Como buen aficionado al jazz y músicas afines, yo conocía a Suehiro Maruo por las memorables ilustraciones que decoraban la carpeta y el libreto del no menos memorable disco de John Zorn Naked City (1990). Este saxofonista neoyorquino, heterodoxo donde los haya, se rodeó para la ocasión de un grupo de improvisadores temerarios y, a medio camino entre el hardcore y el jazz, vomitaron en el estudio un repertorio de composiciones propias y versiones retorcidas de música de cine y televisión. Participaron, entre otros, nada menos que Bill Frisell, Joey Baron y Yamatsuka Eye, un vocalista japonés de lo más underground que salpicaba los temas de Zorn con sus característicos gruñidos y gritos guturales. Fue seguramente a través de este como el saxofonista entró en contacto con la obra de Suehiro Maruo, que a la sazón estaba adquiriendo estatus de culto en Japón. Arte provocativo para música provocativa: nada más acertado que usar las ilustraciones de Maruo para el artwork de Naked City. El público occidental quedó impactado ante aquellas imágenes tan explícitamente macabras como delicadamente perfiladas. Una serpiente que sumerge sus anillos en las cavidades del rostro de una tierna adolescente, un cadáver con la boca poblada de cangrejos, una pareja de amantes lamiéndose en éxtasis los globos oculares: esta es la esencia del arte de Maruo, uno de los máximos representantes (con el permiso de Toshio Saeki) del estilo de ilustración conocido, en Japón y fuera de él, por el acrónimo eroguro: erotic & grotesque.
El eroguro está de moda en occidente, y también en España (que nunca sé muy bien si es occidente). Hace pocos años la editorial Satori sacó una monografía dedicada al género bajo la coordinación de Jesús Palacios. En los últimos años hemos visto las mesas de novedades de las comicotecas nacionales una auténtica inundación de obras del propio Suehiro Maruo, de Shintaro Kago o del gran maestro del manga macabro, Junji Ito. Tenía yo curiosidad por ver si la faceta de Maruo como narrador de historias (esto es, como mangaka) está a la altura de su extraordinario talento como ilustrador, y se me ha presentado la ocasión con este tomo recién sacado por ECC, que recoge cuatro obritas publicadas en Japón hará cosa de una década: Infierno embotellado (que da título a la recopilación), La tentación de San Antonio, Kogane-mochi y ¡Pobre hermanita! Contienen, en generosas raciones, todo lo que esperaría cualquier admirador de Maruo: casquería, bizarrismo y depravación, todo ello expresado con la línea preciosista, casi relamida, del autor. Las dos últimas historias son de temática netamente japonesa; la más conseguida es Kogane-mochi, basada en una pieza clásica de rakugo, repertorio humorístico de tradición oral que se remonta al período Edo. El tratamiento que hace Maruo de este sórdido relato de humor negro me trae ecos del realismo social tremebundo de Yoshihiro Tatsumi. En contraste, las dos primeras historias del libro vuelven la mirada a occidente y exploran la imaginería del cristianismo.
La iconografía cristiana, preñada de perversiones, ha sido (y aún es) fuente inagotable de fascinación para unos cuantos artistas orientales. Las revistas porno japonesas de los años cincuenta, que empezaban a explorar el terreno del bondage, incluían reproducciones de grabados renacentistas de crucifixiones y martirios compartiendo página con fotografías de las émulas niponas de Betty Page, enjaezadas con ligueros y mordaza. A los lectores de estas revistas, la perversión inherente a tales escenas religiosas les resultaba tan evidente como transgresora. Suehiro Maruo recoge el testigo de esta reapropiación tan japonesa del gore cristiano desde un punto de vista descaradamente perverso. Y no es el único: mirad, por ejemplo, los sansebastianes sufrientes y las santas sensuales de Takato Yamamoto.
Pero el cristianismo no solo fascina a los japoneses por sus representaciones explícitas de torturas, sino por la enfermiza complejidad de su sistema moral, cargado de tabúes y represión, y basado en los conceptos de pecado, culpa, arrepentimiento, penitencia, expiación y redención. Esto se refleja tanto en esta obra (el verdadero “infierno embotellado” está en la mente de sus protagonistas, entregados al pecado y torturados por la culpa) como en otras manifestaciones más mainstream de la cultura popular japonesa; la serie Neon Genesis Evangelion de Hideaki Anno, reina indiscutible del universo otaku, es un refrito descacharrante de mitos y símbolos procedentes del imaginario religioso judeocristiano, de los Manuscritos del Mar Muerto al Apocalipsis de San Juan, de la lanza de Longinos a los mismísimos Reyes Magos. Pero dejo de hablar de Evangelion, que da para varias tesis doctorales, y vuelvo a Maruo.
Si la temática de Infierno embotellado es, pues, de inspiración occidental, también lo es su aspecto gráfico. Para dar mayor lustre a su obra y un barniz de respetabilidad artística, Maruo cita y copia modelos procedentes de la gran tradición pictórica occidental. Yo he detectado referencias a Ingres, Friedrich, El Bosco y Dalí, a los prerrafaelitas y a los primitivos flamencos, pero seguro que hay muchas más. Os diré que, a título personal, este recurso me chirría en el contexto de un medio de raíz popular como es el cómic: resulta de lo más kitsch. Román Gubern define el kitsch, ingrediente principal del mal gusto, como la “imitación estilística de formas de un pasado histórico prestigioso”, y esto es precisamente lo que encontramos en las viñetas de Infierno embotellado.
El cómic es un medio que ya cuenta con una larga andadura y, por tanto, ofrece muchas posibilidades a la hora de citar referencias procedentes de su propia historia; como lector cómplice, disfruto del diálogo que establece el autor con la tradición del noveno arte cuando Bryan Lee O’Malley parodia a Akira en Scott Pilgrim o cuando Yves Chaland reinventa a Tintín en el personaje de Freddy Lombard. Pero cuando, como hace Maruo, las citas se refieren a los grandes discursos del pasado, el recurso resulta demasiado pomposo, pretencioso, casi diría pedante. Maruo picotea aquí y allá en la tradición pictórica occidental como si fuera un banco de imágenes; se atreve a incluir, en nota a pie de página, un ranking personal de las cinco mejores representaciones pictóricas de La tentación de San Antonio, como si fuera el hit parade de Los cuarenta principales: con el número uno, Grünewald; en segundo lugar, El Bosco; Max Ernst ocupa el tercer puesto… Nunca había visto nada tan descorazonadoramente posmoderno. Esta pretensión de dignificar el lenguaje del cómic recurriendo a las imágenes de la alta cultura rebaja a las mismas a bienes de mercado y vuelve redicho al tebeo. Maruo, además de impactar al lector dibujando vísceras y sabandijas, quiere desligarse del adocenado mainstream del manga comercial y presumir de artista de élite. Y esa hybris, lástima, es lo que le pierde.