Algunas razones no ideológicas por las que los ciudadanos rechazan a Pedro Sánchez

Pedro Sánchez es, quizá, el presidente del Gobierno más odiado en España desde la Transición, superando, incluso, a José María Aznar y las razones no son exclusivamente de confrontación ideológica

24 de Agosto de 2025
Actualizado el 25 de agosto
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Sanchez algunas razones

En política, como en el ajedrez, no solo importa la jugada, sino el momento en que se ejecuta. Una decisión tomada demasiado pronto puede desgastarse antes de dar frutos; una adoptada demasiado tarde puede perder todo su efecto. Marcar bien los tiempos es una de las claves fundamentales de la acción política contemporánea, en un escenario donde la inmediatez mediática y la presión de la opinión pública obligan a los dirigentes a equilibrar estrategia y oportunidad.

La historia reciente está plagada de ejemplos que muestran la trascendencia del tiempo en política. Desde elecciones anticipadas que dieron la victoria a líderes que parecían en declive, hasta reformas anunciadas fuera de sintonía con el humor social y que terminaron en fracaso. El calendario, más que un simple marco temporal, se convierte en un actor determinante.

Un error de calendario puede ser más grave que un error de contenido. Un mismo mensaje, si se lanza en plena crisis económica o en medio de un escándalo político, puede tener efectos radicalmente distintos.

Esa es una de las razones fundamentales del desprecio, del rechazo y del odio ciudadano hacia Pedro Sánchez: la toma de decisiones o la aplicación de medidas de manera extemporánea, cuando no tocaba porque, principalmente, la sociedad española aún no está preparada para asumirlas como normales.

El manejo de los tiempos no solo afecta a las grandes decisiones de Estado, sino también a la comunicación política. Un anuncio mal cronometrado puede opacar logros o intensificar críticas. Por eso, muchos gobiernos eligen aprobar medidas impopulares en periodos vacacionales o al final de una legislatura, confiando en que el impacto público será menor.

En contraste, las políticas de alto impacto social (aumentos de salarios, reformas educativas o planes de inversión) suelen presentarse en la antesala de procesos electorales, con el objetivo de maximizar el rédito político.

El caso español y la lección internacional

En España, la convocatoria de elecciones generales en 2019 por parte de Pedro Sánchez es un ejemplo de cómo una jugada temporal puede alterar el tablero político: el adelanto le permitió capitalizar la moción de censura a Mariano Rajoy antes de que se desgastara su gobierno. En sentido contrario, Mariano Rajoy pagó caro en 2004 la decisión de mantener elecciones en fecha tras los atentados del 11-M, sin ajustar la campaña al nuevo clima emocional.

A nivel internacional, Emmanuel Macron en Francia o Jair Bolsonaro en Brasil han demostrado cómo un discurso lanzado en el momento preciso puede amplificar la fuerza de un proyecto político.

No obstante, marcar mal los tiempos también tiene costes. Una reforma presentada sin maduración social puede detonar protestas masivas, como ocurrió en Chile con la revuelta de 2019 tras años de postergar cambios estructurales. En otros casos, la demora en dar respuestas (como en la gestión inicial de la pandemia de COVID-19 en varios países europeos) minó la credibilidad de gobiernos que reaccionaron tarde.

Política y percepción pública

En la era digital, el “tiempo político” se acelera. Lo que antes se medía en meses o semanas ahora se calcula en horas o incluso minutos. La velocidad con la que circulan las noticias obliga a los dirigentes a reaccionar casi en tiempo real, a riesgo de perder el control del relato.

Sin embargo, la prisa también puede ser enemiga de la estrategia. El político que solo reacciona al minuto corre el riesgo de ser rehén de la coyuntura. Marcar bien los tiempos significa saber esperar cuando todos piden una respuesta inmediata y saber adelantarse cuando nadie lo espera.

La política, en definitiva, es un juego de fondo donde el calendario no perdona. Las elecciones tienen fecha fija, los mercados reaccionan de inmediato y la ciudadanía juzga con rapidez. En ese terreno, el acierto no depende solo de qué se hace, sino de cuándo se hace.

La lección es clara: en política, el tiempo no es neutral. Puede ser un aliado estratégico o un enemigo implacable. Y quienes logran dominarlo, a menudo, son los que terminan escribiendo la historia.

Descentralización y plurinacionalidad

La descentralización política y el debate sobre la plurinacionalidad del Estado son dos de los asuntos más sensibles de la democracia española. Ambos han estado presentes desde la Transición, pero en los últimos años han adquirido un peso renovado en la agenda política. Mientras unos lo ven como un camino inevitable hacia un Estado más plural y representativo, otros advierten de los riesgos de avanzar demasiado rápido.

Especialistas en derecho constitucional y politólogos coinciden en que los procesos de reforma territorial requieren tiempos largos, consensos amplios y una gradualidad que permita asimilar los cambios. Acelerar la descentralización o implementar la plurinacionalidad sin una estrategia sólida puede generar fracturas difíciles de reparar.

Eso es lo que le ha pasado a Pedro Sánchez. Su afán por mantener el poder le ha llevado a tomar decisiones en el ámbito territorial que el pueblo no está preparado para aceptarlas. Frente a muchos siglos de centralidad y cuando el Estado autonómico aún no está totalmente cimentado en la mente ciudadana, las cesiones y pactos con el independentismo catalán y vasco, son un factor importante para generar ese desprecio del pueblo hacia Sánchez. Los acuerdos con ERC, Junts, PNV y EH-Bildu son política y constitucionalmente legítimos, de eso no debería caber ninguna duda, pero desde un punto de vista sociológico general un rechazo muy importante.

Cuando pocos años después del procés o de la actividad terrorista de ETA, se aprueban leyes de amnistía o indultos a los condenados por el referéndum ilegal de autodeterminación o la declaración unilateral de independencia de Cataluña, se genera un escenario de incomprensión, desafección que se focaliza en la figura de Pedro Sánchez. Y eso se produce por el mero hecho de que más del 75% de la ciudadanía no lo entiende porque para aplicar esos procesos de decisiones se hace necesario más tiempo en el que se aplique una pedagogía territorial que en España no se ha hecho jamás, ni siquiera cuando se instauró el Estado de las autonomías.

Esto enlaza con la cuestión de la España plurinacional. Este es uno de los tótems tradicionales de la izquierda. Acelerar ese proceso es traumático para el 75% de la ciudadanía española porque no se entiende que un país pueda estar compuesto de varias naciones. Mucho menos si ya se meten conceptos como federalización o confederalización. Esto, evidentemente, genera rechazo que es focalizado sobre la figura del presidente del Gobierno como responsable de la ruptura de la “unidad de España” (un mensaje que sigue calando en la población), lo que genera crispación y polarización. El pueblo entiende que España es diversa, que un extremeño no es igual que un aragonés o que un andaluz es la antítesis de un catalán. Sin embargo, llevar esas diferencias a la política territorial precisa de muchas décadas y de varias generaciones. Sánchez, por su necesidad política, no lo ha entendido y ha acelerado unos tiempos que han derivado en rechazo, desprecio y odio, ya no sólo contra él, sino contra todo lo que suene a progresismo.  

Una descentralización precipitada agrava la desigualdad entre comunidades autónomas. La transferencia acelerada de competencias, sin la infraestructura administrativa adecuada ni una financiación clara, amenaza con dejar a algunas regiones en desventaja frente a otras más desarrolladas.

Si no se prepara bien el terreno político y social, la plurinacionalidad puede convertirse en gasolina para los discursos más radicales, tanto independentistas como centralistas. Un movimiento en falso provoca justo lo contrario de lo que se busca: más conflicto en lugar de más reconocimiento. Eso es lo que está sucediendo ahora.

Además, los cambios rápidos en el modelo territorial también pueden afectar a la percepción de igualdad entre ciudadanos, tal y como está sucediendo con la “financiación singular” de Cataluña. Al percibirse que un territorios obtiene más privilegios que el resto, crece el malestar en regiones que se sienten relegadas. Esta fractura social deriva en un aumento del voto de protesta y en el fortalecimiento de partidos de extrema derecha que abogan por recentralizar competencias, generando un ciclo de inestabilidad política.

La política territorial apresurada también tiene consecuencias económicas. La incertidumbre sobre las competencias fiscales, la fragmentación del mercado interior y la falta de coordinación en infraestructuras estratégicas ahuyentan inversión extranjera y dificultan la gestión de fondos europeos.

El desafío para Sánchez no debería ser si avanzar hacia una mayor descentralización o si reconocer la plurinacionalidad, sino cómo y cuándo hacerlo. El problema está en que él no tiene tiempo y tiene que acelerar los plazos.

La precipitación sólo ha alimentado la desconfianza, la fragmentación y el conflicto. En política, como en la historia, los tiempos son tan importantes como las decisiones.

Pactos con el independentismo

Los pactos parlamentarios han permitido al Gobierno del PSOE mantenerse en el poder y sacar adelante medidas clave de la legislatura. Pero el precio político de los acuerdos con los partidos independentistas catalanes y con EH Bildu se percibe cada vez más en la calle como una traición. Más allá de la aritmética parlamentaria, los efectos negativos de estas alianzas se hacen visibles en la confianza ciudadana, en la cohesión social y en la percepción de igualdad entre territorios.

Uno de los efectos más inmediatos de los acuerdos ha sido el aumento de la polarización política. Para amplios sectores de la ciudadanía, el pacto con formaciones que cuestionan la unidad del Estado, como ERC o Junts, o con EH Bildu, con su vínculo histórico con el entorno de ETA, genera desprecio y odio hacia Pedro Sánchez.

Lo que sienten muchos ciudadanos es que se gobierna en función de los intereses de minorías que presionan desde la periferia, en lugar de pensar en el interés general, sobre todo en un momento de crisis en el que la buena salud de la macroeconomía no se plasma en el bienestar de las familias. Esa percepción ha alimentado un clima de crispación que repercute directamente en la vida pública.

Los pactos también han provocado malestar en comunidades que se sienten relegadas frente a las concesiones al independentismo catalán. La negociación de una eventual condonación de deuda a Cataluña o la cesión de nuevas competencias genera la sensación de que algunos territorios obtienen ventajas gracias a su capacidad de presión política.

Esto provoca que los ciudadanos en regiones como Castilla y León, Extremadura, Castilla-La Mancha, Aragón o Andalucía perciban que son tratados como de segunda categoría. La cohesión territorial se resiente cuando se instala la idea de que quien más presiona consigue más.

El pacto con EH Bildu, aunque centrado en acuerdos legislativos de ámbito social y laboral, ha generado un profundo malestar entre las víctimas del terrorismo y buena parte de la sociedad española que no olvida ni perdona. Para muchos ciudadanos, ver a un partido con raíces en el entorno de ETA participar en la gobernabilidad del país supone una herida abierta en términos de memoria y dignidad.

Las asociaciones de víctimas han advertido que este tipo de alianzas transmiten el mensaje de que la violencia del pasado queda relegada frente a la aritmética parlamentaria, lo que erosiona la confianza en las instituciones.

En conjunto, estas alianzas han contribuido a aumentar el escepticismo ciudadano hacia la política y, sobre todo, se focaliza en el desprecio y el odio hacia Pedro Sánchez. La idea de que los acuerdos responden más a la necesidad de asegurarse “el sillón” que al interés colectivo refuerza y alimenta el crecimiento de formaciones de la extrema derecha.

La encuesta del CIS y otros sondeos privados han reflejado un incremento en la percepción de “inestabilidad” y “desgaste institucional”, dos factores que impactan directamente en la confianza ciudadana en la democracia representativa.

El PSOE defiende que estos acuerdos son necesarios para garantizar la gobernabilidad en un Congreso fragmentado. Sin embargo, desde un punto de vista ciudadano, los efectos colaterales se traducen en mayor división social, tensiones territoriales y un debilitamiento de la confianza en las instituciones.

El problema no es tanto la necesidad de pactar, sino con quién se pacta y qué mensaje se envía a la ciudadanía. Sánchez no ha entendido esto y paga las consecuencias con el aislamiento porque es, quizá, el primer presidente que no puede pisar la calle sin recibir insultos.

Lo que predomina en la calle es la sensación de que la política nacional se juega en los despachos de la negociación basada en salvaguardar los intereses particulares de Pedro Sánchez, mientras los ciudadanos cargan con el peso de la desconfianza, la desigualdad y la polarización.

Ideología de género y feminismo

El movimiento feminista español, durante años referente en Europa por sus conquistas en igualdad y derechos, atraviesa una de sus mayores crisis internas. Lo que en las décadas de los 80 y 90 era un bloque relativamente cohesionado en torno a la lucha por la igualdad de oportunidades y contra la violencia machista, hoy aparece fracturado por la irrupción de la ideología de género y de las misóginas teorías queer.

Para muchas feministas, estos nuevos marcos teóricos no solo han desdibujado las prioridades del movimiento, sino que incluso han puesto en riesgo los avances logrados en ámbitos como la legislación, la visibilización de la violencia contra las mujeres o la protección de los espacios seguros.

Las principales críticas apuntan a que la centralidad del sujeto “mujer” ha quedado diluida. La teoría queer, que cuestiona las categorías de sexo y género como realidades estables, fue adoptada, con la aprobación de Pedro Sánchez, en parte de las políticas públicas impulsadas desde el Ministerio de Igualdad de Irene Montero. Esto ha generado la sensación de que la lucha feminista ya no se centra exclusivamente en las desigualdades estructurales que sufren las mujeres, sino en una amalgama de identidades que desplaza la agenda histórica.

Sánchez ha desvirtuado el feminismo. El sujeto político mujer ha desaparecido, y con él se debilita la capacidad de defender derechos específicos conquistados con mucho esfuerzo. Además, la imposición de la ideología de género ha provocado que avances de décadas en materia de feminismo se hayan tornado en rechazo por parte de la ciudadanía, sobre todo entre los más jóvenes que ya piensan que las políticas contra la violencia machista son un invento ideológico de la izquierda.  

La aprobación de la conocida como Ley Trans en 2023 evidenció la división. Mientras las asociaciones queer celebraban la libre autodeterminación de género como un avance, las organizaciones feministas denunciaban que esta norma abría la puerta a vaciar de contenido legal la categoría de “mujer”.

Otro punto de fricción ha sido la gestión de los espacios seguros para mujeres, como albergues para víctimas de violencia machista o competiciones deportivas femeninas. Las teorías queer defienden la inclusión total, mientras que el feminismo verdadero advierte que esto puede derivar en situaciones de vulnerabilidad para mujeres en contextos de riesgo o en desigualdades competitivas en el deporte.

Lo que las feministas verdaderas han conseguido durante décadas, como tener refugios donde las mujeres maltratadas puedan sentirse a salvo, se pone ahora en cuestión.

En el plano ciudadano, la consecuencia ha sido una polarización creciente. Parte de la sociedad percibe que las políticas de igualdad se han convertido en un campo de batalla ideológico, alejado de los problemas cotidianos de las mujeres: brecha salarial, precariedad laboral o conciliación familiar.

La división ha debilitado la fuerza del feminismo en la calle. Las marchas del 8M, antaño masivas y unitarias, hoy muestran fracturadas entre colectivos, con pancartas enfrentadas y discursos irreconciliables.

El resultado de esta pugna es un desgaste en la confianza social hacia el feminismo institucional. Encuestas recientes revelan que una parte significativa de la población percibe que las políticas de igualdad ya no representan a la mayoría de las mujeres, sino a intereses de minorías ideológicas.

La consecuencia, advierten analistas, puede ser un retroceso en la legitimidad de la agenda feminista, con el riesgo de que conquistas históricas pierdan apoyo ciudadano y queden en entredicho.

La gran incógnita es si, tras el destrozo provocado por Pedro Sánchez, el feminismo español será capaz de recomponer su unidad en torno a objetivos comunes o si la disputa entre el enfoque verdadero y el queer abrirá una brecha irreparable. Lo cierto es que, mientras el debate se enquista, la igualdad real sigue sin resolverse en ámbitos clave como el empleo, los cuidados o la representación política.

El dilema no es menor: en nombre de la diversidad, el feminismo podría estar perdiendo la claridad de su misión original. Y con ello, lo que está en juego no es solo un debate teórico, sino el futuro de millones de mujeres que aún esperan soluciones a problemas que, pese a todo, siguen vigentes.

Grandes anuncios, poca efectividad

En España, durante los distintos gobiernos de Pedro Sánchez, la política ha entrado en una dinámica donde los grandes anuncios y las leyes de alto impacto mediático marcan la agenda pública. Cada semana, el Parlamento o el Consejo de Ministros presentan proyectos que prometen transformar la vida de la ciudadanía: planes de vivienda, reformas educativas, leyes para proteger a las familias o medidas contra la inflación. Sin embargo, el recorrido de muchas de estas iniciativas se queda en los titulares. Lo que se aprueba en el Boletín Oficial del Estado rara vez se traduce en mejoras tangibles para los hogares, así se puede comprobar en las cifras de precariedad laboral y salarial o en los elevados niveles de pobreza, sobre todo la infantil.

El problema no es solo la brecha entre promesa y ejecución, sino el efecto emocional que genera en la ciudadanía que, finalmente, deriva en desprecio y odio hacia Sánchez. Cuando se anuncian leyes que garantizan vivienda asequible, pero después las familias siguen sin poder pagar el alquiler, lo que se produce es frustración y desconfianza en las instituciones.

Esto se puede comprobar en la Ley de Vivienda, que pretendía regular los precios en zonas tensionadas, aún no ha logrado frenar la escalada de los alquileres. También se verifica con la Reforma Laboral, que tenía como objetivo erradicar la precariedad y, sin embargo, se ha incrementado disfrazada de supuestos contratos indefinidos.

La proliferación de leyes con alto contenido simbólico, pero escasa implementación real, ha dado pie a un fenómeno bautizado como política de escaparate. El Gobierno lanza mensajes potentes para marcar perfil ideológico y ocupar espacio mediático, pero la ejecución se ralentiza por falta de medios, coordinación entre administraciones o resistencia burocrática.

Este desfase entre promesa y realidad erosiona la confianza de los ciudadanos y, sumado a otros factores, incrementa el desprecio y el odio hacia Sánchez. Encuestas recientes del CIS señalan que más del 70% de los españoles creen que los políticos “no cumplen lo que dicen” y que las leyes “sirven más para propaganda que para resolver problemas concretos”.

Las consecuencias van más allá de la percepción: afectan a la vida cotidiana. Familias que esperaban beneficiarse de ayudas a la conciliación descubren que los requisitos burocráticos son casi imposibles de cumplir. Jóvenes que confiaban en acceder a vivienda protegida ven cómo los plazos se dilatan durante años. Pensionistas a quienes se les prometió revalorización del poder adquisitivo sienten que la inflación erosiona mes a mes sus ingresos.

Lo que más duele no es solo que no se cumpla, sino que se juega con la esperanza de la gente. Anuncian, por ejemplo, guarderías gratis, pero luego no hay plazas suficientes. Eso es más frustrante que si no hubieran prometido nada.

La repetición de este patrón genera un efecto corrosivo. Los ciudadanos sienten que la política es un escenario de discursos y promesas, mientras que sus problemas diarios permanecen intactos. La política de titulares vacíos abre la puerta al auge del descontento y a la polarización.

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