En un país que se enorgullece de su prosperidad, la política alimentaria se ha convertido en una nueva frontera de disputa ideológica. El Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP, por sus siglas en inglés), que durante décadas ha sido la red de seguridad más amplia contra el hambre en Estados Unidos, se encuentra en el centro de una contrarreforma que amenaza con redefinir su alcance. Con la guía recién publicada por el Departamento de Agricultura (USDA), comienza la implementación de la megaley aprobada en julio: un cambio estructural que reducirá la cobertura, impondrá nuevos costos administrativos y reconfigurará la relación entre Washington y los estados.
El rediseño no es menor. Según la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO), hasta 4 millones de personas perderán total o parcialmente sus beneficios en un mes cuando las disposiciones entren plenamente en vigor. Entre ellas figuran familias con niños, adultos mayores, veteranos y personas con discapacidad: exactamente las poblaciones que el SNAP se diseñó para proteger.
La pieza central de la reforma es la expansión del requisito laboral. Lo que antes era una medida marginal (limitada a adultos sanos sin hijos menores) se extiende ahora a mayores de 55 años, padres con hijos mayores de 14 y, de forma particularmente polémica, a colectivos hasta hace poco exentos por razones humanitarias, como veteranos de guerra y personas sin hogar.
La norma es sencilla y tajante: quienes no acrediten 20 horas de trabajo a la semana, o no califiquen para una exención, tendrán acceso al SNAP por solo tres meses en un período de tres años. En la práctica, 1,4 millones de personas perderán sus beneficios de forma regular. Los efectos se sentirán más allá de los individuos directamente afectados: en muchos hogares, los niños verán reducidas las prestaciones porque sus padres no logren superar la maraña burocrática.
Los trumpistas radicales argumentan que el requisito laboral incentivará la inserción en el mercado de trabajo. Sin embargo, según demuestran los datos oficiales históricos, este tipo de reglas rara vez aumentan el empleo, pero sí reducen el acceso a alimentos. Lo que Trump ha creado es un nuevo laberinto administrativo: estados obligados a monitorizar horas, emitir sanciones y gestionar apelaciones.
Hambre selectiva
La contrarreforma va más allá de los adultos en edad de trabajar. Muchos inmigrantes con residencia legal (incluidos refugiados, solicitantes de asilo y supervivientes de violencia de género) quedarán excluidos. Solo los ciudadanos, residentes permanentes y unos pocos grupos con estatus especial conservarán su derecho al SNAP. La CBO calcula que unas 90.000 personas perderán sus beneficios de forma inmediata. Es decir, comenzarán a sufrir el hambre.
A ello se suma un recorte técnico, pero significativo: la restricción de la Asignación Estándar de Servicios Públicos (SUA), que simplificaba el cálculo de gastos en servicios básicos. Al eliminarla para la mayoría de los hogares, el trumpismo ha introducido un nuevo obstáculo burocrático: cientos de miles de familias deberán presentar facturas detalladas de electricidad, gas o agua. Un error, un papel extraviado o un retraso bastarán para reducir la asistencia en hasta 100 dólares al mes.
El rediseño también altera las finanzas del federalismo. Por primera vez, los estados deberán cubrir parte de los costos de los beneficios, en función de su tasa de errores en los pagos. Entre el 5% y el 15% de los costos del SNAP podría trasladarse a los presupuestos estatales. Para California o Texas, la cifra se mide en miles de millones de dólares.
El incentivo es perverso: cuanto más restrictivo sea un estado en la admisión de solicitantes, menos riesgo de errores y, por ende, menos contribución financiera. Nada en la ley penaliza excluir a personas que sí cumplen con los requisitos. Al final, la búsqueda de eficiencia fiscal agravará la inseguridad alimentaria.
De forma inusual, la legislación no incluyó un cronograma claro de entrada en vigor. La guía del USDA tampoco disipa la incertidumbre. En algunos casos, las nuevas reglas aplican desde este otoño; en otros, a partir de 2027. Para los beneficiarios, la indefinición es más que un problema técnico: significa no saber si la próxima recertificación traerá consigo un recorte o la exclusión definitiva, es decir, el hambre.
Trump recupera la política del hambre
El SNAP ha sido, desde su creación en los años 60, un programa con apoyos bipartidistas. Pero en la última década se ha convertido en blanco recurrente de las guerras culturales. Para los republicanos, la reducción del SNAP simboliza la restauración de la responsabilidad individual y el control presupuestario. Para los demócratas y muchos expertos en pobreza, es un retroceso histórico que amenaza con agravar desigualdades en un país donde la inflación alimentaria aún no se disipa.
La contrarreforma, sin embargo, no es solo ideológica. Reordena incentivos fiscales y administrativos, traspasa riesgos a los estados y redefine quién merece asistencia en la América Donald Trump que, desde luego, no era, ni es, ni será grande otra vez. En un país con la economía más grande del mundo, la lucha por la comida en la mesa se convierte, una vez más, en el terreno donde se mide el alcance real de la solidaridad nacional.