Primero desclasaron a las masas, aborregándolas con pan, circo y absurdos programas de televisión basura; más tarde las polarizaron en dos bandos irreconciliables y enfrentados a golpe de tuit; y ya nos encontramos en la última fase del macabro proceso: convertir al pueblo es una legión de rabiosos, indolentes y desafectos con la democracia.
El proceso de ultraderechización de España, perfectamente integrado en el guion de la nueva Internacional fascista, sigue su curso lento pero imparable. A veces los analistas de la izquierda (ya van quedando pocos) tratan de tranquilizarnos vendiéndonos la idea de que nuestro país es un oasis de estabilidad democrática en medio del vendaval ultra que recorre Europa. No es cierto. Es un error caer en ese espejismo mezcla de nostalgia por un tiempo pasado que ya no es, de autoengaño y de fe inútil en un sistema que empieza a hacer aguas por los cuatro costados. Los totalitarios avanzan en todo el viejo continente y al igual que el francés vota Le Pen, el italiano Meloni y el alemán al nuevo partido nazi, llegará un día en que veremos a un nuevo franquito instalado en la Moncloa. Es solo cuestión de tiempo.
Hoy lunes, los últimos sondeos nos dan nuevos síntomas de que el enfermo, o sea la democracia, empeora por momentos. Tal como ya dijimos días atrás en esta misma columna –y no es que seamos más listos que otros ni pitonisos, era algo que se veía venir–, un rabioso monstruo de barro, un endriago verde, emerge con fuerza entre las devastadas tierras de L’Horta Sud: Vox. La formación de Santiago Abascal se dispara en las encuestas pasando, ni más ni menos, que de 12 puntos a 16 en la intención de voto de los consultados. Es evidente que el populismo ultra, la demagogia barata propalada por los juglares del nuevo fascismo electrónico, el bulo y la desinformación –bajo el eslogan Només el poble salva al poble y la falsa idea de que padecemos la inoperancia de un Estado fallido–, han arraigado con fuerza, mientras que el PP de Carlos Mazón se desploma y paga la nefasta gestión durante la crisis climática.
El hombre que se fue de comilonas al Ventorro con una señora, cuando sus paisanos se ahogaban por cientos, sufre el coste en los sondeos (pierde hasta cuatro puntos y medio), lo cual demuestra la desastrosa estrategia de Feijóo. El gallego ha apoyado en todo momento al capitán botarate, tratando de darle, en vano, una segunda vida política. Pero el plan del jefe de los populares ha sido suicida desde el primer instante, tal como confirman los números, las matemáticas, las estadísticas sociológicas. No hacía falta ser un lince para entender que cuando 130.000 valencianos se echan a la calle cada fin de semana al grito de Mazón dimisión, Mazón a prisión, es que algo no iba bien. Era una locura tratar de defender a toda costa al inepto president de la Generalitat, esconder la cabeza debajo del ala y echarle el muerto a la ministra Ribera, a la AEMET, a la Confederación Hidrográfica y hasta a la UME, cuyos sacrificados soldados no han hecho más que intentar salvar la mayor cantidad posible de vidas humanas. Que esa táctica aberrante del pollo sin cabeza era una absurda huida hacia el abismo lo veía hasta un ciego. Todos en el partido lo sabían, todos se temían lo peor, todos menos Feijóo. El silencio de Ayuso a lo largo de este trágico episodio, dejando que el supuesto líder se hundiera en el lodo valenciano, cada día un poco más, fue ciertamente elocuente.
El roto o descosido que deja la dana empieza a ser un grave problema interno, no solo para el PP valenciano, también para el PP nacional. Al amarrarse al palo mayor junto a Mazón (un cadáver que apesta como el hedor emanado de los sótanos enfangados de Valencia), Feijóo no ha hecho más que hacer embarrancar a su navío e insuflar aire a las velas del barco ultra, que navega viento en popa. Génova, mes y pico después del 29-O, parece entender, por fin, que por el camino del negacionismo no va a ninguna parte, más que al vertedero de la historia, y en los últimos días está tratando de recoger cable, buscando un recambio para el incompetente molt honorable, quizá el presidente de la Diputación de Valencia, Vicent Mompó. El nuevo delfín le ha confesado a Gonzo, en el programa Salvados, que Mazón cometió graves errores el día de la infamia, aunque quizá ya sea tarde para casi todo. El daño está hecho y mucho votante asqueado con el PP ya solo vive para que llegue el día de las próximas elecciones autonómicas y echar la papeleta de Vox, el voto de castigo, en la urna.
El fenómeno del auge del fascismo posmoderno en toda Europa no se entiende sin la crisis de identidad de la derecha clásica. El Partido Popular vive en la constante encrucijada (más bien la ficción) entre aspirar a ser un partido de centro moderado y el golpe de mano ayusista, que impone un giro duro falangizante. El valenciano que se ha quedado sin nada, sin casa, sin coche y sin un futuro, ve a Mazón en la tele (junto a su guiñol que le sirve de parapeto, el general Gan Pampols) y se lo llevan los demonios, se le quema la sangre solo de pensar que ese señor estaba dándose al filete caro cuando su deber era estar en el Cecopi y apretar el botón de la alerta roja, ese que hubiese servido para salvar 215 vidas en la Comunitat Valenciana.
Obviamente, todo el descontento social no lo iba a rentabilizar Pedro Sánchez, que también sale mal parado de la crisis, siquiera como daño colateral. Los valencianos aprueban al Rey Felipe VI y todo lo más a Óscar Puente, que ha sabido leer el momento, remangarse y trabajarse en tiempo récord la reconstrucción del ferrocarril y las carreteras. La riada se lleva por delante el bipartidismo y aunque los socialistas suben punto y medio en las encuestas, salvando los muebles, es Vox quien demuestra, una vez más, aquello de que a río revuelto ganancia de pescadores. El fascismo vive de la rabia contra el sistema. Y en Valencia hay rabia para aburrir. Más que barro.