Durante gran parte de la última década, la extrema derecha global ha comprendido algo que a la gran mayoría de partidos tradicionales todavía les cuesta asimilar: en la política contemporánea, los algoritmos valen tanto como las urnas. Desde canales de streaming que premian la polarización hasta aplicaciones de mensajería donde la información circula sin filtros, los movimientos populistas de derecha radical han sabido leer, y manipular, el lenguaje de las plataformas digitales.
Lo que comenzó como un fenómeno marginal en foros en línea y chats encriptados ha terminado convirtiéndose en una maquinaria de propaganda capaz de alterar elecciones y desplazar los márgenes del debate público. El secreto ha estado en aceptar una verdad incómoda para las democracias liberales: los algoritmos no son neutrales. Al priorizar lo que maximiza la atención, tienden a favorecer el contenido emocional, divisivo y a menudo conspirativo. Y en ese terreno, la extrema derecha se mueve con más soltura que cualquier otro actor político.
Streaming como caja de resonancia
Plataformas de vídeo como YouTube, Twitch o incluso servicios de streaming musical han sido un laboratorio ideal. El algoritmo de recomendación, diseñado para mantener al usuario conectado durante horas, empuja al espectador hacia contenidos cada vez más extremos. Un estudio de la Universidad de Nueva York mostró que los vídeos de carácter político con mayor carga emocional tienen un 70% más de probabilidades de ser recomendados. Los populistas de extrema derecha lo han convertido en ventaja: no necesitan convencer a las masas de golpe, basta con sembrar una primera semilla (una duda sobre la inmigración, un chiste sobre el feminismo) y dejar que el propio sistema amplifique el mensaje hasta que el espectador se encuentra atrapado en un carrusel de propaganda.
En España, Vox supo convertir sus retransmisiones en estas plataformas en un espectáculo identitario dirigido a jóvenes desencantados con los medios tradicionales. En Estados Unidos, figuras como Tucker Carlson han migrado con éxito a plataformas como X (antes Twitter), donde los algoritmos premian la polémica y la confrontación. En Brasil, los seguidores de Jair Bolsonaro utilizaron YouTube y Facebook Live para crear una narrativa paralela de la pandemia, en la que la desconfianza hacia las instituciones se transformaba en combustible político.
Intimidad encriptada de la mensajería
Si el streaming ofrece la resonancia pública, las aplicaciones de mensajería como WhatsApp, Telegram o Signal proporcionan la intimidad. Aquí, el algoritmo no actúa en forma de recomendaciones, sino de diseño: chats cerrados, reenvíos virales y la ausencia de moderación crean un espacio donde las teorías conspirativas circulan sin freno. En Brasil, el “zap” (como se conoce a WhatsApp) fue decisivo en la victoria de Bolsonaro en 2018: cadenas virales acusaban a rivales políticos de conspiraciones grotescas, y su difusión era casi imposible de rastrear.
Telegram, por su parte, se ha convertido en un santuario de la ultraderecha europea. Desde los grupos neonazis en Alemania hasta los militantes de Giorgia Meloni en Italia, la plataforma ofrece un ecosistema híbrido: privado y cerrado para los militantes más radicales, público y masivo para los canales oficiales, donde el contenido se comparte como si fuese periodismo alternativo.
Steve Bannon: el arquitecto del populismo digital
En el centro de esta estrategia global se encuentra Steve Bannon, exasesor de Donald Trump y uno de los primeros en comprender que la política contemporánea se libra en el terreno de los datos masivos. Al frente de Cambridge Analytica, la consultora que explotó millones de perfiles de Facebook sin consentimiento, Bannon ensayó el modelo de microsegmentación política que redefinió la campaña presidencial estadounidense de 2016: identificar miedos individuales y alimentarlos con mensajes diseñados a medida.
Su visión iba más allá de la política estadounidense. Bannon se ha autoproclamado “general” de una “internacional populista”, uniendo bajo el mismo marco narrativo a partidos y movimientos de ultraderecha radical en Europa y América. Su proyecto de crear una universidad en un monasterio cartujo en Italia, dedicada a formar a una nueva élite populista en el uso del big data y la propaganda digital, ilustra su ambición: institucionalizar el conocimiento de cómo manipular algoritmos y audiencias en beneficio de la extrema derecha.
Aunque el proyecto en Italia ha enfrentado trabas legales y resistencias políticas, el impacto de Bannon ya es palpable. Desde Vox en España hasta Fratelli d'Italia, pasando por la ultraderecha polaca y húngara, muchos han adoptado elementos de su manual: combinar datos masivos con mensajes emocionales, explotar el descontento social y convertir las plataformas digitales en armas de movilización masiva.
Bannon entendió antes que nadie que los algoritmos no solo distribuyen información: construyen identidades políticas. Y esa convicción se ha vuelto el hilo conductor de la expansión de la ultraderecha en la esfera digital global.
El voto joven: la gran conquista digital
Ningún terreno ha sido tan fértil para la extrema derecha como la juventud. La precariedad laboral, los alquileres imposibles y la sensación de exclusión del sistema político han generado una generación que desconfía de las instituciones y de los canales tradicionales de información. En España, más de un 60% de los menores de 30 años declara que se informa principalmente a través de redes sociales y plataformas digitales; menos de un 15% dice consumir prensa escrita, radio o televisión como fuente principal.
Los partidos de extrema derecha han sabido llenar ese vacío con un lenguaje adaptado a la cultura juvenil digital: memes, directos en Twitch, vídeos cortos en TikTok y discursos que mezclan indignación con humor ácido. Al presentar la política como entretenimiento, logran llegar a un público que considera aburridos y caducos los formatos tradicionales. En Francia, Marine Le Pen ha reforzado su estrategia en TikTok con vídeos diseñados para viralizarse entre menores de 25 años. En España, Vox recurre a youtubers e influencers de extrema derecha para posicionarse como la voz de quienes “dicen lo que otros callan”.
El atractivo no reside solo en la forma, sino en el fondo: la extrema derecha ofrece respuestas simples a problemas complejos que golpean de lleno a los jóvenes. Frente a la incertidumbre laboral, la retórica de que “los inmigrantes roban empleos”; frente al precio de la vivienda, la idea de que “la inmigración masiva colapsa los servicios públicos”; frente a la sensación de invisibilidad, la promesa de ser protagonistas de una lucha cultural.
Ecos de la historia: cada era con su medio
La relación entre tecnología y política no es nueva. En los años 30, líderes autoritarios como Hitler o Roosevelt entendieron que la radio podía saltarse a la prensa escrita y llegar directamente a los hogares, moldeando emociones y lealtades. En los 60, la televisión transformó las campañas: el primer debate televisado entre Kennedy y Nixon marcó un antes y un después, mostrando cómo la imagen podía ser tan decisiva como las ideas.
En 2010, Facebook se convirtió en el arma oculta de las campañas de microsegmentación: desde Barack Obama hasta los promotores del Brexit, la red social permitió llegar a votantes con mensajes ajustados a sus miedos y aspiraciones individuales. Cada revolución mediática ha alterado el equilibrio político. Hoy, los algoritmos de streaming y mensajería son el siguiente capítulo de esa historia, con un poder aún más opaco y menos regulado.
Dilema democrático
Las democracias se enfrentan a un dilema creciente: regular los algoritmos sin sofocar la libertad de expresión. Europa ha empezado a dar pasos con la Ley de Servicios Digitales, que obliga a las grandes plataformas a revelar cómo funcionan sus sistemas de recomendación. Pero el impacto será limitado mientras las aplicaciones de mensajería sigan fuera del radar. Y la reacción de Silicon Valley es ambivalente: por un lado, plataformas como YouTube anuncian restricciones contra la desinformación electoral; por otro, saben que el contenido extremo es precisamente lo que mantiene a los usuarios conectados.
Mirando hacia adelante
El control algorítmico de la extrema derecha no es solo un fenómeno comunicativo, sino una amenaza estructural para la política democrática. En España, donde los próximos ciclos electorales coincidirán con una ciudadanía cada vez más polarizada y una juventud que consume información casi exclusivamente a través de plataformas digitales, la capacidad de Vox para movilizar emociones negativas (inmigración, inseguridad, nostalgia de un pasado idealizado) puede inclinar la balanza en unas elecciones generales fragmentadas.
A escala global, el reto es aún mayor. La gobernanza digital se ha convertido en un terreno de disputa geopolítica. La Unión Europea intenta imponer reglas de transparencia y responsabilidad a las plataformas, mientras Estados Unidos mantiene un enfoque más laxo por temor a afectar la innovación tecnológica. China, por su parte, ha optado por el control directo, convirtiendo el algoritmo en una herramienta de Estado.
El riesgo es claro: si las democracias liberales no consiguen recuperar parte del control sobre el flujo de información digital, los próximos grandes procesos electorales no se decidirán en debates televisivos ni en parlamentos, sino en los pasillos invisibles de la inteligencia artificial que decide qué aparece en las pantallas. Y, por ahora, los beneficiarios más eficaces de ese entorno son los populistas de extrema derecha.