La ficción se basa en un pacto. Alguien nos cuenta mentiras y nosotros hacemos cómo si fueran verdad aunque sabemos que no es sí. Nadie nos pillará por sorpresa si no dice, por ejemplo, que Superman no vuela o que ni siquiera existe. Sin embargo, mientras dura la película, nos alegramos por él o tememos que le hagan daño como si fuera un personaje de carne y hueso. Sin embargo, en los últimos tiempos, este acuerdo entre el artista y su público amenaza con saltar por los aires cuando se tratan temas históricos. Todo tiene que estar entonces bien documentado. Llegamos así a la aberración de que una novela acabe con un listado bibliográfico, en un claro atentado a la esencia de la literatura. Con el cine sucede lo mismo, tal como hemos visto en las críticas virulentas contra el Napoleón de Ridley Scott.
El director británico habría cometido un crimen de lesa historia por sus numerosas inexactitudes. Bonaparte, por ejemplo, no presenció la ejecución de María Antonieta. Este sería un fallo, al parecer, gravísimo. Pero… ¿Acaso no es normal que los creadores jueguen con los hechos? En el musical Evita aparece el Che aunque Ernesto Guevara y la primera dama argentina ni siquiera se conocieron.
Se protesta, asimismo, porque Vanessa Kirby, como Josefina, sea más joven que Napoleón. Como si eso tuviera alguna importancia. Si yo fuera un director de cine, no renunciaría a una actriz tan sensacional solo para satisfacer a los puristas. Además… ¿No está la gracia en que nos hagan creer lo increíble? En Grease, nadie diría que los actores tienen la edad que representan como alumnos de secundaria.
En cuanto que Napoleón nunca atacaba sable en mano… ¿Y lo vistoso que queda? Si dependiera de su fidelidad histórica, el famoso retrato de Bonaparte cruzando los Alpes, por Jacques-Louis David, sería una porquería y no la obra maestra que es. Da igual que el paso aquella cordillera se efectuara en mula y no sobre un brioso alazán.
David también faltó a la verdad cuando, en su lienzo sobre la coronación de Napoleón, colocó entre los asistentes a Leticia Ramolino aunque no se había molestado en asistir. ¿Supone esta mentira algún demérito? Pues claro que no. En una pintura, una película o una novela, la verdad o la mentira son cuestiones artísticas, no científicas. En las redes, la gente puede pontificar todo lo que quiera sobre si la verdadera batalla de Austerlitz fue o no tal como Scott la pinta. A mi me parece más sensato disfrutar con la tremenda belleza del momento, cuando los cañones hacen que el hielo se resquebraje y los enemigos de los franceses mueren ahogados. La ficción es así: nos parecen estéticas tragedias que nos horrorizarían si las viviéramos en la vida real.
Se ha acusado también a la película de ridiculizar a Napoleón. ¿Y? ¿Estamos obligados a ver el personaje desde el punto de vista francés y su obsesión por la grandeur? Scott tiene todo el derecho a darnos una visión crítica. A fin de cuentas, estamos ante un conquistador y un gobernante poco amante de las formas democráticas. Es cierto que el Bonaparte de Joaquin Phoenix no brilla precisamente por su simpatía, pero lo mismo puede decirse de Sheldon Cooper o del doctor House. En lo que a mi respecta, su imagen me parece, en cierto sentido, más real que la de tantos relatos épicos. Encuentro impagable la escena en la que ha de salir corriendo, durante el golpe del 18 de Brumario, para que los diputados no lo despedacen. Al final, su hermano Luciano le sacará las castañas del fuego, como hizo en la vida real.
Aunque los detalles sean falsos, la cinta no se aparta demasiado de las verdades fundamentales. Napoleón y Josefina sí que mantuvieron una relación tóxica, que aquí aparece reflejada a través de las continuas trifulcas. De todas formas, cuando Josefina muere antes de que Napoleón llegue a visitarla, el emperador nos conmueve al mostrarse sinceramente desencajado. Ha perdido al amor de su vida pese a las mutuas infidelidades.
No comparto tampoco el sentimiento airado de los que quejan, con un chauvinismo que parece más francés que español, sobre la omisión de la guerra de la Independencia. Un creador debe elegir, establecer prioridades. De lo contrario, el resultado tendría más semejanza con una entrada de enciclopedia que con una película. Además, ningún hecho es relevante en sí mismo sino solo en relación al discurso más amplio del que forma parte.
Si queremos aprender historia, vayamos a la biblioteca. El cine está para otra cosa. Lo que el viento se llevó no pierde un ápice de su embrujo aunque sepamos que idealiza descaradamente al Sur. Lo mismo sucede con Murieron con las botas puestas aunque el auténtico general Custer tuviera más de psicópata que de héroe. JFK, de Oliver Stone, nos seguirá deslumbrando como ejercicio de estilo aunque sea delirante en términos históricos por su insistencia en la conspiranoia. El arte, insistamos una vez más, no es ciencia sino una mentira que nos seduce.