Cuando la muerte aparece hay artículos que no pueden ser simplemente actualidad, y hay que escribirlos despacio. Dejar que reposen dentro; y luego soltarlos.
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Están Rafael Soler y Jon Andión en el escenario del salón de actos de la Esgae (me gusta escribirlo así).
Hay relatos, una carta de Inma Chacón, las palabras de Soler, Charo Fierro... y un piano.
A lo largo de la noche -ceno con la familia y los más cercanos- voy comprendiendo lo que he visto, lo que ha pasado, el porqué de esa hondura irrepetible cuando aparece, anegándolo todo, el piano.
Sabía que Patxi Andión -no llegué a conocerlo- había muerto. Lo viví a través del dolor de su gran amigo: Tomás Fernández El Mago, pero desconocía las circunstancias.
Inesperado.
Sin tiempo para despedirse.
Un accidente de carretera.
No estuve -hace ya muchos años- en la gran sala de la Ateneo cuando Jon Andión presentó su primer poemario: todas las butacas llenas, sus padres emocionados.
Estoy cenando con ellos, con los vivos, que aún no han asimilado por completo, al cabo es imposible de explicar con palabras y raro, que aquellos a quienes amamos no mueren del todo; siguen viviendo a través nuestro: les hacemos de vicarios. Y al final el dolor desaparece, mezclando vida y legado. Y queda el orgullo de servir de médium: la alegría de que el corazón de Patxi Andión siga latiendo en el pecho de su hijo, de Jon, como pudimos comprobar, sentir, todos los que allí estábamos, en la presentación en la Esgae (me gusta escribirlo así) de CUANDO ME VAYA VOLVERÉ. Arrebatados por la voz de Jon, por la verdad de la música -improvisada- que nacía de su piano.
Fuerte y largo aplauso.