Benjamín Netanyahu lleva décadas siendo un político hábil en transformar crisis en oportunidades. La actual guerra de exterminio en Gaza, la más devastadora que Israel ha emprendido contra los palestinos en generaciones, no es solo un conflicto bélico, se ha convertido también en un salvavidas político para un primer ministro corrupto acosado por la justicia y cada vez más cuestionado en su propio país.
Hasta octubre de 2023, Netanyahu vivía su etapa más frágil. Procesado por corrupción, soborno y fraude, se encontraba ante la perspectiva de un juicio largo y desgastante. Sus reformas judiciales (percibidas como un intento burdo de socavar la independencia de los tribunales) habían desencadenado meses de protestas masivas en Tel Aviv y otras ciudades, fracturando al país y debilitando su imagen internacional.
El ataque terrorista de Hamás el 7 de octubre alteró de golpe ese escenario. En cuestión de horas, Netanyahu pasó de acusado a comandante, del banquillo a la cabina de mando. Bajo el manto de la “unidad nacional”, logró sofocar las protestas, silenciar a críticos internos y encuadrar a la opinión pública israelí en torno a la lógica de la guerra.
Genocidio, estrategia de supervivencia
La ofensiva militar sobre Gaza (con centenas de miles de víctimas civiles y acusaciones crecientes de crímenes de guerra) ha sido presentada por Netanyahu como una cruzada existencial: la supervivencia de Israel frente al terrorismo. Pero la desmesura de la respuesta militar, la obstinación en prolongar el conflicto y la negativa a definir una salida política confirman que no se trata solo de seguridad. La guerra se ha convertido en su coartada perfecta: mientras Gaza arde, sus procesos judiciales languidecen en la irrelevancia mediática.
Netanyahu lo ha planteado como un intercambio implícito: genocidio a cambio de impunidad. La devastación de Gaza distrae de las audiencias en tribunales israelíes; la narrativa de “Israel bajo ataque” refuerza la lealtad de la coalición ultraderechista que sostiene a Netanyahu en el poder; la perpetuación de la guerra garantiza que cualquier crítica interna pueda tacharse de antipatriótica.
La oposición israelí lo sabe, pero se encuentra maniatada. Criticar al primer ministro en plena guerra equivale a desafiar la “unidad nacional”. El ejército, institución venerada en Israel, se ha convertido en su escudo político: cualquier señal de fisura se presenta como debilidad ante el enemigo.
Los manifestantes que hace un año denunciaban la deriva autoritaria de Netanyahu hoy dudan entre salir a la calle o esperar a que pase la tormenta.
Riesgo calculado, costo incalculable
El cálculo de Netanyahu es evidente: mientras dure la guerra, su permanencia en el cargo está asegurada. Pero el costo es incalculable. La erosión de la legitimidad de Israel en la arena internacional, la radicalización de nuevas generaciones palestinas y la presión creciente en tribunales internacionales dibujan un horizonte sombrío. Incluso entre aliados tradicionales, como Estados Unidos o Europa, crece el malestar.
En el plano interno, la estrategia tiene fecha de caducidad. En algún momento la guerra acabará, y con ella volverán las preguntas sobre las fallas de seguridad del 7 de octubre, la corrupción no resuelta y la instrumentalización del dolor humano para fines políticos.
Huida hacia adelante
Netanyahu ha sobrevivido a escándalos que habrían hundido a otros líderes. Pero su recurso constante a la huida hacia adelante lo ha llevado a un punto donde su supervivencia política depende del mantenimiento de un conflicto permanente. Si la guerra en Gaza se prolonga, él gana tiempo. Si concluye, su blindaje se resquebraja.
En ese sentido, la paradoja es brutal: la impunidad de un hombre se está alimentando del sufrimiento de millones. Y en ese trueque cínico, la paz se convierte en la verdadera amenaza para el primer ministro de Israel.
El genocidio de Netanyahu, negocio para multimillonarios
En los pasillos de conferencias internacionales y en discretos almuerzos de inversores, empieza a circular una propuesta tan ambiciosa como cínica: convertir la devastada Franja de Gaza en una suerte de “zona cero” para la inversión privada. Lo que para millones de palestinos es una catástrofe humanitaria, para algunos magnates globales se presenta como la oportunidad de dar forma a un nuevo “milagro económico” en Oriente Próximo.
La idea se nutre de precedentes. La reconstrucción de Kuwait tras la Guerra del Golfo, el “nation building” en Irak o incluso las zonas francas de Dubái sirven de referencias para quienes imaginan un Gaza reconfigurado como enclave de puertos, parques tecnológicos y complejos turísticos frente al Mediterráneo. El guion es tentador: capital extranjero, garantías internacionales de seguridad y un “nuevo comienzo” para un territorio que hoy no es más que ruinas.
Pero el subtexto es menos altruista. La misma devastación que ha empobrecido a millones abarata el suelo y abre la puerta a proyectos de urbanismo radical. En la narrativa de ciertos inversores, Gaza se convierte en un lienzo en blanco. La tragedia humanitaria se traduce, en la jerga corporativa, en “potencial de crecimiento”.
El espejismo del dinero fácil
El discurso de convertir conflictos en negocios no es nuevo. Consultoras y bancos de inversión llevan años ofreciendo “reconstruction funds” para escenarios de posguerra. La diferencia es que, en Gaza, la guerra no ha terminado. Hablar de autopistas y resorts mientras miles de familias siguen sin agua ni electricidad es, cuando menos, obsceno. Y, sin embargo, eso no ha impedido que se discutan planes para “atraer a multimillonarios visionarios” capaces de transformar el enclave en una suerte de laboratorio neoliberal.
El problema, como siempre, es la política. Ninguna inversión es viable sin un arreglo político mínimo entre Israel y la Autoridad Palestina o sin la exclusión definitiva de Hamás. Y hasta que ese horizonte no se materialice, todo plan de desarrollo corre el riesgo de parecer más un ejercicio de relaciones públicas que una propuesta seria.
Los defensores de esta visión hablan de “dar esperanza” a la población mediante empleos y servicios. Sus críticos responden que se trata de un modelo de expolio disfrazado de filantropía: una élite global buscando beneficios extraordinarios en un territorio traumatizado. Para los gazatíes, el riesgo es evidente: que su tierra sea reconstruida no en función de sus necesidades, sino de las expectativas de retorno de fondos soberanos, magnates inmobiliarios (incluido el propio presidente de los Estados Unidos) y empresas de infraestructuras.
Una oportunidad envenenada
Que Gaza se reconstruya es imperativo. Pero que se convierta en un paraíso para multimillonarios es otro debate. En el mejor de los casos, el capital privado podría complementar la ayuda humanitaria y la cooperación internacional, creando empleo y tejido económico. En el peor, podría cristalizar en un modelo extractivo, en el que la población local tenga poco que decir sobre el futuro de su propio territorio.
De momento, Gaza es más un tablero de guerra que un mercado emergente. El riesgo es que, en la fiebre por imaginar “la Dubai del Mediterráneo”, se olvide la condición esencial de cualquier reconstrucción: que la paz no se puede subcontratar a multimillonarios.
Exterminio para dejar espacio
Todo proyecto de reconstrucción espectacular en Gaza parte de una premisa incómoda: ¿qué hacer con los palestinos que hoy la habitan? Para algunos multimillonarios, incluido el propio presidente de los Estados Unidos, la respuesta les parece evidente: reducir al mínimo la presencia de una población vista como obstáculo para el “desarrollo”. La retórica habla de corredores humanitarios, reasentamientos temporales o programas de retorno “condicionados”. En la práctica, suena mucho a una expulsión paulatina, revestida de tecnocracia.
La lógica empresarial es sencilla: los inversores buscan terrenos seguros, listos para urbanizar y libres de conflictos sociales. Una Gaza sin gazatíes encaja perfectamente en esa visión. Para los arquitectos de este plan, la población desplazada no es un drama humanitario, sino un “coste de transición” hacia un modelo económico más eficiente.
El contraste es grotesco: mientras millones de refugiados palestinos esperan desde hace generaciones un derecho al retorno que nunca llega, en algunos despachos se habla de “optimizar el espacio” para resorts, parques logísticos y torres de cristal. El eufemismo de “oportunidad de inversión” enmascara un escenario que, en otro contexto, se llamaría directamente limpieza étnica.
El riesgo, más allá de la inmoralidad, es que esa estrategia termine sembrando las semillas de un conflicto aún más profundo. Porque una Gaza convertido en escaparate para multimillonarios a costa de expulsar a su población difícilmente sería un modelo de paz sostenible; sería más bien una burbuja inmobiliaria construida sobre los escombros de un pueblo desposeído.