«En mi vida he visto un papel más feo. Uno de esos diseños vistosos y exagerados que cometen todos los pecados artísticos habidos y por haber. Es lo bastante soso para confundir al ojo que lo sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a su examen, y cuando sigues un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en contradicciones inconcebibles. El color es repelente, casi repugnante: un amarillo chillón y sucio, desteñido de manera rara por la luz del sol, que se desplaza lentamente. En algunas partes se convierte en un naranja paliducho y desagradable, y en otras coge un tono verdoso repelente».
El papel pintado amarillo es algo más que un libro sumamente corto: es la crítica que una mujer, Charlotte Perkins Gilman, publicó a finales del siglo XIX —bajo el ala de la ficción— ante el peligro que las «curas de reposo» de su época suponían para la salud mental femenina de mujeres activas e intelectuales como ella. Estos «tratamientos» fueron pensados, introducidos y popularizados por Silas Weir Mitchell, un neurólogo muy dado a prescribirlos al estilo de quien reparte apetecibles dulces y golosinas.
Según Silas Weir Mitchell, Charlotte (que fue una de sus pacientes) sólo conseguiría recuperarse de su depresión posparto si cumplía la siguiente rutina al pie de la letra: dormir una hora después de cada comida; permanecer buena parte del día en la cama, sin hacer nada; efectuar gustosamente las labores domésticas, siendo así un ama de casa ejemplar —es innegable que, en plena depresión posparto, las tareas del hogar contribuyen a distraer la mente (nótese la ironía)—, y pasar el mayor tiempo posible con su hija (lo único más sensato). Evidentemente, el doctor Weir Mitchell no utilizó el término
«depresión», y aún menos, «posparto», para referirse a la situación de Charlotte; en su lugar, se decantó por describir su estado mental y emocional como una «afección de nervios».
A fin de revertir su situación en el momento de los hechos, la autora de El papel pintado amarillo se dispuso a poner en práctica los consejos que Silas
W. M. le recomendó implementar en su día a día. Sin embargo, después de unos cuantos meses, Charlotte tomó la resolución de suprimir su cura de reposo. Se percató de que, para abandonar su malestar —que se estaba
cronificando—, necesitaba aplicar justamente lo contrario a lo que el doctor le aconsejó que hiciese en un primer instante. Tomada esta decisión, su estado anímico empezó a mejorar.
«El papel pintado amarillo»
Tal y como hizo su creadora en la vida real, la protagonista de El papel pintado amarillo pretende quebrantar las normas: piensa escribir; algo que le ha sido terminantemente prohibido por un profesional médico similar a Silas Weir Mitchell. Las aficiones intelectuales son uno de los ingredientes excluidos de la receta para la cura de reposo; no obstante, para no faltar a la verdad, debo matizar que a nuestra protagonista sí le consienten hacer algunas tareas que requieren inteligencia y cierto esfuerzo mental, pero siempre y cuando no superen las dos horas diarias.
Con estas medidas tan restrictivas, la voluntad de la paciente pasa a ocupar un segundo plano. Tanto es así que, ni antes ni durante ni después de la lectura, el lector descubre su nombre, quedando desprovista de toda identidad individual.
Si bien es verdad que la escritora del libro y su protagonista se parecen bastante, hay una cuestión en la que no coinciden: la profesión del marido. Mientras que Charlotte estaba casada con un artista cuando le sobrevino la depresión posparto, la mujer de El papel pintado amarillo es —para mayor inri— la esposa de un médico partidario de las curas de reposo. De hecho, es él quien le confecciona el calendario que establece lo que debe y no debe hacer durante el periodo de convalecencia.
Lejos de favorecerla, permanecer tanto tiempo en cama, privada de autoridad, en una habitación amplia, y alejada de todo contacto humano —a excepción de algún que otro sirviente—, la perjudica.
Aunque John —que muy posiblemente tiene problemas de vista y un entendimiento limitado— insiste en que se está recuperando, su esposa no lo percibe del mismo modo. Su marido es libre de considerar que ha ganado peso y tiene buen color, pero ella sabe que no ha subido ni un gramo y que, para sentirse capaz de ejercer como esposa y madre, sólo necesita relacionarse con personas de carne y hueso —se entiende que más allá del marido que le ha tocado en (des)gracia— y disfrutar de un trabajo agradable, variado e intelectual.
Gracias a su férrea voluntad, que no abandona en su lucha por desasirse de unas obligaciones inhumanas que le son impuestas, la protagonista consigue recoger, en las páginas manuscritas que disimuladamente escribe cuando tiene ocasión, valiosas descripciones a las que el lector tiene, como nadie más (salvo su propia autora), acceso.
En esta especie de diario improvisado, la mujer encuentra una voz propia: explica en qué consisten sus nuevos hábitos, describe cómo es el entorno natural donde se ubica la casa donde vive, apunta sus impresiones sobre el propio inmueble —de cuyos metros cuadrados apenas utiliza una ínfima parte—, e incide en lo horrible que le resulta el papel amarillo con el que algún inquilino anterior revistió las cuatro paredes que, ahora, son testigos de su existencia.
«Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!». Palabras de la protagonista del libro sobre su cuñada, la hermana de John, que va a visitarla.
Cada vez le cuesta escribir más; cuanto menos hace, menos le apetece hacer. Tal llega a ser el nivel de inactividad que su imaginación, de por sí desbordante, se dispara —ahora que no puede volcar sus fantasías escribiendo— hasta que realidad y ficción convergen en el papel amarillo, el punto de fuga de su desequilibrio mental.
El lector es, en todo momento, testigo de la vivencia cautiva de la protagonista. Leer El papel pintado amarillo es adentrarse en un pequeño diario secreto. Aparte de ella, sólo el lector sabe que no está sola en la habitación. John duerme con su esposa algunas noches, cuando no ha de quedarse al cuidado de (otros) pacientes graves en el pueblo. Pero en las noches en las que él no está, y también en las que está, su esposa se siente acompañada por alguien más.
Sí, la ha visto, ha observado cómo una mujer diminuta —que bien podría ser ella misma, su propio «alter ego»— se desplaza por debajo de la superficie del papel amarillo. Esta mujer liliputiense forcejea con el papel, desea salir al exterior, a la superficie, pero no lo logra; el patrón decorativo del papel, tan horrorosamente diseñado, se convierte en barrotes allá donde las filigranas de su estampado así lo quieren.
Ayudar a escapar a esta mujer atrapada en dicho empapelado, que tanto obsesiona y disgusta a nuestra protagonista, se convierte en una tarea de gran envergadura que la activa y moviliza; una labor que requiere todas sus fuerzas físicas para arrancar el papel amarillo de la pared. El objetivo es evidente: liberar definitivamente a la diminuta mujer que se desplaza por debajo.
Ha pensado en todo. Ha preparado, incluso, una cuerda con la que atarla, por si la mujer deseara escaparse. Sólo así, reteniéndola a la fuerza, puede hacerles ver, a John y a la niñera de su hija, que sigue estando en sus cabales.
¡Posible SPOILER! (Busque donde pone: Fin)
El último día aprovecha que John ha salido un instante para, de una vez por todas, liberar a la mujer del empapelado. Ha de hacerlo rápidamente, antes de que su marido regrese y la lleve de vuelta consigo al pueblo, pues la cura de reposo ya ha finalizado. Sin embargo, esta vez, la mujer diminuta ya no es la de la pared, sino su propia salvadora.
Quien gatea por la habitación es la protagonista de El papel pintado amarillo, que siente cómo su estatura ha mermado hasta no alcanzar a superar el zócalo de la pared. Cuando su marido abre la puerta, no encuentra a ninguna criatura liliputiense celebrando su recientemente adquirida libertad. En su lugar, encuentra a su mujer caminando a cuatro patas y anunciándole a los cuatro vientos que, al fin, ha logrado salir; ha podido escapar del papel amarillo. Una escena kafkiana ante la que John, incapaz de procesar la situación, se desmaya.
Con la imagen de nuestra protagonista gateando por la habitación, y salvando un nuevo obstáculo en su camino: el cuerpo del marido —que yace convaleciente en el suelo—, Charlotte cierra esta última parte de la historia, narrada de una manera cómica e inquietante como sólo alguien que lo ha vivido en primera persona puede hacerlo.
Fin del posible spoiler
Opinión personal
El papel pintado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman, es un ejemplo magnífico de cómo un relato sumamente corto puede suscitar tantas reflexiones. En menos de 100 páginas, hay mucho que analizar.
La historia se erige en su conjunto como una alegoría construida a partir del
«papel amarillo», que Charlotte utiliza magistralmente como metáfora y lugar de apoyo sobre el que sustentar su relato. La finalidad es comunicarse con el lector, transmitirle su experiencia personal e individual, y por ello intransferible, pero sí parecida a la que otras mujeres, en una situación similar, podrían estar experimentando.
El papel pintado amarillo es el pretexto para incidir en el absurdo de prescribir curas de reposo a mujeres con depresión que, según el médico, están lo suficientemente bien como para atender la casa, pero lo lamentablemente mal como para ejercitar el intelecto.
Los temas que Charlotte Perkins Gilman trata en el libro son numerosos:
- La maternidad, cuando la persona no se siente lo suficientemente preparada para cumplir como buena esposa y madre.
- La validez tan cuestionable de las curas de reposo, que se pusieron tan de moda en los siglos XIX y XX.
- El papel de la mujer como ser humano cuyo deber irrefutable consiste en atender las tareas domésticas, aun a riesgo de descuidar las intelectuales.
- La inactividad física y mental, propuesta por el neurólogo Silas Weir Mitchell como solución a una depresión posparto que, en lugar de reconocer como tal, describió como un estado de agotamiento fruto de una crisis nerviosa.
- El resentimiento de un estado de salud mental precario que todavía se ve más agravado por una restricción de placeres (lectura, escritura, paseos al aire libre, contacto social…) que —en el libro— llevan a reemplazar la realidad, sosa y gris, por las alucinaciones y visiones que el encierro de una persona, por lo demás, en su sano juicio, provoca. Este estado empeora cuando la vía de escape —la escritura, en el caso de la protagonista y de la propia Charlotte— ha sido objeto de censura por un profesional médico.
Me parece de gran importancia visibilizar la alerta que la autora lanza sobre el impacto negativo que la excesiva inactividad ocasiona en las mentes ávidas de intelectualidad. Como queda evidenciado en el libro —que, si bien es ficción, bebe de la biografía de su autora—, dicha falta de estímulos no contribuye a que la persona retome su rutina habitual. Al contrario, la conduce a un estado vegetativo que todavía agrava más la depresión, haciendo que el paciente aún se perciba más inútil de lo que podría sentirse al observar que su estado anímico le impide disfrutar de actividades que antes le resultaban placenteras.
Un caso de «alter ego múltiple»
Por último, quiero destacar el juego de doble «alter ego» que Charlotte P. G. plantea en El papel pintado amarillo. La protagonista canaliza sus emociones negativas escribiendo, y cuando la escritura se le queda corta, se proyecta a sí misma en una mujer de reducidas dimensiones que, como ella, está condenada a lidiar con el papel amarillo.
Al igual que su personaje, Charlotte también utiliza la escritura como herramienta terapéutica, proyectándose sobre el personaje femenino que, a su vez, por decisión de la autora, se desdobla en la mujer liliputiense. De este modo, Charlotte encuentra su «alter ego» en la protagonista de su obra, quien
—paralelamente— lo tiene en la diminuta mujer que habita bajo el horrendo papel amarillo. No conviene pensar en un amarillo intenso y vivo, sino decolorado y enfermizo, más acorde a la prisión doméstica en la que se ha convertido el lugar de su cura de reposo; un amarillo que nos asfixia a todos.
Agradecimientos
[...] decía Cervantes: saber sentir es saber decir. Palabras de Luis Landero en su libro El huerto de Emerson. Yo espero haber sabido decir lo que esta lectura me ha hecho sentir. Muchas gracias por dedicar tiempo a este artículo. ¡Nos vemos en la siguiente ocasión!
Esta reseña fue escrita originalmente entre 2022 y 2023 (aprox.), y espero que perfeccionada en 2025.