El cálido abrazo de Pedro Sánchez a Zelenski, tras la encerrona que Trump le preparó al presidente ucraniano en el Despacho Oval, quedará como un símbolo, una de esas imágenes icónicas para la historia. Los españoles saben bien lo que es sentirse abandonados por la comunidad internacional en el momento más dramático. Durante la Guerra Civil, con los ejércitos de Franco avanzando hasta las puertas de Madrid, las grandes potencias dieron la espalda a la Segunda República. Cada reunión que los ministros y embajadores republicanos mantenían con sus homólogos británicos y franceses para pedir armas con las que poder luchar contra el levantamiento fascista terminaba de la misma manera: con Londres y París dando largas, con los Blum y Chamberlain apelando al absurdo Comité de No Intervención y mirando para otro lado. La ensoñación de la inútil neutralidad, que de nada sirve cuando la locura del tirano arrastra al mundo a vientos de guerra.
Las democracias europeas cometieron el error de creer que si no soliviantaban demasiado a Hitler y a Mussolini –totalmente implicados en la contienda española hasta el punto de decantar la balanza de lado de Franco–, evitarían la Segunda Guerra Mundial. Churchill, siempre tan conservador, llegó a pensar que siempre sería mejor un general nacionalista que un revolucionario comunista en el Gobierno de Madrid. Eso le llevó a pronunciarse a favor del bando nacional, seguro de que era peor el fervor desorganizado de la izquierda que el ordenado terror de la derecha. “El fascismo confronta al comunismo. El espíritu y osadía de Mussolini y Hitler contra Trotsky y Béla Kun. Ninguna de las dos facciones representa nuestro concepto de civilización. Esta guerra no es cosa nuestra”, sentenció. Al final, fue moderando el discurso, primero pidiendo paz entre los españoles y finalmente reconociendo el grave error que habían cometido los políticos de su generación al no haber tomado parte por la causa de la libertad. Cuando ya era tarde, cuando las bombas de los fanáticos racistas caían sobre Londres, solo le quedó prometer al pueblo aquello de “sangre, sudor y lágrimas”.
Sin duda, nuestra sangrienta refriega no fue más que el laboratorio o banco de pruebas para el terrorífico armamento fascista y también el preámbulo de lo que estaba por venir: un infierno de proporciones gigantescas en todo el mundo. Hoy, Europa vuelve a encontrarse ante una nueva encrucijada de la historia. Ucrania recuerda mucho a aquella joven República Española a la que abandonaron miserablemente, unos países por miedo a la instauración del bolchevismo, otros por simpatía con el fascismo y la mayoría por miedo a verse salpicados por la guerra o por pura indiferencia, ya que a nadie le importaba aquel pequeño país atrasado, analfabeto y folclórico al sur de los Pirineos.
Todo eso lo sabe bien Pedro Sánchez, que con ese abrazo al hombre derrotado de Kiev nos ha colocado en el lado bueno de la historia. Qué diferente hubiese sido todo si en el 36 la sociedad de naciones le hubiese dado armas a los republicanos españoles para enfrentarse a la tiranía. Este país se ha equivocado tantas veces en el devenir de los tiempos que cuesta trabajo creer que no estemos otra vez en el bando equivocado, tomando partido por los regímenes más abyectos. Franco abrazó a Hitler en Hendaya; Sánchez arropa al invadido, al aniquilado, al exterminado. Lo normal, teniendo en cuenta la maldición española que nos ha perseguido siempre, es que nos hubiésemos situado de lado de Trump y Putin, las reencarnaciones de los fascistas de antaño. Por fortuna, en esta ocasión estamos alineados con Europa y junto a nuestros socios y amigos afrontaremos lo que nos depare el destino, el tremendo desafío que supone el renacer de los regímenes autoritarios de nuevo cuño.
Lo que hemos visto por televisión, la humillación y linchamiento moral que Trump y su panda de constructores mafiosos de Wall Street perpetraron con Zelenski, debe ser un aviso muy serio para Europa. Hoy es Ucrania la invadida y expoliada en sus preciadas tierras raras, mañana puede ser una República Báltica, Polonia, Moldavia o cualquier otra nación europea libre e independiente apetecida por el sátrapa de Moscú. Mientras tanto, la CIA podrá pensar en invadir México, tomar el Canal de Panamá o convertir Canadá en el estado 51 de USA. Un mundo otra vez reducido a dos bloques antagónicos, no ya ideológicos, sino como meras sucursales empresariales de oligarcas y grandes corporaciones. El trumpismo ha matado la política, ya todo es negocio puro, duro y desalmado.
Lo que ha hecho Trump al convertir el Despacho Oval en un cuadrilátero de wrestling catch, donde se apalea al más débil en una especie de macabro reality show, supone el entierro de facto del Derecho internacional y la instauración de la ley de la selva, de la ley del más fuerte. Un mundo sin reglas ni organizaciones supranacionales, un mundo donde el pez grande se come al chico impunemente. Los europeos no tenemos más opción que defendernos ante la agresión de quien pretende destruirnos. Nunca la falsa neutralidad estuvo menos justificada. En esa línea va el anuncio de Von der Leyen sobre el paquete de 800.000 millones de euros para rearmar a la UE frente a la amenaza real de Putin, a quien Trump ha dado luz verde para que aparque los tanques del Kremlin en París, si le apetece. El magnate neoyorquino está convencido de que, con una Europa dividida, disgregada y fragmentada, Estados Unidos cumplirá el delirio MAGA, Make America Great Again, que no deja de ser el España, una, grande y libre franquista en versión americana. Y a esa tarea ha puesto a trabajar a Elon Musk, su jefe de propaganda o Goebbels de las redes sociales, que va corroyendo por dentro, a fuerza de bulos y desinformación, las democracias liberales. El dueño de Tesla, con su altavoz neonazi X, es uno de los causantes de que AfD, el partido nostálgico del Tercer Reich, se haya situado como segunda fuerza política en Alemania. Que ese país, con sus antecedentes bélicos, vuelva a caer en la órbita del nazismo, resulta aterrador.
La prueba de que España está donde tiene que estar, con la UE y con Ucrania, es que los extremistas de Vox y Podemos echan espuma por la boca cada vez que oyen hablar de la creación de un Ejército europeo propio. Las dos Españas fanatizadas y residuales que se enfrentaron en la guerra civil y que, por fortuna, ya son historia.