En una votación que reflejó la polarización de un país dividido, esta semana se aprobó el controvertido proyecto de ley de impuestos y gastos “Grande y Hermoso”. Impulsada por el presidente Donald Trump, la norma promete estímulos fiscales masivos para los multimillonarios al mismo tiempo que recorta programas esenciales de salud y asistencia social, un desequilibrio que sus críticos comparan con el lamento de un poema chino: ofrecer la luna a quienes ya la tienen, dejando en oscuridad a quienes habitan la zanja.
El paquete tributario extiende los recortes corporativos e individuales de 2017 y amplía exenciones multimillonarias para las grandes empresas y las fortunas privadas, mientras la exención de impuestos sobre pequeñas propinas y horas extras apenas roza el bolsillo de los trabajadores de menores ingresos. Para analistas progresistas, la ley “Grande y Hermoso” se convierte en un auténtico festín fiscal para la élite, con migajas para la clase trabajadora.
En materia energética, la legislación arremete contra las renovables: suprime gradualmente los incentivos para vehículos eléctricos a partir del 30 de septiembre y restringe los créditos fiscales a proyectos eólicos y solares ya en operación hasta finales de 2027. Un retroceso en plena crisis climática, que sacrificará la inversión verde en aras de un alivio presupuestario inmediato.
Pero es el desmantelamiento de la red de protección social lo que más alarma genera. El texto aprobado recorta drásticamente los fondos de Medicare y programas de asistencia nutricional como SNAP, y modifica sobremanera Medicaid y la Ley de Cuidado de Salud Asequible. Según proyecciones oficiales, casi 12 millones de estadounidenses perderán la cobertura médica, exponiéndolos a facturas catastróficas y al abandono de la atención esencial.
Al mismo tiempo, el proyecto abre las arcas para elevar gastos de defensa y reforzar la lucha contra la inmigración ilegal: miles de millones de dólares para tanques, buques y muros, frente a recortes duros en hospitales, bancos de alimentos y comedores sociales. Como resumió el senador Bernie Sanders, la ley es “un regalo a la clase multimillonaria”. Por su parte, el demócrata Gary Peters la tachó de “imprudente e irresponsable”.
En el terreno fiscal, la nueva ley añadirá cerca de 3,3 billones de dólares al déficit entre 2025 y 2034, tras haber elevado apenas días antes el techo de la deuda en 5 billones más. El resultado ha sido un dólar debilitado, en su nivel más bajo frente al euro desde septiembre de 2021 y con el índice dólar hundido a mínimos de febrero de 2022, lo cual presagia encarecimiento de importaciones y volatilidad en los mercados globales.
“¿Qué clase de nación estamos construyendo cuando las arcas se abren para armas y muros, pero se cierran para la salud y el bienestar de nuestros ciudadanos?”, preguntó la senadora Elizabeth Warren tras la votación.
Más allá del cálculo partidista, sobrevuela una pregunta ética: ¿puede una democracia sostenerse si promete prosperidad para todos y entrega privilegios solo a unos pocos? Para millones de trabajadores y familias vulnerables, la “luna brillante” de este proyecto brillará únicamente sobre las mansiones de los ricos, dejando intactas las “zanjas” de la desigualdad. Y si la zanja se oscurece del todo, el contrato social corre serio riesgo de quebrarse.
La revolución era esto
La destrucción de los sistemas de protección social y de cuidado de la salud demuestra que Donald Trump ha vuelto a estafar a los millones de personas que le votaron. Mucha gente se creyó las mentiras de campaña, pensó que era cierto que el millonario neoyorkino era una especie de “maverick” que iba a derribar al sistema. Bueno, pues la revolución era la creación de una plutocracia corrupta en la que los que mandan son los que extendieron cheques millonarios para la campaña del presidente.
La aprobación del proyecto de ley “Grande y Hermoso” no solo refuerza un desequilibrio fiscal y social, sino que representa también un paso decisivo hacia la instauración de una plutocracia en Estados Unidos, es decir, un sistema en el que las decisiones más trascendentales quedan cada vez más en manos de la aristocracia del capital. Desde la crisis de 2008, el peso político de los grandes patrimonios y las corporaciones no ha dejado de crecer: gracias a la jurisprudencia de la Corte Suprema (entre ella el histórico fallo Citizens United de 2010), las élites económicas disponen de un caudal casi ilimitado para financiar campañas y moldear la agenda legislativa a su favor.
Con el reciente recorte masivo de impuestos a las grandes empresas y a los individuos más ricos, se ha reforzado la noción de que la representación política se vende al mejor postor. Los legisladores que reciben ingentes aportes de las cúpulas financieras y los lobbies corporativos se convierten en intérpretes de sus intereses, incluso cuando estos chocan con el bienestar de la mayoría. Bajo el nuevo marco fiscal, no es solo que los ricos paguen menos: es que ya no existe un contrapeso real que defienda con igual fuerza los recursos para salud, educación y redes de protección social, puesto que los poderes fácticos han capturado la formulación de las políticas públicas.
Este fenómeno no surge de la nada. Durante las últimas décadas, una concentración sin precedentes de activos financieros (acciones, bonos y opciones) ha permitido que una minoría acumule un nivel de influencia política y económica capaz de condicionar y dirigir el debate público. Los grandes medios de comunicación, las fundaciones filantrópicas de élite y los institutos de investigación patrocinados por fundaciones multimillonarias han contribuido a normalizar la idea de que el recorte de impuestos y la desregulación son sinónimo de crecimiento, ocultando sistemáticamente sus consecuencias regresivas.
La nueva ley, al afianzar el sendero iniciado en 2017, cierra el círculo: amplifica los recursos de quienes financian campañas, refuerza un Congreso y un Senado dependientes de las grandes donaciones y deja cada vez más fuera del juego a los votantes de menores ingresos. El resultado es un sistema en el que la voz de la mayoría queda desdibujada frente al estruendo de las arcas millonarias. La plutocracia, lejos de ser un concepto abstracto, se convierte así en la forma efectiva de gobierno: no la de la Constitución o de la voluntad popular, sino la de los bolsillos más abultados.
En última instancia, el tejido democrático de Estados Unidos se ve amenazado cuando la política fiscal sirve de instrumento para garantizar que la riqueza siga acumulándose en la cúspide, mientras las bases sociales quedan relegadas a la crítica impotente. El experimento de una “democracia capitalista” corre el riesgo de transformarse en una “dictadura del capital”, y el proyecto “Grande y Hermoso” constituye quizá el anuncio más contundente de esa deriva. La pregunta que queda en el aire es si la sociedad civil, los medios independientes y los actores políticos (tanto dentro como fuera del Capitolio) estarán dispuestos a revertir este curso antes de que la luz que aún preserva mínimamente el contrato social se extinga por completo.