Un jurado federal de Nueva York ha declarado culpable a Donald Trump de abusar sexualmente de la escritora Elizabeth Jean Carroll. Este es el hombre que quiere presentarse a la reelección en las presidenciales de 2024. ¿Creen ustedes que esta horrible mancha en el expediente personal y político del magnate neoyorquino le provocará un ramalazo de decencia hasta hacerle desistir de volver a presentarse como candidato? Ni de coña, tiene jeta para eso y para mucho más. ¿Acaso esta sentencia hará reflexionar a las masas hasta retirarle el apoyo en las urnas? Para nada. Al contrario, sus huestes lo venerarán aún más si cabe.
Sin duda, el líder republicano volverá a presentarse ante el votante como un mártir acosado por el fiscal general del Estado. Convencerá a los suyos (y a buena parte de los no suyos) de que el país ha caído en manos de una mafia roja bolchevique que va a por él y a por todos los que piensen como él (la famosa caza de brujas organizada por los comunistas), ganando otra vez la batalla del relato, esa especie de mundo al revés que el trumpismo sabe construir tan habilidosamente. Aunque cueste entenderlo y reconocerlo, la condena por violación lo hará más fuerte, más popular, más poderoso entre su electorado.
Así están las cosas en la primera potencia del planeta. Más de sesenta millones de personas quieren un presidente corrupto, ladrón y violador en la Casa Blanca. ¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo ha podido caer Estados Unidos, antes faro de Occidente y del mundo libre, en semejante decadencia y niveles de degradación? Hay numerosas causas y factores. Pero, de entrada, es evidente que si el ciudadano de una democracia del siglo XXI está apostando por un personaje como Trump (vulgar, mentiroso, narcisista, xenófobo y machista) es porque se ve reflejado en él, reconocido en él, representado por él. Las sociedades occidentales se han corrompido moralmente en las últimas décadas. El capitalismo salvaje es un Gran Satán que ha convertido a los ciudadanos en niños malcriados, neurotizados, débiles mentales. El único que saca partido del capitalismo es el estafador, y se hace millonario enseguida, ya lo dijo John Dos Passos. A partir de esa premisa, de ese dogma económico, ancha es Castilla. El afortunado tocado por la varita mágica del pelotazo vive a cuerpo de rey; el resto mira, babea y sueña con ser como él. Y si el perfil que triunfa, el gran referente, es un tipo con gafas negras, maletín y sonrisa mefistofélica, no esperemos una sociedad sana formada por individuos honrados y honestos. Lucifer tocará la flauta y las ratas le seguirán ciegamente como un solo hombre.
Hace tiempo que las masas transitaron desde la revolución marxista (derrotada a finales del siglo XX) hasta el centro comercial, con el consiguiente aborregamiento o anestesia política. En realidad, ambos modelos han fracasado estrepitosamente. Bajo el capitalismo, el hombre explota al hombre; bajo el comunismo, es justo al contrario, eso lo sabemos por John Kenneth Galbraith. Lo que estamos viviendo son los últimos estertores o coletazos de un modelo productivo descontrolado: la moribunda y fallida sociedad de consumo. El castillo de naipes se nos ha venido irremediablemente abajo entre cambios climáticos, pánicos financieros, corrupción política, robotización, quiebra del Estado de bienestar, paro, desigualdades sociales, clínicas repletas de enfermos mentales y adoración del dinero, la última religión del ser humano. La cultura ya no apasiona a nadie y se convierte en un artículo más del escaparate. El deporte no redime al personal, es pura rutina. Y las clínicas de belleza, que proliferan por doquier por la fiebre del culto al cuerpo, son ilusiones ópticas más bien efímeras. Recordemos a Adorno: mientras el individuo desaparece frente al aparato al que sirve, este le provee mejor que nunca.
En ese escenario convulso surgen los maestros de ceremonias del apocalipsis que cantan, bailan y eructan, ebrios de poder, sobre las ruinas de la democracia. Tipos fatuos y amorales que desentonan en el acto final de la dramática función. Tipos cansados de comer caviar con champán. Faltones prepotentes sin educación ni escrúpulos criados en la tumbona, a la sombra de la palmera junto a la piscina. No están aquí para resolver nada, solo para divertirse, reírse de todo y de todos y echarse unas canitas al aire, como hace Trump cuando agarra impunemente a las mujeres por sus partes íntimas.
Los seguidores de esta escuela de gran depravación moral, los Bolsonaro, Orbán, Le Pen, Berlusconi y Putin podrían ser considerados los nuevos líderes de una especie de nuevo fascismo posmoderno, pero en realidad no son más que los bufones de una corte globalizante de viciosos hartos de todo, de llenar la cesta de la compra cada fin de semana, del utilitario para proletas, de los treinta días de vacaciones que no dan para más, del partido del domingo con birra en la televisión de pago, de una paguilla de jubilación raquítica y de una democracia de baja estofa. Votan a gente como Donald Trump porque ya no se aguantan ni ellos mismos. Votan autoritarismo por puro aburrimiento y por falta de motivación en la vida. Siguen al amado líder de la secta del tedio que les da lo que ellos necesitan: excitante patriotismo, violencia incontenida, rabia, odio al diferente y la promesa de una falsa libertad después una vida de fracaso y alienación.
Tras el veredicto contra Trump, el juez Lewis Kaplan, que es quien lo ha condenado por acosador, ha disuelto el jurado lanzando a sus miembros una inquietante sugerencia: “Mi consejo para ustedes es que no se identifiquen”. No nos engañemos más. La democracia liberal ha muerto. Hemos entrado en la última fase de una extraña pesadilla de la que no podemos despertar.