El juez Peinado "excita" a los políticos

Cada auto, cada providencia, cada toma de declaración, cualquier cosa que haga el juez Peinado despierta una ola de indignación o de aceptación que termina en un incremento de la guerra política en la que se ha instalado la democracia española

11 de Septiembre de 2025
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El juez Peinado en una imagen de archivo. Ambigüedad
El juez Peinado en una imagen de archivo.

España se ha situado en un escenario en que los políticos y sus seguidores se comportan igual que los aficionados del fútbol que pierden la objetividad y hasta la razón con las decisiones arbitrales. Las decisiones de los colegiados son aceptadas cuando favorecen a un club pero, independientemente de que sean acertadas o no, se sataniza al trencilla si pita algo en contra. En fútbol se ha visto a los aficionados clamar por la justicia de un penalti que, en realidad, era un piscinazo de libro. 

Eso es lo que está sucediendo con el juez Peinado y la causa abierta contra Begoña Gómez, la esposa de Pedro Sánchez. Sin entrar a valorar si la instrucción que está realizando el juez, si es prospectiva o no, si es un caso de manual de eso que han dado en llamar lawfare (un fenómeno tan curioso que sólo se aplica cuando hay procedimientos en contra de un partido o un político pero que no se aplica cuando se está investigando al contrario) o si ha desentrañado lo que tuviera que desentrañar, la realidad es que cada decisión que toma Peinado despierta una ola de excitación entre los políticos. 

En un país con la memoria aún marcada por los excesos de la corrupción, la investigación judicial sobre Begoña Gómez, revela más sobre el estado de la política española que sobre las conductas concretas que se le imputan. Lo que en origen era una instrucción técnica, se ha transformado en un campo de batalla simbólico donde cada actor político proyecta su visión sobre el poder, la ética y la justicia.

La declaración de Gómez ante el juez Juan Carlos Peinado fue breve. Se limitó a describir el trabajo de su colaboradora, Cristina Álvarez, insistiendo en que las gestiones privadas fueron excepcionales. En términos jurídicos, la sustancia del caso sigue siendo frágil. En términos políticos, sin embargo, las interpretaciones se multiplican.

Para Yolanda Díaz, vicepresidenta del Gobierno, el asunto no es tanto una cuestión penal como una amenaza institucional. Calificó la instrucción de “inédita” y denunció la existencia de jueces que buscan incidir en la vida política. La estrategia es clara: deslegitimar el procedimiento presentándolo como un instrumento de acoso contra el Gobierno. No se trata de defender solo a Gómez, sino de proteger la autoridad presidencial frente a lo que se describe como una ofensiva judicial politizada.

El Partido Popular, por el contrario, ha encontrado en la declaración un resorte perfecto para reforzar su acusación de que el sanchismo confunde lo privado con lo público. La portavoz popular, Ester Muñoz, se preguntaba con sorna si es posible “cometer delitos pocas veces”, en alusión a los favores que Gómez reconoció haber recibido de su asesora. Para la oposición, no importa la magnitud del hecho, sino el principio: un correo enviado desde la órbita de Moncloa para gestionar un patrocinio privado erosiona la línea que separa la función pública del interés personal.

Gabriel Rufián, portavoz de ERC, dio en el clavo y llevó la cuestión a un plano más sistémico: la amenaza de que el PSOE pudiera enfrentarse a su propia “Gürtel”. No es una acusación directa, sino un recordatorio de lo que ocurre cuando los partidos políticos dejan que las sombras se alarguen.

En este escenario, el verdadero juicio no se celebra en los tribunales, sino en la arena política y mediática. Lo que se dirime es si España ha caído de nuevo en la espiral de desconfianza mutua entre política y justicia, donde cada investigación se percibe como un arma y no como un proceso neutral. El caso Gómez sirve de espejo de esa fragilidad: la tentación de judicializar la política y, al mismo tiempo, de politizar la justicia.

El paralelismo con episodios pasados, como la Gürtel del PP o los escándalos de los ERE en Andalucía, es inevitable. En aquellos casos, los partidos afectados intentaron en un primer momento minimizar las acusaciones, para acabar siendo devorados por la magnitud de los hechos. Aquí, la diferencia es que el proceso aún es embrionario. Pero el riesgo político es similar: que la erosión no venga tanto del fondo del caso como de la percepción de impunidad o manipulación.

España se enfrenta así a una prueba doble. Por un lado, si el sistema judicial puede conducir la instrucción sin convertirse en un actor político más. Por otro, si los partidos pueden asumir que el control del poder exige límites claros.

La conclusión incómoda es que, en la política española, el daño reputacional no espera a la sentencia. El mero hecho de estar en el banquillo (o de que alguien cercano lo esté) basta para alimentar un clima de sospecha. Y en ese clima, cada palabra se convierte en munición, cada filtración en un juicio paralelo.

La declaración de Begoña Gómez no ha resuelto nada. Ha sido apenas una pincelada en una pintura mayor, donde lo que está en juego no es solo la figura de la esposa del presidente, sino la capacidad de España de sostener un Estado de derecho en el que la justicia sea totalmente imparcial y la política absolutamente responsable (valga la utopía). El verdadero peligro no es una hipotética Gürtel socialista, sino la consolidación de una cultura en la que toda instrucción judicial, afecte a quien afecte, es vista como una batalla más en la guerra partidista.

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