sea la mano que mece la cuna de Putin en todo Occidente. Al final, Rusia le ha ganado la guerra a Estados Unidos. Sin pegar un solo tiro y sin disparar un solo misil.