No es ninguna novedad decir que la política está crispada y, evidentemente, eso contagia a toda la sociedad. No hay más que pasear por las calles, escuchar las conversaciones en los cafés o en los autobuses, para entender que existe una tremenda tensión. Habrá quien piense que eso es culpa de la ley de amnistía. No es cierto, la crispación viene de muchos años atrás y no es sólo responsabilidad de la derecha o de los ultras. La izquierda también ha puesto su grano de arena. La ley de amnistía es la chispa que ha hecho estallar lo que cualquier otra cosa lo hubiera hecho.
Sin embargo, esa crispación está derivando en un sectarismo en el que se niega la opinión discrepante si estás en un lado ideológico o en el otro. Esto está llevando a la situación en la que no se puede ser de izquierdas si se está en contra de la ley de amnistía o no se puede ser de derechas si se está a favor, porque esto está sucediendo.
Ese sectarismo está provocando un escenario muy peligroso, puesto que se está entrando en el territorio del discurso único propio de los regímenes autoritarios y eso está sucediendo tanto en la derecha como en la izquierda. Ese sectarismo pretende impedir el reconocimiento de la razón del adversario político cuando la tenga. Y eso está sucediendo con la ley de amnistía.
Las acusaciones de la derecha y de los ultras de que se rompe España no tienen ni pies ni cabeza. El problema está en las razones por las que se ha llegado a ese acuerdo. No ha sido una cuestión de desjudicialización del conflicto catalán, sino que la ley de amnistía nace de la necesidad de Pedro Sánchez para seguir siendo presidente. Los cambios de opinión son humanos, pero cuando se producen en el momento en el que existe un interés, entonces ya se transforman en otra cosa. Decir una cosa dos días antes de las elecciones y hacer la contraria tras el recuento sólo sería sostenible en el caso de una epifanía y a Pedro Sánchez no se la ha aparecido Jesucristo camino de Damasco.
La legitimidad como amenaza
El primer día del debate de investidura ha dejado un elemento muy preocupante que ha pasado desapercibido y es la utilización de Vox, a través de su presidente, de la legitimidad como elemento de amenaza.
La legitimidad es un término de interpretación subjetiva, puesto que cada cual puede legitimar o no lo que le venga en gana, más allá de lo que puedan decir las leyes. Por ejemplo, Israel considera legítima su política de extermino del pueblo palestino, por más que viole el derecho internacional. En España, la extrema derecha negó al gobierno de Pedro Sánchez esa legitimidad por pactar con Podemos, los partidos nacionalistas y las formaciones soberanistas.
Ayer, Santiago Abascal afirmó que «nuestro compromiso es firme y no les tenemos miedo, ya que están dispuestos a cualquier cosa. Ponen en la calle a violadores y criminales de cualquier tipo, no estarán muy lejos de meter en la cárcel a inocentes por mantener el puesto. Vamos a utilizar todos los medios legítimos para oponernos a este golpe, por supuesto, en la calle. Hemos instado al Senado a ilegalizar de los partidos Junts y ERC».
Abascal no dijo todos los medios legales sino «todos los medios legítimos» y eso es muy peligroso porque no se trata de un lapsus, dado que lo repitió varias veces en su discurso, sino una amenaza en toda regla en la que el líder de Vox se arrogaba la potestad de decidir lo que es legítimo y lo que no. Con ese argumento se puede esperar cualquier cosa.
Ayuso, impresentable
Uno de los momentos más tensos de la primera sesión del debate de investidura pasó prácticamente desapercibido. Isabel Díaz Ayuso se encontraba en la tribuna de invitados, es decir, estaba en el Congreso de los Diputados en calidad de presidenta de la Comunidad de Madrid.
En un momento de la réplica a Alberto Núñez Feijóo, Pedro Sánchez dijo «su antecesor alertó sobre un probable caso de corrupción por parte de la presidenta de la Comunidad de Madrid y su respuesta fue fulminante. Evacuar al señor Casado y echar por tierra ese caso de corrupción de la señora Ayuso».
La respuesta de Ayuso, tal y como captaron las cámaras de televisión, fue un contundente «hijo de puta» contra Pedro Sánchez. La respuesta del gabinete de la presidenta fue, según publicó El País, primero la negación, con un surrealista «no ha dicho eso, ha dicho ‘me gusta la fruta’», para, poco tiempo después, reconocer el insulto pero justificándolo: «La respuesta a una acusación sin pruebas es lo mínimo que se merece», declaró el gabinete de Ayuso al mismo medio.
Sánchez no dijo ninguna mentira. Expuso hechos contrastados. Es cierto que Pablo Casado denunció el caso de la compra de mascarillas en la que intermedió el hermano de Ayuso. Es cierto que, tras esa acusación, Casado fue fulminado y le sustituyó Feijóo.
Ese insulto, comportándose como una choni barriobajera cuando estaba en el Congreso en calidad de presidenta de todos los madrileños, exige una petición pública de perdón y, de no hacerse, la oposición madrileña debe exigir la dimisión inmediata porque nada justifica ese «hijo de puta».