A lo largo de la última década, el concepto de “lawfare” ha ocupado un lugar central en los debates políticos y mediáticos de América Latina, Estados Unidos, Europa y, actualmente, España.
Surgido de la fusión de los términos ingleses “law” (ley) y “warfare” (guerra), el lawfare se ha convertido en una etiqueta cargada de significado, invocada para describir el supuesto uso indebido de los sistemas judiciales con fines políticos.
Sin embargo, en la arena pública el término oscila entre la preocupación legítima por la politización de la justicia y la tentación de convertirlo en una teoría de la conspiración que explica todo revés de líderes y partidos. El caso español, con las recientes acusaciones de la izquierda y del presidente Pedro Sánchez contra determinados sectores judiciales, ilustra cómo la narrativa del lawfare ha recalado en el corazón de la política europea.
La noción de lawfare surge en contextos militares y de seguridad nacional en Estados Unidos a principios del siglo XXI, utilizada para describir el empleo del derecho internacional y mecanismos judiciales como herramientas de guerra asimétrica. Desde entonces, el término ha migrado a la política doméstica y hoy designa, en muchas latitudes, la presunta instrumentalización del poder judicial para perseguir adversarios políticos, desestabilizar gobiernos y condicionar el rumbo de la democracia.
En América Latina, esta lectura ha cobrado particular fuerza tras los procesos judiciales que involucraron a figuras como Luiz Inácio Lula da Silva o Cristina Fernández de Kirchner. España, tradicionalmente ajena a este tipo de debates, aunque los ha habido y ha sido invocado tanto por el Partido Popular como por el PSOE, ha visto emerger la narrativa del lawfare con fuerza inusitada en los últimos años.
El lawfare: del escepticismo al centro del debate
El término “lawfare” ha saltado a la primera línea en España de la mano de la izquierda y, en especial, a raíz de las declaraciones del presidente Pedro Sánchez. Tras investigaciones judiciales y procesos que afectan a personalidades ligadas al gobierno o al Partido Socialista, Sánchez y otros dirigentes han acusado a sectores de la judicatura de emprender una cruzada política con apariencia de legalidad. El presidente, en su última entrevista en RTVE, ha enarbolado la bandera del lawfare para denunciar supuestas campañas de acoso judicial y mediático, defendiendo la necesidad de proteger la democracia frente a “intereses espurios” incrustados en el sistema judicial.
Estas acusaciones, lejos de limitarse al ámbito partidista, han avivado el debate nacional sobre la independencia judicial y los límites de la crítica política. Para la izquierda, el lawfare sería la respuesta de un poder judicial conservador ante reformas sociales y políticas progresistas. Para la derecha y buena parte de la judicatura, la utilización del término es una forma de deslegitimar las investigaciones y minar la confianza en las instituciones.
Los principales casos en los que el sanchismo y un sector de la izquierda acusan de ser víctimas de lawfare hay que analizarlos no desde la figura del juez, sino desde las acusaciones que se presentan, independientemente de que, finalmente, lleven al procesamiento o al archivo. Los casos del fiscal general del Estado, Begoña Gómez o el hermano de Pedro Sánchez tienen indicios de que, presuntamente, se pudiera haber cometido algún tipo de delito. Estas personas, a día de hoy, no son culpables de nada desde un punto de vista legal porque ni siquiera han sido juzgadas y debe primar la presunción de inocencia hasta que haya una sentencia firme. Que los indicios puedan ser más fuertes o más leves eso es algo que se tendrá que determinar en el juicio oral que, hasta ahora, no se ha celebrado en ninguno de esos tres casos en los que tanto el PSOE como el sanchismo acusan a los jueces de lawfare.
En el caso de Álvaro García Ortiz y la filtración del famoso correo de aceptación de los presuntos delitos fiscales del novio de Isabel Díaz Ayuso, existen una serie de mensajes que constan en el sumario en los que el fiscal General del Estado reclama que esa carta se le envíe a su correo particular de Gmail.com en vez de al corporativo de Fiscalía. Es decir, un documento confidencial fue remitido fuera de la cadena de custodia. Esto es un hecho, no una interpretación. ¿Hubo filtración por parte de García Ortiz? Eso lo tendrá que decidir el juzgado encargado de juzgar el caso, si es que se llega a juzgar, pero que existió una presunta irregularidad es un hecho.
En el caso de Begoña Gómez, más allá de la más que evidente culpabilidad ética, el indicio con más fuerza con el que cuenta Peinado es la utilización de recursos públicos para fines privados, algo que está penado para cualquier miembro de la administración pública, sea político o funcionario. El resto, está lleno de contradicciones. Pero, de ahí a calificar el caso de intento de golpe de Estado hay un abismo.
Sin embargo, en la derecha tampoco andan cortos en este sentido. La causa del novio de Isabel Díaz Ayuso ha sido calificada de operación de Estado a pesar de que los indicios de presunta comisión de un delito contra la Hacienda Pública son contundentes. Lo mismo sucede con la jueza de Catarroja, cuya causa ha sido calificada de “cacería” contra Mazón. En el PP no hablan de lawfare, porque hacerlo les rompería el argumento de que el sanchismo va en contra de la independencia judicial, pero calificar de operaciones de Estado a las actuaciones judiciales en su contra es un sinónimo de lawfare.
Por otro lado, tanto PSOE como PP siempre han colocado a sus jueces en el Constitucional para que frenaran cualquier caso que les afectara o que dieran rango de constitucionalidad a leyes controvertidas aprobadas por los diferentes gobiernos. Ahora es Conde Pumpido, pero el Partido Popular llegó a colocar a un militante con carnet al frente del máximo órgano de garantías. Ninguno se salva.
Lawfare, herramienta retórica y teoría de la conspiración
La creciente popularidad del término ha hecho que, para algunos sectores, el lawfare trascienda su significado técnico y se convierta en un recurso discursivo fácil: basta con invocar la existencia de una conspiración judicial para descalificar procesos, autos, fallos o investigaciones. En el contexto español, la posible lógica conspirativa se sostiene en dos pilares: la presunción de coordinación secreta entre jueces, partidos políticos y medios de comunicación, y la presentación de la víctima (Pedro Sánchez) como blanco de una persecución orquestada por las “élites” del Estado.
Sin embargo, la narrativa del lawfare, aplicada de forma generalizada, vacia de contenido el debate democrático y dificulta el escrutinio legítimo de la acción pública. La acusación de lawfare se convierte, en ocasiones, en un escudo frente a la rendición de cuentas o en argumento para polarizar aún más a la sociedad.
El desafío consiste en distinguir entre las acusaciones fundadas de judicialización de la política y el uso oportunista del lawfare como paraguas explicativo para cualquier contratiempo judicial. En España, como en otros países de su entorno, las instituciones han sido históricamente objeto de presiones y desconfianza. Sin embargo, reducir todo proceso judicial a una conspiración de lawfare, sin evidencias claras, es tan simplista como ignorar las prácticas de “guerra sucia” de las cloacas del PP y del PSOE.
Impacto político y social
El lawfare, como narrativa, cumple funciones tanto movilizadoras como defensivas. Para el sanchismo y la izquierda, permite cohesionar a sus bases y reencuadrar los procesos judiciales como batallas políticas, donde la justicia es un terreno de lucha más. Para la oposición y sectores judiciales conservadores, la denuncia de lawfare es vista como un intento de socavar la independencia judicial y controlar el relato público.
El riesgo es claro: la inflación del término debilita el debate, erosiona la confianza ciudadana y crea un círculo vicioso de sospechas e inseguridad institucional. Si toda denuncia o investigación puede ser rechazada como parte de una conspiración, la rendición de cuentas se vuelve inviable.
El caso español pone de manifiesto la tensión entre la legítima crítica a los poderes del Estado y el peligro de caer en el relato conspirativo. Si bien existen serios motivos para desconfiar de la instrumentalización política de la justicia, que no se puede negar, la generalización del lawfare como explicación única de los conflictos políticos empobrece el análisis, polariza el discurso y dificulta el fortalecimiento democrático.
Los verdaderos problemas de la Justicia española
Sin embargo, más allá del debate sobre el “lawfare”, existe un problema estructural que frecuentemente pasa inadvertido en el ruido mediático y político: la corrupción judicial y la sensación de impunidad que rodea a ciertos sectores de la magistratura.
En España, los mecanismos de fiscalización interna y rendición de cuentas de jueces y magistrados resultan, en la práctica, poco efectivos. La opacidad en la designación de cargos, la politización del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional y la escasa transparencia en los procedimientos disciplinarios contribuyen a una percepción generalizada de que la justicia no responde ante la sociedad con la ejemplaridad que se le exige.
Casos notorios de comportamientos irregulares, resoluciones judiciales claramente sesgadas o vínculos entre jueces y actores económicos (incluidos algunos que son exaltados por la izquierda) rara vez se traducen en consecuencias tangibles. Los expedientes sancionadores se archivan con frecuencia, y los procedimientos suelen dilatarse hasta perder relevancia pública. Esta dinámica alimenta una desconfianza profunda en la ciudadanía, que percibe a la justicia como un espacio donde la responsabilidad individual de quienes juzgan queda relegada a un plano secundario.
La falta de controles efectivos y la tendencia a proteger los intereses corporativos dentro de la judicatura refuerzan la idea de impunidad. Así, mientras se discute el uso político del lawfare, buena parte de la crisis de confianza en la justicia española radica en la inacción ante la corrupción interna y la ausencia de mecanismos eficaces para apartar o sancionar a jueces corruptos o parcializados.
En este contexto, la regeneración democrática y el fortalecimiento institucional pasan necesariamente por una limpia radical que garantice la independencia real de la justicia, pero también la transparencia, el control absoluto (incluida la auditoría en tiempo real de los patrimonios de los jueces tanto en España como en el extranjero) y la rendición de cuentas de quienes la ejercen. El problema no es el lawfare, sino la justicia en su totalidad que no precisa de una reforma, sino de una purga en toda regla.