Tenemos un problema de racismo en España, dicen los expertos llevándose las manos a la cabeza por la última salvaje persecución contra Vinicius. Tenemos un problema de fascismo, habría que añadir. Y más aún, tenemos un grave problema de salud mental, ya que las ideologías supremacistas están íntimamente relacionadas con trastornos de la psique humana. No lo decimos nosotros. El problema está identificado y estudiado desde que el terapeuta estadounidense Albert Ellis, padre de la terapia emotivo conductual, desvelara esa conexión entre xenofobia y alteraciones de la mente allá por los años cincuenta del pasado siglo.
Ellis llegó a esa conclusión tras comprobar que el racismo no deja de ser un complejo mecanismo formado por prejuicios que surgen por consenso de unos determinados grupos sociales que tratan de dominar a otros. Los ideólogos de estas descabelladas teorías propalan bulos y falsedades sobre otras razas a las que consideran inferiores genética, económica o culturalmente. Se odia al negro porque se le considera poco menos que un primate o mono. Se denigra al musulmán o al judío porque profesa una religión diferente. Se rechaza al tercermundista porque es pobre. En el fondo hablamos de errores cerebrales en el procesamiento de la información, de alteraciones de la mente que, según Ellis y sus seguidores de la escuela cognitiva, son difíciles de eliminar y terminan arrastrando al racista a una realidad deformada, a una distorsión de la percepción, a una imposibilidad física y emocional para lograr cualquier tipo de juicio racional. En la mente del racista, la ilógica acaba imponiéndose sobre la razón. Lo subjetivo fanatizado sobre el mundo real.
Esa distorsión cognitiva es la que lleva a un racista a convertir lo que debería ser una tranquila tarde de domingo en un estadio de fútbol en una violenta guerra contra el otro, contra el diferente a él o a su grupo social, contra un enemigo ficticio que él mismo ha creado de la nada en su cerebro.
Con frecuencia escuchamos ese tópico de que en pleno siglo XXI resulta incomprensible que siga existiendo este fenómeno atávico y primario. Sin embargo, como malformación de la mente, como cáncer mental, el mal ha existido siempre, existe y existirá. El concepto de raza superior es tan antiguo como el propio ser humano. Probablemente los griegos odiaban a los persas y viceversa; los romanos a los griegos; los visigodos a los musulmanes; los musulmanes a los hebreos y así hasta nuestros días. Los imperios han alimentado la idea de la etnia, casta o linaje como motor o combustible para la guerra, la conquista y la expansión de los imperios. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la nefasta ideología supremacista se asentó con el llamado “racismo científico” (una paradoja y un sarcasmo en sí mismo, ya que no hay nada que vaya más contra la ciencia que el odio a otro por el color de la piel). En 1853, el conde Gobineau, con su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, fundó el racismo como movimiento filosófico y político al afirmar que las civilizaciones entran en crisis por culpa de la degeneración racial, la mezcla, el mestizaje y la multiculturalidad. Solo la pureza de la sangre garantiza el éxito de una sociedad, decía el aristócrata francés. Desde entonces, la verborrea, el bulo y la paranoia delirante intelectualizada del racismo fue extendiéndose hasta su estallido final en forma de hornos crematorios en la Alemania nazi.
Hoy, la enfermedad retorna con fuerza espoleada por partidos políticos que han perdido el complejo y proclaman con orgullo su desorden psiquiátrico. El racismo en el fútbol es el síntoma de una neurosis mucho más grave y colectiva que anida en cada rincón del país. Tertulianos, políticos, periodistas y sociólogos organizan debates laberínticos donde dan vueltas al asunto sin que se solucione nada. Mano dura, hay que meter al Ku Klux Klan futbolístico en la cárcel, reclaman unos. Es preciso cerrar estadios, alegan otros. Que entre de oficio la Policía y la Fiscalía, coinciden todos. Lamentablemente, ya es tarde. Han sido demasiadas décadas de episodios vergonzosos impunes. Los insultos a Samuel Eto'o (“correré como un negro para vivir como un blanco”, llegó a decir con amarga ironía harto ya de persecuciones); el plátano de Dani Alves; los desprecios a los hermanos Williams. El listado de víctimas es interminable.
El Klan, la muchachada fanática y exaltada, se ha hecho fuerte en sus feudos futboleros ante la pasividad y la tolerancia de las directivas, de los gobiernos, de las autoridades policiales y judiciales. Los intolerantes, bien organizados en grupos y formaciones de corte fascista, han entendido que la democracia les da cancha libre, rienda suelta a su violencia exacerbada. Y ya no los pueden parar. Son miles, probablemente decenas de miles. Beben cerveza a raudales, pegan a sus mujeres antes del derbi, sienten asco del homosexual, acosan en manada a las adolescentes y votan a partidos nazis. El sistema se lo ha consentido todo a los chavales. En lugar de darles educación y clases de igualdad y civismo le dimos películas porno. En lugar de devolverles la memoria histórica arrebatada, para enseñarles que el racismo es un tren de la muerte que lleva a Auschwitz, los estupidizamos con ocio, placer, drogas y rock and roll. ¿Qué podemos hacer ahora con nuestros pequeños monstruos? ¿Dónde los recluimos, qué medicina les damos, qué inútil terapia de shock les administramos? Los hemos convertido en malvados drugos, como aquella pandilla de violadores y asesinos de La naranja mecánica. Niños hitlerianos sedientos de sesiones de ultraviolencia callejera los domingos por la tarde mientras su padres toman tranquilamente el té.