El suicidio colectivo de dejar en manos de los ricos la financiación de los servicios públicos

29 de Junio de 2023
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Florentino Moncloa

Es asombroso, pero es así. Cada vez hay más personas de clase media, trabajadora o pensionista que defiende que el Estado del Bienestar debe ser «repensado» o demolido. Es sorprendente porque muchas de esas personas son usuarios de los servicios públicos y sociales que se encuentran dentro de ese modelo de protección ciudadana que está bajo el paraguas de las administraciones públicas.

La aplicación del mantra neoliberal «a menor Estado, más libertad» no es más que la traslación teórica de una realidad muy peligrosa: dejar la financiación de los servicios sociales más básicos en manos de la caridad de los ricos. Aplicar ese modelo es un suicidio colectivo porque, finalmente, ese 0,1% que controla más del 90% de la riqueza, limitarán sus donativos al mínimo para dejar sin recursos unos servicios públicos con los que se estarán lucrando porque han conseguido hacerse cargo de su gestión.

El camino que se pretende aplicar en Europa es el mismo que el de Estados Unidos porque allí los ricos y sus grandes empresas obtienen más beneficios al tener copada la gestión de servicios básicos que en Europa son gestionados, en su mayoría, con dinero público.

Sin embargo, en Estados Unidos, según el informe Giving USA 2023: Informe anual sobre filantropía para el año 2022, el volumen de las donaciones de los ricos ha bajado, lo que ha tenido unas gravísimas consecuencias porque las organizaciones que allí se encargan de atender a los más vulnerables se han quedado sin miles de millones de dólares para gestionar los servicios que, por responsabilidad, le corresponde dar al Estado.

En realidad, los ricos han rebajado sus donaciones, su caridad, no porque hayan reducido sus ingresos, sino porque el mercado de valores ha rebajado sus beneficios.

Esta situación de dejar los servicios sociales en manos de la caridad de los ultrarricos tiene otra derivada aún más indignante: las donaciones, que luego son utilizadas por los millonarios y las grandes corporaciones para rebajar sus impuestos, camuflan un sistema absolutamente injusto y dependiente del capricho filantrópico de las clases privilegiadas.

Esta filantropía de alto nivel, que se quiere trasladar a Europa y, en algunos casos, a determinados paraísos neoliberales de España, plantea al menos dos grandes riesgos. En primer lugar, un incremento de la vulnerabilidad de las clases medias y trabajadoras, dado que esas grandes fortunas tienen la caridad como un elemento de rentabilidad en busca de desgravaciones obscenas.

En segundo término, coloca al Estado del Bienestar en manos privadas. En Estados Unidos, por ejemplo, los seis donantes que encabezan la lista destinaron ese dinero a organizaciones de gestión privada.

El Estado del Bienestar no puede estar jamás en manos privadas, porque no es un elemento pensado para dar beneficios económicos, sino sociales. Cuando las administraciones públicas invierten cientos de miles de millones en servicios públicos no están esperando obtener rentabilidad, sino en devolver a la ciudadanía los impuestos aportados a las arcas públicas.

Cuando los servicios públicos quedan en manos privadas está demostrado que la calidad asistencial se derrumba. La mejor prueba de ello son las externalizaciones a empresas privadas, no sólo de la sanidad o la educación, sino de otros servicios clave como, por ejemplo, la gestión de los servicios de agua potable.

Esto es un grave problema político. En las grandes cumbres económicas sólo hay interés por defender los privilegios de los privilegiados, a los grandes beneficiarios de la desigualdad.

Impuestos, cada cual lo que le corresponde

Esta deriva sólo tiene una solución: que los ricos paguen los impuestos que les corresponden en los países en los que desarrollan sus actividades o gestionan sus patrimonios.

Los gobiernos de los países que conforman el G7, el G20 o la OCDE podrían erradicar por completo la falta de vivienda gravando con impuestos solo del 1% de la riqueza de solo tres multimillonarios, Jeff BezosElon Musk y Bill Gates

Si se redistribuyera el 2% de la riqueza de todos los multimillonarios del mundo, dejando completamente intacta la riqueza de más del 99,9% de la población mundial, se eliminaría la pobreza extrema por completo. Mientras tanto, los superricos probablemente ni siquiera perderían dinero en el proceso, ya que ganan más del 2% anual de su riqueza.

A pesar de estadísticas como estas, las mismas viejas objeciones resurgen una y otra vez, como zombis ideológicos, cada vez que alguien se atreve a sugerir una redistribución de grandes fortunas. No hay más que ver la reacción de dirigentes políticos como Isabel Díaz Ayuso o Donald Trump cuando se aplican medidas que buscan un reparto más justo de la riqueza. La presidenta madrileña incluso ha osado, en su sectarismo neoliberal trumpista, a judicializar las leyes por las que los más ricos deben pagar una parte de los impuestos que deben pagar y que, a través de herramientas de ingeniería fiscal, consiguen evadir.

La primera de estas objeciones neoliberales es que reducir la desigualdad sigue siendo imposible porque los ricos siempre podrán evitar pagar cualquier impuesto nuevo que se les imponga. Por otro lado, los fanáticos de la defensa de los privilegios de los multimillonarios afirman que, incluso si se pudieran aumentar los impuestos a los ricos, no debería hacerse, porque los costes para la sociedad siempre superan cualquier beneficio. La más dolorosa objeción a una redistribución de la riqueza es que los ricos merecen su buena fortuna.

Los multimillonarios maniobran regularmente para evitar pagar sus impuestos. Sin embargo, cualquier gobierno que se tome en serio hacer que paguen su parte justa de impuestos puede hacerlo de manera efectiva. Los gobiernos tienen una amplia gama de medidas viables que pueden implementar fácilmente. Por ejemplo, pueden cerrar lagunas y contratar más inspectores especializados en ingeniería contable. Por otro lado, los gobiernos tienen la capacidad de exigir a los bancos que informen de inmediato a las autoridades fiscales sobre los grandes aumentos de ingresos.

Por otro lado, también pueden aumentar la severidad de las sanciones por evasión de impuestos. En la actualidad, los ricos se enfrentan a poco más que un tirón de orejas cuando defraudan a los Estados. La gente pobre, por el contrario, va a la cárcel por robar mucho menos dinero.

Si se invirtiera esa realidad y los ricos realmente enfrentaran la perspectiva de un tiempo real en la cárcel, o que los delitos fiscales fueran tratados como «alta traición», habría mucha menos evasión de impuestos.

Capítulo aparte merecen los grandes despachos de abogados que realmente evaden impuestos para sus clientes ricos. Los gobiernos pueden comenzar un esfuerzo serio para responsabilizarlos penalmente por ayudar a los ricos a usar paraísos fiscales para evitar pagar su parte justa de impuestos.

Todo esto es posible. Muchos países han implementado con éxito tasas impositivas estrictas a los superricos. Lamentablemente, España no es uno de ellos.

Las pruebas muestran que los beneficios de los altos impuestos sobre los ricos, y los bajos niveles de desigualdad, son mucho mayores que los costes, un orden de magnitud completamente diferente.

Los altos impuestos, sin duda, vienen con algunos costes, pero rara vez equivalen a mucho. Tomemos, por ejemplo, el argumento de que los ricos responderán a los altos impuestos destruyendo puestos de trabajo. No hay pruebas que apoyen esta afirmación. ¿Alguien realmente cree que una multinacional como Amazon va a dejar de operar en España porque se les aplicara un impuesto sobre facturación? Perdería mucho más de lo que pagaría de tasas fiscales. 

El argumento más serio contra los altos impuestos a los ricos es el que Isabel Díaz Ayuso utiliza de manera recurrente: reducen la inversión privada. Sin embargo, gravar seriamente a los ricos no necesariamente reduce la inversión, sino que la reorganiza. Si el Estado recauda impuestos y luego gasta ese dinero en formas productivas, la economía crecerá. De hecho, las investigaciones de distintos premios Nobel de Economía demuestran que la alta desigualdad reduce la tasa de crecimiento general de una economía.

Gravar de manera seria a los superricos tiene elevados beneficios. Las 20 personas más ricas del mundo emiten 8.000 veces más carbono que los 1.000 millones de personas más pobres de la Tierra juntas. Redistribuir una parte de la riqueza superior para invertir en cosas como el transporte público reducirá directamente las emisiones y ayudará a construir una infraestructura baja en carbono que se necesita desesperadamente.

La desigualdad erosiona la democracia. Los politólogos Martin Gilens, catedrático de Políticas Públicas de la Universidad de UCLA Benjamin Page, catedrático de Ciencias Políticas de la Northwestern University, han afirmado que la mayoría «no gobierna, al menos no en el sentido causal de determinar realmente los resultados de las políticas». Por tanto, La democracia se ha desintegrado en la oligarquía.

La desigualdad se burla de la igualdad de oportunidades que se incluye como derecho fundamental en todas las constituciones del mundo democrático. Los ciudadanos más pobres de las grandes ciudades occidentales tienen, de media, una esperanza de vida treinta años más corta que la de los más ricos. Altos impuestos redistributivos revertirán la más brutal de las disparidades.

El populismo de derecha crece siempre de la mano de la inseguridad económica que, evidentemente, se reducirá gravando a los ricos para financiar servicios públicos de calidad, una red de seguridad más sólida y, por supuesto, garantizar la renta básica universal.

Es evidente y no tiene discusión alguna que la reducción de la desigualdad fortalece la salud y fomenta mayores niveles de confianza y tolerancia, una mejor salud mental y menos delincuencia. 

Por otro lado, ¿los ricos realmente merecen sus inmensas fortunas? La respuesta estándar de la izquierda es que no existe nada parecido a un campo de juego nivelado. Las herencias, las escuelas privadas y todo tipo de privilegios dan a los ricos una enorme e injusta ventaja. Los pobres heredan todo tipo de desventajas, desde la pobreza hasta el sexismo y el racismo.

El problema más básico con la meritocracia es aún más profundo. Los altos niveles de desempeño económico nunca provienen de esfuerzos individuales. Toda producción, en su raíz, descansa sobre un proceso fundamentalmente social y colaborativo.

Toda la producción de mercado se basa en el trabajo y el cuidado humano y ambiental de fondo que hacen posible que la producción suceda en primer lugar.

Bill Gates, de Microsoft, se benefició de una red de padres y maestros que lo cuidaron y socializaron. Se benefició de las comunidades seguras, limpias y pacíficas en las que vivió, de las generaciones de científicos e ingenieros informáticos que crearon el vasto edificio intelectual sobre el que construyó su imperio, así como de los innumerables trabajadores que apoyaron a esos científicos e ingenieros.

Gates también se benefició personalmente de una infraestructura legal que hizo posible la protección de los derechos de autor, así como las leyes de «primacía de los accionistas» que le permitieron apropiarse de la mayor parte del valor creado por sus trabajadores y, al mismo tiempo, privar a esos mismos trabajadores de cualquier voz en el gobierno de la empresa. Gates no creó la infraestructura vasta y productiva de la economía estadounidense y, por lo tanto, no merece las recompensas que se derivan de ella.

En general, el 99 por ciento de los ingresos del 0,1% de la población no se puede atribuir al esfuerzo o talento individual de las personas ricas. La verdadera fuente del 99 por ciento de su riqueza es el trabajo de otras personas, una realidad que hace que su riqueza sea abrumadoramente inmerecida.

El ser humano no necesita a los asombrosamente ricos. De hecho, estaría mucho mejor sin ellos.

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