El negacionismo de Ayuso del genocidio en Gaza también es un crimen de lesa humanidad

La presidenta de la Comunidad de Madrid ha aprovechado la protesta contra el genocidio de Gaza en LaVuelta para lanzar un discurso que niega la existencia de genocidio y utiliza los argumentos del sionismo más radical

06 de Septiembre de 2025
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Ayuso Israel
Isabel Díaz Ayuso es una fanática defensora de Israel, un país que tiene como hoja de ruta el uso del terrorismo de Estado | Foto: CAM

El Tribunal Constitucional fue muy claro al afirmar que es absolutamente legal la criminalización de la difusión de discursos o doctrinas que justifiquen un genocidio. El negacionismo de este crimen de lesa humanidad es un modo de justificación y ayer la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, una mujer que piensa que el conflicto entre Israel y Palestina es una cuestión de derechas e izquierdas.

Hay que reconocer que Isabel Díaz Ayuso tiene un talento indiscutible: convertir cualquier hecho noticioso en un campo de batalla ideológica. Lo ha hecho con la pandemia, con los impuestos, con las competencias autonómicas y, más recientemente, con el episodio menor de protesta legítima durante la Vuelta Ciclista a España. Lo que para la mayoría fue una interrupción incómoda, para la presidenta madrileña se convirtió en una metáfora épica sobre antisemitismo, terrorismo y el supuesto colapso moral de España.

En un discurso cargado de referencias históricas y comparaciones improbables, Ayuso vinculó las protestas en la competición ciclista con la masacre de los Juegos Olímpicos de Múnich de 1972, con la financiación de Hamás y con la violencia de ETA. La conexión lógica es inexistente, pero la emocional resulta potente: su objetivo no es explicar los hechos, sino encuadrarlos en un relato donde España aparece como víctima de una ola de barbarie y ella como la voz que se atreve a denunciarlo.

La política de Ayuso, un espectáculo permanente

Ayuso ha construido su carrera y su liderazgo sobre esta capacidad para dramatizar lo cotidiano. Una protesta justa y legítima se transforma en un síntoma del antisemitismo global. Un debate fiscal en Bruselas se convierte en una cruzada contra el intervencionismo socialista. Su estilo recuerda más a un activista combativo que a una presidenta autonómica. El problema no es la retórica per se, sino el vacío que esconde: detrás de las frases incendiarias rara vez hay un plan de acción, y menos aún una política coherente.

El contraste con otros dirigentes europeos es revelador. Cuando Friedrich Merz o Emmanuel Macron hablan de Israel y Palestina, miden cada palabra, conscientes de que cualquier exceso puede tener consecuencias diplomáticas. Ayuso, en cambio, se permite acusar a medios, activistas e incluso a víctimas del terrorismo de formar parte de una cadena de odio antisemita. El efecto es inmediato: titulares, polémica y una nueva oportunidad de consolidar su marca personal.

El abuso de la hipérbole

La equiparación entre la protesta en LaVuelta y los atentados de Múnich ilustra la ligereza irresponsable con la que Ayuso utiliza el pasado. La memoria del Holocausto o de la violencia de ETA se invoca como munición política, no como advertencia moral. Se trata de una banalización muy peligrosa: cuanto más se recurre a la comparación extrema, menos impacto tienen los hechos realmente extremos.

Al exagerar las amenazas, Ayuso alimenta la percepción de un país permanentemente asediado. Esa narrativa es eficaz a corto plazo (refuerza la idea de que solo ella dice la verdad frente a un sistema complaciente), pero erosiona la capacidad de España para enfrentar sus problemas reales: una economía ralentizada, una gravísima crisis de vivienda en Madrid y la necesidad de gestionar una sociedad plural en lugar de fracturarla aún más.

Internacionalización imaginaria y populista

El discurso de Ayuso también revela una obsesión con proyectar sus batallas locales al escenario internacional. Sus constantes referencias a Israel, Gaza o Hamás contrastan con la escasa atención que dedica a los desafíos internos de Madrid: la saturación del transporte público, la desigualdad educativa o el acceso a la sanidad. Es un juego de espejos: cuanto más se habla de túneles en Gaza, menos se discute sobre las listas de espera en hospitales madrileños.

En última instancia, Ayuso encarna una versión madrileña del populismo trumpista: una política que necesita enemigos constantes y que prospera en la confrontación simbólica más que en la gestión. Sus declaraciones sobre la Vuelta Ciclista no dicen tanto sobre Israel o Palestina como sobre ella misma: una dirigente que ha hecho del exceso verbal su principal herramienta de poder.

Negacionismo del genocidio

Mientras organismos internacionales alertan de la magnitud de la catástrofe humanitaria en Gaza (con casi 100.000 civiles asesinados, hospitales colapsados y denuncias de crímenes de guerra investigadas) Ayuso opta por un discurso que roza el negacionismo. En su narrativa, no hay genocidio que valga: solo la legítima defensa de Israel frente a un enemigo absoluto.

En un país como España resulta llamativo que una dirigente autonómica haya convertido el conflicto palestino-israelí en una bandera identitaria. Pero en el ecosistema político de Ayuso, la internacionalización no responde a necesidades diplomáticas, sino a una lógica doméstica: reforzar su imagen como líder sin complejos, capaz de abrazar sin matices el sionismo más radical en un contexto europeo donde la mayoría de líderes optan por la cautela.

Mientras las imágenes de bombardeos, hospitales colapsados y desplazamientos masivos se acumulan en Gaza, una narrativa paralela intenta diluir la evidencia: el negacionismo del genocidio. Esta corriente no surge únicamente de actores externos que buscan intereses geopolíticos; también se filtra en discursos políticos que, al relativizar o desestimar los crímenes de guerra, terminan operando como complicidad directa con violaciones sistemáticas de derechos humanos.

El derecho internacional define con claridad lo que constituye un crimen contra la humanidad: asesinatos sistemáticos, persecución de civiles, deportaciones forzadas y ataques desproporcionados contra infraestructuras civiles. En Gaza, las evidencias contrastadas y verificadas cumplen con estos criterios. Sin embargo, Isabel Díaz Ayuso opta por ignorar estos hechos o justificarlos bajo la rúbrica de “legítima defensa” o “respuesta proporcional”.

El negacionismo no es una postura neutra; tiene efectos concretos. Al cuestionar la magnitud de la tragedia o el número de víctimas civiles, se normaliza la violencia y se reduce la presión internacional para intervenir o sancionar a los responsables.

Además, este discurso actúa como un escudo para el Estado terrorista de Israel. La narrativa de “defensa ante el terrorismo” oculta la realidad cotidiana de la población civil: escasez de agua y electricidad, destrucción de viviendas y escuelas, hambruna, y miedo constante ante la muerte indiscriminada. La negación, como la que aplica Ayuso, transforma la masacre en un relato justificable, exonerando de facto a quienes ejecutan políticas de ocupación y represión.

Negar el genocidio de Gaza, como hace la presidenta de la Comunidad de Madrid no es un acto aislado de ignorancia: es una forma de complicidad política y moral con la comisión de delitos de lesa humanidad. Cada declaración que relativiza el asesinato de civiles contribuye a un clima donde los crímenes se perpetúan sin consecuencias. La omisión deliberada, el desdén ante los informes de derechos humanos y la criminalización de quienes documentan las atrocidades son estrategias que permiten a los perpetradores operar con impunidad.

En este sentido, el negacionismo funciona como un mecanismo de sostenimiento del statu quo. Protege a los Estados responsables de violaciones sistemáticas y silencia a quienes podrían movilizar presión internacional para detener la violencia. Es un recordatorio sombrío de que la indiferencia, el silencio y la justificación política ante crímenes contra la humanidad son formas modernas de complicidad.

Negación como estrategia política

El problema no es solo la falta de matices, sino la negación explícita de la evidencia. Ayuso desestima sistemáticamente las denuncias de limpieza étnica, asesinatos en masa, desplazamientos forzados o ataques a infraestructuras civiles, reduciéndolas a propaganda “antijudía”. Al hacerlo, se sitúa en la frontera del revisionismo: una política que descarta como exageraciones o invenciones lo que está perfectamente contrastado con datos verificables.

Este tipo de retórica tiene consecuencias. No solo invisibiliza el sufrimiento de miles de personas atrapadas en Gaza, sino que deslegitima la posición española en el conflicto. Al presentar toda crítica a Israel como antisemitismo, Ayuso introduce un marco discursivo que desactiva el debate y polariza aún más a la opinión pública.

Radicalismo como marca personal

El alineamiento incondicional de Ayuso con la narrativa más dura del sionismo no responde únicamente a convicciones ideológicas. Es, sobre todo, una herramienta política. En el ecosistema madrileño, donde el populismo conservador ha encontrado terreno fértil, el radicalismo se convierte en un activo. Defender a Israel “sin peros” permite a Ayuso diferenciarse tanto de la tibieza percibida en su propio partido como de las posturas críticas de la izquierda.

Al mismo tiempo, este posicionamiento la acerca a una constelación internacional de líderes de ultraderecha que han convertido el apoyo incondicional a Israel en parte de su identidad política: Donald Trump, Javier Milei o Viktor Orbán. En este sentido, Ayuso ya juega a ser candidata a líder global de un bloque cultural que ve en Israel el bastión occidental frente al islamismo.

El riesgo de la banalización

Pero en su esfuerzo por sobreactuar, Ayuso banaliza tragedias históricas y contemporáneas. Sus comparaciones de las protestas en España y atentados terroristas internacionales, o sus referencias al Holocausto para justificar posiciones actuales, no solo trivializan el pasado: erosionan la credibilidad de su discurso. La exageración permanente termina diluyendo la capacidad de distinguir entre un ataque simbólico y un crimen de lesa humanidad.

Además, esta narrativa abre un flanco de crítica en el plano internacional. Mientras la Unión Europea debate cómo equilibrar su apoyo a Israel con la exigencia de respeto al derecho humanitario, la presidenta madrileña proyecta la imagen de un territorio autónomo alineado con las tesis más extremas. Para Bruselas, que busca cohesión en un contexto geopolítico volátil, esta discrepancia resulta incómoda.

En cualquier caso, su posición revela algo inquietante: la facilidad con que un dirigente político populista puede utilizar tragedias internacionales como plataforma personal, incluso a costa de negar crímenes contra la humanidad. Lo que está en juego no es solo el relato sobre Gaza, sino la capacidad de España para sostener un debate político que no confunda convicción con propaganda ni firmeza con ceguera.

El negacionismo de Ayuso sobre el genocidio en Gaza no puede separarse de su uso del antisemitismo como arma política interna. Al equiparar cualquier crítica a Israel con hostilidad hacia los judíos, la presidenta madrileña desplaza el debate de la esfera internacional a la doméstica, donde convierte acusaciones históricas de antisemitismo en un proyectil contra sus adversarios políticos. La paradoja es evidente: mientras invisibiliza el sufrimiento palestino y reduce el genocidio a una exageración retórica, instrumentaliza al mismo tiempo la memoria del Holocausto para deslegitimar a quienes disienten de su visión.

De este modo, la negación de un crimen presente y la evocación instrumental de un crimen pasado se entrelazan en un mismo mecanismo discursivo: uno que no busca comprender la complejidad del conflicto ni honrar la memoria de las víctimas, sino reforzar un relato polarizador. Gaza se convierte en Madrid; la tragedia ajena, en munición electoral. Y así, la política de Ayuso muestra su reverso más peligroso: cuando la memoria histórica y la catástrofe contemporánea se reducen a simples herramientas de poder, lo que se erosiona no es solo la verdad, sino la capacidad de una sociedad para distinguir entre la defensa legítima de un Estado y la complicidad con la negación de una masacre.

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