La venganza de los analógicos

Durante diez horas, el tiempo que duró el apagón, el mundo digital se vino abajo mientras que lo analógico resistió

30 de Abril de 2025
Actualizado a las 12:52h
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El apagón provocó el caos en estaciones y aeropuertos.
El apagón provocó el caos en estaciones y aeropuertos.

El gran apagón de España ha servido para recuperar, aunque solo sea por unas horas, el mundo de ayer. Las nuevas generaciones, sobre todo los más jóvenes, han aprendido que, sin corriente eléctrica, el teléfono móvil (ese oráculo idolatrado como un fetiche o divinidad infalible) no es más que un trozo de plástico inservible.

A las 12.33, el país entero quedó sin luz. Más de cuarenta y ocho millones de españoles a oscuras. Y la cabeza de muchos petó. No fueron solo unos pocos los que se vieron irremediablemente perdidos, indefensos, como un bebé en medio de la jungla y a merced del peligro. ¿Qué hacer sin toquetear la pantallita con la yema del dedo, esa afición tan onanista y adictiva de los posmodernos occidentales? ¿Cómo vivir sin poder subir a las redes sociales la foto del día con la sonrisa afectada y el consabido “aquí, sufriendo” para dar envidia al personal? Era el final. Nada tenía sentido.

Muchos quedaron noqueados, deprimidos, como ese yonqui con el mono que no puede pasar sin su dosis cotidiana. Una maldita pesadilla. La edad digital se derrumbaba como el Imperio Romano, mientras retornaba súbitamente la edad analógica. Alguno que otro incluso se planteó pedir cita urgente con su psicoanalista, consciente de que le sería imposible adaptarse para superar la situación.

En lo que duró la crisis de electricidad, más de un boomer salió al balcón y le hizo un corte de mangas a esta sociedad tecnologizada, una venganza tras años de dictadura cibernética del 5G, de estafas en Internet, de incomprensibles garabatos de neón y de puteo de la banca on line. Fueron seis horas de libertad para esos cuantos millones de veteranos que venían de la chaqueta con hombreras, del vinilo y de la movida de los ochenta. Estos, con sus nostálgicas radios sacadas de un museo arqueológico, y escuchando las noticias como nuestros abuelos escuchaban el parte de guerra, estaban perfectamente preparados para sobrevivir en la nueva era posapocalíptica. Los otros, los que no saben subsistir fuera de la realidad virtual, o sin tragarse el bulo del día en la red social de Elon Musk, o sin ponerle un like a su gurú o influencer favorita, estaban sentenciados sin remedio. Por momentos, a muchos les recorrió un escalofrío en todo el cuerpo, el provocado por el temor a que el gran apagón durara ya para siempre y regresáramos otra vez al período analógico de la historia con sus teléfonos con cables y sus fiables periódicos del kiosco, que para ellos deben ser los papiros del Mar Muerto

Para los posmodernos digitalizados, un libro es algo así como un fósil de la Edad de Piedra, pero ayer aprendieron que cuando falla el podcast y Youtube porque se va la luz, no queda otra que volver al papel. Y es ahí cuando el destino caprichoso desata una inesperada revolución y vuelve a colocar al culto y complejo ser analógico de antes en la cúspide de la pirámide social y al ser digital que piensa binariamente, con unos y ceros, en blanco o negro sin matices, polarizado, abajo en la base. Buena parte de lo que estamos viviendo hoy, el ascenso de la extrema derecha y la crisis de las democracias, tiene mucho que ver con el analfabetismo de los que se apartaron de la cultura del mundo de ayer para abrazarse al fascio del algoritmo y comunicarse esquemáticamente, con gruñidos, en 140 caracteres, como un marciano deshumanizado.

El ciudadano posmoderno tiene totalmente interiorizado el modo de vida digital. Tanto, que no puede pasar sin el aparatito. El homo ha dejado de ser sapiens para transformarse en tecnologicus. Estamos atravesados, no ya por el lenguaje, como decía Wittgenstein, sino por la máquina. Y cuando el sistema, la red o el Matrix se viene abajo, desmantelando la tramoya y dejándonos en pelotas como el primate que somos, la mayoría sufre. Muchos jóvenes y adolescentes descubrieron ayer lo que era una pila, ese pequeño artilugio que conectado a un transistor permite conectarse con el exterior. Fue toda una lección de vida, una cura de humildad, un hostión en toda regla para esos bravucones sabelotodo de Google que, aplicando su frívola tabla de valores, creen que lo viejo es malo y lo nuevo, bueno. Pues no. Cuando falla Internet (y fallará más veces) quedan las ondas de la radio para transmitir las noticas, las antenas con sus voces humanas indestructibles ante la caída de la red energética, ya sea por una avería nunca antes vista (la causa más probable del apagón) o por un ataque de los piratas del Kremlin (a esa hipótesis remota se aferra nuestro querido presidente para salir airoso de esta nueva chapuza nacional). Durante el 11M, Aznar quiso darnos el tocomocho de que había sido ETA; ahora el premier socialista se empeña en que ha sido Putin, en la falsa creencia de que así pierde Abascal (y por extensión Feijóo) mientras que él gana.

Nunca las desgracias vienen solas. De todo se aprende. Las malas experiencias son las que enseñan las cosas importantes de la vida y el apagón del lunes, con sus semáforos enloquecidos, sus ascensores como trampas mortales y sus neveras repletas de alimentos podridos, llega cargado de enseñanzas. La primera, y más importante, que la modernidad con el sueño de la tecnología que produce monstruos no siempre es sinónimo de placentera felicidad, sino más bien el preludio de terribles pesadillas. Fueron diez horas de maravilloso regreso al pasado, a la gente comunicándose cara a cara en la calle, al vecino preocupándose por su prójimo, a la voz del locutor de radio contándonos las noticias a pie de calle mientras al otro lado el oyente le daba al motor de la imaginación. Esa fuerza prodigiosa que se nos está agotando a fuerza de falsas pantallas, el black mirror que nos construye la realidad tal como otros quieren que la veamos.

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