Decía Cánovas que es español el que no puede ser otra cosa. A veces, en momentos de desánimo, pienso que con el escritor pasa lo mismo. El que caso es que yo necesito escribir. Si estoy tres días sin escribir un artículo, no me siento del todo completo. Es como si hubiera faltado a algún tipo de deber moral. Todo, en mi cabeza, gira alrededor de ideas con las que sacarme de la chistera un artículo o incluso un libro. Ahora mismo, mientras tecleo estás líneas, son las doce de la noche. Es tarde. Estoy cansado. ¿Por qué no puedo apagar el ordenador e irme de una vez a la cama?
El cuerpo me pide, o más bien me exige, que diga algo. Es una cuestión fisiológica. Con independencia de si me van a leer dos personas o dos millones, de si voy a cobrar o no. Supongo que lo que me atrae de forma irresistible es la libertad de elegir un tema y plantearlo a mi gusto. Esa es la cosa. No un supuesto deber para con la sociedad. Si escribo, es para mí. Si encima a alguien le gusta lo que hago, mejor. Todo se reduce, pues, a un impulso romántico, no a un cálculo coste-beneficio.
Todo este largo preámbulo viene al caso para justificar la inmensa ternura que me causa Azorín, el gran escritor que de la generación del 98. Francisco Fuster le acaba de dedicar una excelente biografía, Azorín. Clásico y moderno (Alianza Editorial, 2025), donde nos habla de su grafomanía incorregible. Eso hace que le sienta próximo con independencia de si me gusta su estilo o comparto sus ideas. Digamos que, de alguna manera mística, pienso que pertenece a mi mismo equipo, el de los que nos empeñamos en creer que la literatura vale la pena por encima de todo aquello que, cada día, conspira para distraernos de lo que importa.
A lo largo de sesenta años, Azorín publicó más de cien libros y alrededor de cinco mil quinientos artículos de periódico. Son cifras que producen vértigo, propias de alguien que debía de escribir hasta dormido. Él mismo confesó que escribió en muchas ciudades, en todo tipo de cuartillas, lo mismo en un cuarto de estudiante que en la mesa de una redacción, a todas horas: “por la mañana, por la tarde, a prima noche, en las horas de la madrugada, con el alba, con la aurora, a mediodía, a la tarde”. En realidad, no tenía otro remedio. Sabía que solo podía ser feliz si dejaba que su grafomanía lo invadiera todo. Seguramente, la distinción escolástica que hacen algunos entre vida y obra le hubiera parecido un sinsentido. Vivir y escribir no son dos cosas distintas sino la misma. De ahí que lo imagine parafraseando a Descartes: “Escribo luego existo”,
Cuando llegó a viejo no cambió de costumbres. Todo lo contrario. Cuando se sentaba ante una máquina de escribir y tecleaba a horas intempestivas, experimentaba una dicha que los demás no alcanzaban a imaginarse.
Yo podría decir otro tanto. El reloj digital de mi ordenador portátil me informa de que faltan diez minutos para la una de la madrugada. Es el momento, esta vez sí, de dejarlo. No voy a cambiar el mundo con este artículo. La vida seguirá mañana igual que ayer. Pero yo me acostaré con una satisfacción íntima que vale más que el oro y la gloria. Y dormiré en paz. Sin que importen las horas robadas al sueño.