Hay películas que se recuerdan por su última frase: ese “Presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad” de Casablanca, o aquel lapidario “Nadie es perfecto” de Con faldas y a lo loco. Uno de mis comics favoritos, la ya clásica saga de Le Tendre y Loisel En busca del pájaro del tiempo, termina con la solución al enigma que Fol, el bufón oracular, había planteado páginas atrás a los protagonistas: ¿cuál es la única pasión humana capaz de liberar el alma y darle sosiego hasta la hora de la muerte? Hay alguna respuesta falsa (la nieta del protagonista, tan cándida ella, dice que es el amor), y solo descubrimos la verdadera al llegar a la última viñeta: “Este mal es único, hermano, y solo los humanos lo sufren: se llama… nostalgia”. En efecto, la dichosa nostalgia es una de nuestras emociones más poderosas, con todo lo que tiene de autocomplaciente, lacrimógeno y narcótico. Podemos dejarnos inundar por ella, volvernos insensibles a los pinchazos del presente y ahogarnos dulcemente en el pasado. La nostalgia, en fin, es el motor de esta novela gráfica que hoy tengo entre manos, Baños Pleamar de Isaac Sánchez.
Baños Pleamar no es memorable por su última frase, sino por la primera, que es una advertencia al lector: “Esta historia no está basada en hechos reales. Todo lo contrario, son recuerdos”. Y así es. El autor dedica sus páginas a rememorar episodios de su infancia, al calor del humilde negocio familiar que regentaban sus padres: un merendero a la vera del mar en la playa de Badalona, a principios de los noventa. Desde su mente infantil, el pequeño protagonista procesa la realidad social de su clientela lumpen, los estreses de la cocina y, sobre todo, los dramas familiares, “cosas de mayores” cuyo sentido le escapa y deberá ir desentrañando según crezca y los revisite en la memoria, ya metamorfoseados en recuerdos. Con más de Cuéntame que de Cinema Paradiso, el autor recrea aquellos años con pinceladas de cultura popular que buscan arrancar la sonrisa cómplice al lector de su quinta: las canciones de Whitney Houston, los VHS de Schwarzenegger, Les Tortugues Ninja en TV3 o el anuncio de Ferrero Rocher, que aparece reproducido tal cual en viñetas (el spot de Centella en Verónica, de Paco Plaza, demostró el potencial de este tipo de recursos, en su caso para usar la nostalgia como antesala del terror). El cómic se explaya recreando la jerga de la época: nasti de plasti, efectiviwonder, dabuten, de qué vas biterkás. E incluso juega con varios planos de nostalgia, al retrotraernos a la juventud de su padre en las que son las páginas más brillantes de Baños Pleamar: para recrear los años del franquismo, Isaac Sánchez hace un virtuoso ejercicio de estilo y adopta la línea, los colores, las rotulaciones y hasta el ritmo de los tebeos del Tío Vivo o del Jaimito.
El autor es absolutamente honesto al denegar la veracidad de lo que cuenta. Narrar nuestro propio pasado es hacer un ejercicio de autoficción, convertir recuerdos en historias (que no son realidad sino artificio) y a personas reales en personajes. La alquimia que transmuta a nuestros seres amados en criaturas de ficción es un proceso complejo y no exento de riesgo; personas excepcionales pueden devenir personajes mediocres. Es todo un reto trasladar los perfiles caracterológicos de personas cercanas (en este caso, la familia del autor), con todas sus contradicciones, sus luces y sus sombras, a los párrafos de una novela o a las viñetas de un cómic. Isaac Sánchez es consciente de la complejidad de esta tarea, y no en vano lleva diciendo, desde antes de empezar a dibujarla, que esta es la obra más ambiciosa de su carrera. Por eso ni puedo ni pretendo juzgar a la verdadera familia del autor, sino a los personajes que aparecen en esta obra, que son proyecciones de sus recuerdos y de la manera en que este reconstruye su pasado. Y, a la vista de todo ello, a mí me da que esta obra tiene mucho de terapia.
Baños Pleamar es un emotivo homenaje del autor a la figura de su padre, grande en todos los sentidos: un héroe charnego en camiseta de tirantes. Aparece como una personalidad expansiva, admirable sin límites, como una auténtica fuerza de la naturaleza. Es una persona vista a través de la subjetividad de un hijo que adora a su papá. E igual que el cómic es un tributo a corazón abierto al padre, es también un ajuste de cuentas con la madre, a la que retrata despiadadamente como la responsable de arruinar todos los sueños de su marido, desde su carrera como cantante al propio negocio del merendero,mientras dilapidaba las rentas familiares en su malsana adicción a los tarotistas telefónicos. El punto de vista del autor es rabiosamente subjetivo, como se demuestra en el retrato amable que hace de sus hermanas mayores, chavalas angelicales que intentan ser separadas del núcleo familiar por sus abyectos novios, representados en el cómic bajo la forma de vampiros (como guiño al Drácula de Coppola, que a la sazón se estrenó por aquel entonces, y también como metáfora de la adicción a las drogas).
Poderosa es la nostalgia, sí. Y grande es el esfuerzo de Isaac Sánchez en volcar sin flitros sus recuerdos en esta novela gráfica. En su tramo final, las fotografías se mezclan con los dibujos, conformando un collage que busca fundir memorias y ficción en una sola realidad (o metarrealidad) autobiográfica. Sin embargo, la búsqueda de intensidad emocional acaba lastrando la narrativa, cuyos textos en ocasiones descarrilan de lo poético para acercarse peligrosamente a lo pedante. Mientras se mantiene en el registro costumbrista, funciona de maravilla (“Teniendo delante una titi como esa hay que tirarse el moco”), pero cuando intenta ponerse lírico corre peor fortuna (“¿Percibes el siseo de la brisa marina improvisando con las gaviotas?”). Al leer Baños Pleamar, se puede sentir al autor poniendo toda la carne en el asador, explotando todos sus recursos gráficos y narrativos para estar a la altura de sus recuerdos. Por momentos lo borda, otras veces queda demasiado forzado. Pero, en todo caso, se agradece la honestidad y el compromiso, la voluntad de desnudar el alma ante el lector.