Donald Trump, en su estilo de matón de instituto, afirmó desde el Air Force One que está «comprometido a comprar y poseer Gaza». Por otro lado, en los últimos días también señaló su intención de convertir la Franja en un gran resort para turismo de alto standing.
El 6 de diciembre, Trump habló sobre un plan en el que Israel transferiría la Franja de Gaza a la supervisión estadounidense, enfatizando que la medida implicaría reasentar a los palestinos en lo que describió como «comunidades mucho más seguras y hermosas» en toda la región.
Estas propuestas suponen que se respalda una forma de limpieza étnica, algo que su administración niega vehementemente. Naciones Unidas, las organizaciones de derechos humanos y los líderes árabes han condenado la idea, mientras que los analistas siguen siendo escépticos sobre su viabilidad.
Las declaraciones iniciales de Trump, realizadas durante una conferencia de prensa conjunta con el primer ministro israelí prófugo de la Corte Penal Internacional, Benjamin Netanyahu, enmarcaron la transformación de Gaza en la «Riviera de Oriente Medio» como un cambio permanente. Sin embargo, los funcionarios de la Casa Blanca han intentado rebajar el nivel de la propuesta pintando un panorama diferente, sugiriendo que cualquier desplazamiento de los gazatíes sería temporal y permitiría la reconstrucción y la limpieza de escombros. Evidentemente, los trabajadores de la Casa Blanca saben más de derecho internacional que Trump y tienen conciencia de que la propuesta del presidente norteamericano podría ser calificada como delito de lesa humanidad.
Las contradicciones dentro del bando de Trump no han hecho más que ahondar la controversia. La portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, y el secretario de Estado, Marco Rubio, destacaron la naturaleza provisional del plan, contradiciendo directamente las anteriores insinuaciones de permanencia de Trump.
Mientras tanto, el mensaje de Trump en Truth Social dejó preguntas clave sin respuesta, en particular si se permitirá el regreso de los dos millones de habitantes de Gaza. Según el derecho internacional, el traslado forzado de poblaciones de los territorios ocupados está explícitamente prohibido, lo que añade otra capa de complejidad a la propuesta de Trump. Además, los desafíos legales, logísticos y éticos sólo plantean dudas sobre su viabilidad.
Al defender una prolongada ocupación estadounidense de Gaza y la expulsión de los palestinos, Donald Trump no sólo se alinea con la visión de extrema derecha de las facciones supremacistas de Israel, sino que también respalda lo que sólo puede describirse como un crimen de guerra.
Esta postura traiciona cualquier compromiso con la paz que pudiera haber profesado durante su discurso de toma de posesión. Trump, que juró defender la Constitución estadounidense, propuso que Estados Unidos tome el control de Gaza con el pretexto de la reconstrucción, un preludio apenas velado de una operación inmobiliaria depredadora que excluye explícitamente a los palestinos.
El apoyo inquebrantable de Trump a las políticas israelíes está bien documentado. Sus decisiones unilaterales, como trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, reconociendo así a la ciudad como capital de Israel, y legitimar la soberanía israelí sobre los Altos del Golán sirios, sentaron un precedente durante su primer mandato.
La extrema derecha supremacista israelí concibe el conflicto en términos de dominio y subyugación absolutos. Además, el impactante anuncio de Trump sobre Gaza podría ser seguido pronto por posiciones similares sobre la anexión de porciones significativas de Cisjordania. Al negar a los palestinos su legítimo derecho a la autodeterminación en la tierra que les pertenece por derecho, Trump está esencialmente reescribiendo la historia para adaptarla a una narrativa de dominio y control. Esta distorsión de los hechos históricos para convertirla en una narrativa de supremacía corre el riesgo de ser aprobada como política oficial por la principal potencia mundial.
La paz en Palestina sólo se puede lograr mediante el compromiso y el reconocimiento mutuo, no mediante la opresión de un pueblo asediado. La búsqueda de un proyecto tan catastrófico incitará sin duda a un peligroso mesianismo israelí, en detrimento de ambas partes.
Trump tampoco tiene en cuenta el efecto que este anuncio tendrá en las actuales conversaciones de normalización entre Israel y Arabia Saudí, que dependen de la creación de un Estado palestino. La negativa expresa de Egipto y Jordania a ser cómplices de esta limpieza étnica propuesta acogiendo a los palestinos desplazados cae en saco roto.
Trump está convencido de que la amenaza constante que ejerce desde la Casa Blanca supera a todas las demás consideraciones. Esta convicción recuerda las desventuras de otra administración republicana tras los atentados del 11 de septiembre, cuando Estados Unidos se embarcó en desastrosas operaciones militares en todo Oriente Medio. El daño resultante a la posición global de Estados Unidos, la pérdida de innumerables vidas y el despilfarro de vastos recursos fueron contraproducentes para los resultados previstos.
Hace una década, Trump entró en el escenario político criticando precisamente esos errores, pero ahora defiende una forma de neoimperialismo y neocolonialismo que exige una presencia física en tierras extranjeras. Lejos de restaurar la grandeza de Estados Unidos, como afirma, Trump corre el riesgo de arrastrar al país nuevamente a un atolladero sangriento de su pasado.
El sentimiento público en los países árabes ha sido abrumadoramente negativo hacia el plan. Muchos lo perciben como un acto imperialista que niega la autodeterminación palestina y amenaza la estabilidad regional. Las consecuencias geopolíticas de esta propuesta serán graves.
El desplazamiento de los palestinos derivará en disturbios y violencia, no sólo en Gaza, sino en todo Oriente Medio. Los países de la región ya están lidiando con desafíos socioeconómicos y riesgos políticos, y tal vez no puedan manejar la carga adicional de los palestinos desplazados.
Además, este plan podría tensar las relaciones entre Estados Unidos y sus aliados clave en la región. Aliados estratégicos como Arabia Saudí, Egipto y Jordania podrían reconsiderar sus vínculos diplomáticos con Estados Unidos si éste sigue esa política. El mundo musulmán en general, incluidos Turquía e Irán, probablemente amplificaría sus objeciones al papel de Estados Unidos en Oriente Medio.
Los desafíos que entraña implementar una transformación de ese tipo son inmensos, aunque Trump conciba a Gaza como un centro económico. Reubicar a más de 1,8 millones de personas no es factible. Es poco probable que los países vecinos, que ya tienen sus propios problemas económicos y políticos, abran sus fronteras a una afluencia de ese calibre. La falta de opciones para los palestinos agrava la situación.
Además, los riesgos de seguridad disuadirán a los inversores, incluso si se despejara el terreno para su desarrollo. Transformar económicamente Gaza requiere una inversión extranjera sustancial, pero el desplazamiento de su población desalentará a muchas empresas internacionales. Sin embargo, el costo de demoler y reconstruir Gaza sería prohibitivamente alto, lo que requeriría la intervención inmediata y a largo plazo de una comunidad internacional renuente, si no abiertamente hostil.
Otro problema importante es la seguridad. La evacuación de los palestinos de Gaza provocará una fuerte resistencia de las milicias locales y de otras regiones y países. Es probable que Hamás y otros grupos militantes lanzarán contraataques, lo que provocará más conflictos. El control estadounidense de Gaza requerirá una presencia militar sostenida, lo que dará lugar a una insurgencia prolongada y a una actividad terrorista. Las experiencias pasadas de ocupaciones militares en regiones volátiles como Irak y Afganistán han demostrado que esas intervenciones suelen conducir a pérdidas significativas de vidas, dificultades financieras e inestabilidad a largo plazo, en lugar de resultados satisfactorios.
La propuesta de Trump de apoderarse de la Franja de Gaza y reubicar a sus residentes palestinos plantea numerosas cuestiones jurídicas, éticas y geopolíticas. La deportación masiva de personas no sólo es una violación del derecho internacional, sino también una práctica que podría conducir a un mayor conflicto y a relaciones tensas con otras naciones.