La relación entre cristianismo e Islam acostumbra a verse como un enfrentamiento permanente. Mahoma sería, supuestamente, la antítesis de Jesús. Pero la historia también nos muestra intentos de tender puentes, no solo de volarlos. Ahí está la inmensa figura de Louis Massignon (1883-1962), tan ferviente católico como prestigioso arabista, considerado el más musulmán de los cristianos y el más cristiano de los musulmanes. Tras la Primera Guerra Mundial, se mostró muy crítico con el trato dado por los occidentales a los territorios de Oriente. Creía que los europeos habían faltado a la palabra dada al convertir Siria en un protectorado francés. También expresó su disconformidad con la Declaración Balfour, que no había tenido en cuenta las aspiraciones del pueblo palestino.
En 1922 acabó su tesis sobre Mansûr al-Hallâj, un sufí condenado a muerte en el siglo X bajo el cargo de herejía. El Islam, para Massignon, aunque religión imperfecta por no reconocer la divinidad de Jesús, planteaba un desafío positivo a los cristianos. Su obra se basa en la valoración de las aportaciones fecundas del mundo musulmán, desde una óptica contraria al colonialismo, aunque no por eso dejara de ser un ardiente nacionalista francés.
Junto a Jean Scelles y André de Peretti, nuestro hombre fundó, en 1947, el “Comité Cristiano de Entente Francia-Islam”. Algunos años más tarde, lo encontramos entre los integrantes del “Comité Francia-Magreb”. Estas iniciativas revelan la inquietud por el dialogo de una sensibilidad aperturista, partidaria de la generosidad del Primer Mundo con los inmigrantes, sobre todo con los procedentes de los países musulmanes.
Massignon ejerció una poderosa influencia sobre Giulio Bassetti-Sani, autor, en 1959, de Mahoma y San Francisco, libro en el que propone una aproximación al Islam que suscitará violentas críticas en los medios católicos más conservadores. Tanto fue así que el Vaticano apartó a Bassetti-Sani de su orden, la franciscana, a la que no podrá regresar hasta 1974. Pese a todo, siguió profundizando en esta vía renovadora. El fundador del Islam ya no es el personaje diabólico que presentaban tantos apologistas cristianos sino un hombre inspirado por Dios, con un papel importante en la historia de la Redención. Cuando, en la estela del concilio Vaticano II, el diálogo entre católicos y musulmanes se convierta en un tema de actualidad, Bassetti-Sani dejará de ser un heterodoxo para ser valorado por sus innovaciones de pionero.
El Vaticano II, a través de la constitución dogmática Lumen Gentium, expresaba una voluntad conciliadora hacia el Islam, una religión próxima al cristianismo por adorar a un Dios único y futuro juez de la humanidad en el último día. Roma, en esta ocasión, no trata de condenar a los que tienen otras creencias sino de aproximarse a ellos desde la comprensión. La declaración Nostra aetate, promulgada en 1965, manifiesta un sentimiento de estima hacia los musulmanes, con la vista puesta en los puntos en común: ellos, aunque no reconocen a Cristo como Dios, lo veneran como profeta, al igual que honran a su madre, María. El Concilio, desde esta voluntad de tender puentes, exhortaba a olvidar las enemistades de tiempos pasados entre los seguidores de Jesús y los de Mahoma. Había llegado el momento de que unos y otros se dedicaran a trabajar juntos por la paz, la libertad y la justicia social.
El teólogo alemán Hans Kung se convertirá en un gran protagonista del diálogo ecuménico. La Nostra aetate, a su juicio, no iba muy lejos en su reconocimiento del Islam. No mencionaba el nombre de Mahoma, por más que éste hubiera conducido a los árabes hacia el monoteísmo. A partir de 1991, Kung dedicará una trilogía a las tres grandes religiones abrahámicas. ¿Qué balance podemos extraer de su prolongado esfuerzo de reflexión? Pese a sus buenas intenciones, acabó por encontrarse en un callejón sin salida. Como teólogo defendía el carácter normativo de la revelación evangélica, pero a la vez criticaba la consideración de otras confesiones como religiones imperfectas, desde una tolerancia que en la práctica se convertía en un arma de proselitismo. Decidido a conciliar ambos puntos de vista, se mueve dentro de un delicado equilibrio que no acaba de resultar convincente. Para juzgar una religión, sugiere valorar si favorece la dignidad del individuo y si es fiel a sus propios preceptos. El problema es que estos criterios no permiten decidir sobre la verdad o la falta de ella. Kung propone un tercer aspecto a tener en cuenta, la fidelidad al espíritu de Jesús. En ese caso, como dijo uno de sus críticos, Paul Sands, la verdad solo podía ser cristiana.
Otros defensores del ecumenismo se enfrentaron a las mismas dificultades. No deseaban afirmar la superioridad cristiana, pero tampoco caer en una posición relativista que les condujera a conceder igual valor a todas las confesiones. Trataron de sortear la contradicción con una solución de compromiso que provocó numerosas insatisfacciones tanto dentro de la Iglesia como en el campo musulmán. La excesiva ortodoxia, de esta forma, se convirtió en un obstáculo para el encuentro. Si el diálogo ha de ser entre iguales, nadie puede tener la pretensión de que la suya es la auténtica verdad. La conclusión lógica del ecumenismo es que las religiones son diferentes caminos hacia Dios, sin que pueda decirse que una de estas vías es superior a otra.