El desencantado Zavalita (¿cuándo se nos jodió el Perú?); el joven Varguitas aspirante a escritor; el mesiánico revolucionario Antonio Conselheiro; el capitán Pantaleón Pantoja con su brigada de prostitutas “visitadoras”; el enamorado existencial Ricardo Somocurcio de Travesuras de la niña mala… El universo literario que nos deja Vargas Llosa es inmenso, eterno, universal. Hay quien dice que muere el Cervantes de nuestro tiempo, el Cervantes de la posmodernidad. Y razones no le faltan a esa teoría.
El legado literario del Nobel peruano irá creciendo con el tiempo, tal como suele ocurrir con los genios que traspasan las fronteras del espacio y el tiempo para instalarse en la eternidad. Solo García Márquez, con quien mantuvo una tormentosa relación en vida, puede disputarle el trono del Zeus de las letras en español. ¿Gabo o Mario? ¿Mario o Gabo? ¿Quién es el dios superior de la literatura contemporánea? Y la respuesta solo puede ser otra pregunta: ¿por qué elegir? ¿Mozart o Bach? ¿Beatles o Rolling? ¿Spielberg o Scorsese? ¿Bugs Bunny o el pato Lucas? Gabo tejió lo cotidiano con lo fantástico, dando lugar a ese realismo mágico y sobrenatural que ha fascinado a millones de lectores en todo el mundo. Vargas Llosa es mucho más racional, más estructurado, más cirujano de la realidad descarnada, del drama de la dictadura bananera, del poder y la corrupta condición humana. El idealista frente al racionalista; el mago frente al científico del lenguaje; el poeta frente al hombre inmerso en la realidad.
Dos gigantes condenados a vivir en la misma época estaban llamados a rivalizar por el título de emperador de las letras. Y el duelo llegó aquel día de 1976, cuando el peruano le soltó el célebre sopapo al colombiano, unos dicen que por un asunto sentimental llamado Patricia, otros que por algo más, por diferencias políticas y profesionales. Cuentan las crónicas que Gabo se acercó a Vargas amistosamente y con los brazos abiertos y que este, sin previo aviso, le propinó un directo en la cara que le dejó el ojo morado al autor de Cien años de soledad. En cualquier caso, aquel incidente novelesco (uno de los grandes misterios de la historia) fue el final de una amistad, además de una fractura insalvable en el movimiento del Boom Latinoamericano (la corriente terminó escindida en dos, entre gabrielistas y varguistas) y un punto de inflexión en el devenir del arte y la literatura.
Sea como fuere, el Vargas Llosa revolucionario y defensor de la dictadura castrista fue diluyéndose para dar paso al liberalote que en los últimos tiempos transfugó hacia posiciones cada vez más conservadoras. Entre aquel joven que formó parte de una célula comunista en la Universidad de San Marcos hasta la Convención Nacional del Partido Popular de 2021, donde mostró su lado más carca y reaccionario al sentenciar que lo importante en unas elecciones no es que haya libertad, sino “votar bien” (o sea, no votar a la izquierda podemita) hay una extraña evolución marcada, sin duda, por algún misterioso enigma que algún día será aclarado por los historiadores.
Mucho nos tememos que la verdadera biografía del Cervantes de nuestro tiempo está aún por desentrañar y por escribir. Desde esa infancia marcada por la mala relación con el padre, al que conoció con diez años, hasta su educación militar y religiosa de la que renegaría después (él mismo confesó abusos sexuales de un clérigo), pasando por sus problemas con las mujeres (fue pareja de su tía política, de su prima y de una diva del colorín como la Preysler con la que no pegaba ni con cola), muchos aspectos de la vida del Nobel, que probablemente han marcado su deserción de la izquierda para echarse en brazos de la derecha, siguen siendo un arcano. Buena parte de sus lectores y fans, que lo leían con fruición, arrinconaron o tiraron sus libros a la basura cuando el autor se metió en política para enfrentarse al plan socialista de Alan García con su nacionalización de la banca y el control estatal de precios. Y otro buen puñado de desencantados terminó por echarle las cruces al maestro cuando, en medio del vendaval revolucionario del procés, encabezó el manifiesto Libres e Iguales contra el independentismo catalán. Nunca debió haberse bajado al barro de ese circo. La izquierda jamás le perdonó y terminó juzgando la obra del artista por la obra del hombre, otro gran pecado de los tiempos frívolos que nos han tocado vivir.
Un genio del arte es solo alguien con ciertas habilidades, pero con sus vicios y virtudes. No un ser infalible, ni una deidad, ni mucho menos un mesías llegado para extirpar los males del mundo o un caudillo de causas perdidas. Sería absurdo, además de estúpido, juzgar al escritor por sus hechos y no por sus textos. Varias generaciones han crecido leyendo a este monstruo de las letras a la altura de Dickens, Kafka, Dostoyevski o Proust. Y seguirán haciéndolo en el futuro, cuando el tiempo borre los errores del mortal y los efímeros titulares de prensa. Dentro de un siglo, si es que sigue habiendo libros, las bibliotecas exhibirán las novelas de Vargas en las estanterías preferentes y pocos albergarán ya ese sentimiento de absurda aversión, rencilla ideológica o resentimiento cainita con el que se le trata, sobre todo en las escombreras humanas de las redes sociales, donde muchos arremeten contra él como el Anticristo de la izquierda pese a que no han leído ni uno solo de sus libros (el cuñadismo político hater suele ir de la mano de la ignorancia cultural). Entonces, en ese futuro más próximo que lejano, nos quedarán las historias inmortales de Vargas Llosa, sus personajes prodigiosos, su universo de ficción literaria y esa forma magistral de jugar con el idioma castellano, que él, como muy pocos, elevó a la categoría de arte único y monumental. Porque en el mundo posmoderno de hoy cualquier mindundi, friqui, influencer, mocatriz, petarda o manzanillo tiene una novela. Pero pasar a la posteridad, lo que se dice pasar, pasará un puñado de elegidos como siempre ocurrió. Ese Olimpo inalcanzable está reservado para don Mario y cuatro más.