En cierta ocasión, no hace mucho, Macarena Olona anunció que la próxima víctima a la que Abascal decapitaría políticamente sería Rocío Monasterio. Hoy se ha cumplido la profecía y la purgada ha entregado su acta de diputada en un último gesto de coherencia (quizá el único que ha tenido en su corta pero trepidante carrera política, nunca es tarde).
Monasterio, con su sonrisa taimada de señorita Rottenmeier azote de la izquierda, vuelve a la actividad privada en el sector inmobiliario (de donde nunca debió haber salido), para construir “más vivienda” que Ayuso, según ironiza ella misma lanzándole el último dardo a la diva de Chamberí. Ella y su defenestrado esposo Espinosa de los Monteros formaban eso que se ha dado en llamar “el ala liberal” de Vox. En realidad, en ese partido hay pocos liberales, son más bien nostálgicos del régimen anterior, pero aceptemos pulpo como animal de compañía. Su cese estaba cantado tras el de su marido. Los malos resultados electorales (Vox es el único partido ultra de toda Europa que no termina de despegar), las purgas regionales, los escandalillos de corrupción (financiación de un banco de Orbán) y sobre todo la irrupción de Alvise Pérez, que le está comiendo la tostada a los voxistas, habían hecho saltar todas las alarmas en el partido neofranquista. La directiva tenía que hacer rodar cabezas y, tal como suele ocurrir en estos casos, los presuntos moderados han sido los primeros en caer. En los partidos emergentes (que hoy brotan como setas, aunque duran menos que un telediario) suele cumplirse una máxima: el caudillo resiste, los de abajo pringan. En este caso, además, se añade la animadversión que había entre el jefe y la familia purgada. Abascal y Espinosa, con su estilo dandi estirado y sus tics de derechita cobarde, nunca han hecho buenas migas. No estuvo acertado el fundador Vidal-Quadras cuando creyó que subir al mismo carruaje a un legionario pecho palomo y a un señorito decimonónico podría funcionar.
Vox es un proyecto claramente a la baja, por mucho que en algunos sondeos suba unas décimas, en función de cómo esté el grado de cabreo social del país. El trumpismo hispano ha pinchado en hueso, y no será que no contó con apoyo exterior (hasta el maestro Bannon les dio un curso exprés de odio acelerado). Pero ni por esas. Mientras los herederos de las SS pillan su cacho de poder en Alemania, mientras Meloni triunfa en Italia y los Le Pen se sientan a la mesa para comerse las sobras del macronismo, aquí los hijos del franquismo influyen en cuatro ayuntamientos y poco más. Hasta hace poco podían presumir de figurar en los gobiernos regionales (gracias al PP, que les abrió la puerta de las instituciones), pero ya ni eso. En un calentón a la española, un sujétame el cubata, el amado líder rompió todo tipo de pacto con Feijóo y prefirió quedarse en la intrascendencia política. A tomar por retambufa los bifachitos y viva España. Todo muy inteligente.
Hoy la noche de los cuchillos largos prosigue, las guillotinas funcionan a pleno rendimiento y los cadáveres políticos ruedan por doquier. Ahora le ha tocado el turno a la Monasterio, que no es que fuese Margaret Thatcher precisamente, pero entre la recua de cabezas simples, fanáticos, matones, porteros de discoteca metidos a estadistas, maltratadores de sus mujeres y nazis de medio pelo que forman parte del partido, transmitía una imagen de cierta seriedad. La señora, con ese aire de marquesona del barrio de Salamanca, era de las pocas que daban el pego en el partido. Y van y se la cargan. Lo cual demuestra que Vox no se mueve por estrategias ni por cálculos más o menos razonables. Aquello es una balsa de pirañas temperamentales que se muerden unas a otras y a la gresca continua. No deja de tener su aquel que un partido nacido para garantizar la unidad de España no sea capaz de mantener la unidad ni en su propio patio trasero. Paradojas de este mundo de posverdad en el que vivimos.
En cualquier caso, a la Monasterio la han aparcado o recluido en el ídem de la política, como a una monja clarisa cismática de la vida. El hombre elegido para sustituirla es José Antonio Fúster, a quien las fuentes parlamentarias califican como “un duro” (lo cual no es decir mucho, la verdad, ya hemos dicho antes que en ese mundo no hay hermanitas de la caridad). JAF llega con la misión de recomponer el proyecto en Madrid, roto por las purgas y luchas internas, y para tratar de erosionar el ayusismo. En esa tarea lo tiene más bien negro, ya que la lideresa castiza está más fuerte que nunca desde que ha resucitado a ETA. Puede que Fúster logre recuperar a alguna que otra ardilla rebotada que se largó con Se Acabó la Fiesta, ahora que el partido de Alvise se ve acorralado en la Audiencia Nacional por el caso de las estafas piramidales, pero serán pocas. El escenario que se le abre a Abascal es cada vez más incierto. En Europa coqueteando con los neonazis de Alternativa (qué feo) y con los bancos de Putin y Orbán; en España sin que le compren los ajos, como diría el gran Pepe Sacristán. Fueron demasiados años de franquismo, la dictadura sigue estando fresca y reciente, y a muchos españoles aún les dan arcadas los cantos de sirena posfacistas. Ahora el caudillo de Bilbao ha emprendido una enloquecida y paranoica cruzada contra los suyos, contra su gente, cortando cabezas sin ton ni son y sin dejar títere. Pronto mirará a su alrededor, como un dictador solo y huraño, y caerá en la cuenta de que ya no le quedan cuadros. Entonces comprobará con estupor que Vox no es nada, solo él y nadie más que él.