Banana sioule: Spokon con acento francés

14 de Junio de 2025
Actualizado a las 7:30h
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Banana sioule

Desde que los frutos de la industria de entretenimiento japonesa pasaron a ser un fenómeno global, no han sido pocos los autores occidentales que han querido convertirse, más allá de consumidores, en productores de manga. Bajo el embrujo de la estética, el repertorio temático y las convenciones estilísticas de los cómics nipones, una primera generación de mangakas occidentales se dedicó a copiar servilmente los modelos que recibían de oriente: fue la época del amerimanga que publicaba Antarctic Press en EE.UU. o de la eclosión del mangañol en nuestras tierras, donde un puñado de talentos locales se han ido reuniendo en torno a la revista Planeta Manga para dibujar sus personajes de ojos grandes, rodeados de líneas cinéticas y cerezos en flor. No pocos han llevado la imitación del cómic japonés hasta el extremo de publicar sus obras en sentido de lectura oriental. Actualmente vivimos una segunda generación de este fenómeno transcultural, mucho más interesante que la anterior porque la estética del manga ha sido asimilada por los nuevos autores de una manera más natural, e integrada de forma orgánica en sus distintos estilos personales. Así, en la nueva escena francesa podemos hablar de una verdadera síntesis entre manga y bande dessinée que nos está trayendo obras tan frescas como las de Lucie Bryon (Ladrona, Happy Endings), Luca Oliveri (No Love Lost), Tony Concrete (Majo no michi) o Michaël Sanlaville, que ha firmado junto a Balak y Bastien Vivès la serie Lastman, y ha sacado en solitario la que hoy nos ocupa: Banana sioule.

En la solapa se dice que esta BD en tres tomos, publicados en Francia por Glénat y en España por Nuevo Nueve, es “una carta de amor al shonen”. Eso es completamente cierto, pero yo especificaría más: es una carta de amor a esa subespecie del shonen que es el spokon, el manga juvenil de temática deportiva. El spokon es un género que ha dado algunas de las obras más memorables del cómic japonés. Más allá de la inmensamente popular Captain Tsubasa de Yoichi Takahashi (en que se basó el anime Campeones), encontramos obras maestras del calibre de Slam Dunk de Takehiko Inoue o la soberbia Cross Game de Mitsuru Adachi, que actualmente Distrito Manga se está encargando de publicar en nuestro país. Sin embargo, el peculiar spokon de Michaël Sanlaville no trata de béisbol, ni de baloncesto, ni de gimnasia rítmica, ni de patinaje artístico. El deporte que sirve de vehículo para esta historia de acción trepidante es… el sioule.

Parece ser que el sioule, soule o choule existe de verdad: un deporte de pelota notorio por su rudeza, antepasado del fútbol, que se jugaba en áreas rurales de Francia desde la Edad Media. Más que al fútbol, su dinámica recuerda al rugby o al balón prisionero. Cuenta el propio Sanlaville que de pequeño, cuando estaba en los boy scouts, jugaba al sioule y se lo pasaba en grande; pero sin duda era un sioule muy diferente al que imaginaría años después, ya adulto, para su epopeya deportiva. Porque el juego que vemos en este cómic es un espectáculo demencial, hipermediático y ultraviolento, en el que la única regla que existe es que no hay reglas. Las condiciones del campo de juego se deciden al azar, mediante una “ruleta del infortunio”: según el resultado de la tirada, armas, vehículos y drogas pueden estar permitidos, con lo que cada partido de la liga profesional transcurre como un híbrido entre deporte adrenalínico y combate de gladiadores. Las referencias son claras: la Cúpula del Trueno de Mad Max 3, el Motorball de Alita o incluso el traicionero Quidditch de Harry Potter; videojuegos como Destruction Derby o Chaos League; y, puesto que Sanlaville conoce bien el mundo de la animación francesa, es razonable tomar también como antecedente el descacharrante boufbowl de la franquicia Wakfu.

Con el sioule como hilo conductor de la historia, esta BD está articulada en torno a emocionantes secuencias de acción, ritmadas al más puro estilo shonen: cascadas de líneas cinéticas, constantes close ups, composiciones de página quebradas… Sin embargo, mientras los maestros del spokon japonés, asistidos por sus cuadrillas de ayudantes, acostumbran a detallar cada viñeta con toda minuciosidad (qué mejor ejemplo que Takehiko Inoue y su Slam Dunk), el planteamiento gráfico del francés es muy diferente. Sanlaville trabaja en solitario; como quiere acabar su obra antes del Día del Juicio, apuesta por un dibujo suelto, taquigráfico, resolviendo las escenas con gran economía de trazos y con una paleta limitada a tres tonos planos de gris. Este enfoque resulta visualmente muy dinámico y funciona muy bien con la temática tratada. No en vano Sanlaville se curtió trabajando en la industria de la animación; en lo que a dibujar cuerpos en movimiento se refiere, tiene más tablas que el somier de Pavarotti, y es todo un placer seguir con la mirada su línea certera, que describe con energía las evoluciones de los personajes en el campo de juego.

Puesto que el dibujo es muy funcional y el estilo narrativo no tiene artificio ni pretensión, Banana sioule consigue que el lector olvide el medio (en este caso, el lenguaje del cómic) para meterse en la historia. Es lo que se ha llamado en el cine la “narrativa invisible”, una técnica secuencial que busca disimular a ojos del espectador los artificios de la narración y el montaje; este concepto se puede aplicar tanto al cine clásico como al cómic clásico, de Terry y los piratas al Capitán Trueno. Son obras que consiguen, quizá inconscientemente, un equilibrio perfecto entre fondo y forma. Veo poco cómic contemporáneo con este enfoque: normalmente el autor quiere impresionar al lector con sus recursos y su originalidad, de modo que sus alardes artísticos se interponen entre nosotros y la historia. En cambio, Sanlaville deja que corra el aire. Y se agradece.

El argumento del cómic sigue la historia de Helena, una joven granjera dotada de un talento natural para el sioule. Asistimos a su descubrimiento del deporte, a sus primeros entrenamientos y a su escalada hacia la fama, que es también un descenso a los infiernos: Sanlaville contrapone la sencillez de la vida en el campo (beatus ille…) al laberinto de intrigas, ambiciones y bajas pasiones del deporte profesional. El guion de Banana sioule sabe aprovechar esta tensión entre las dos opciones de vida, antagónicas e irreconciliables, que se ofrecen ante la protagonista, y sabe mantener el suspense hasta la última viñeta de la historia. Literalmente.

Los personajes, como el dibujo, son planos pero funcionales. Helena se hace querer, pese a la unidimensionalidad del personaje: es una chica de campo, más bruta que un arao pero con un corazón de oro, que se desenvuelve fatal en la jungla urbana de influencers e intereses cruzados del sioule profesional. Quizá uno de los mayores aciertos del cómic sea su retrato de las redes sociales como fuerza diabólica, corruptora de almas. Banana sioule se recrea en el contraste entre la cercanía física y emocional de Helena y sus amigos del campo con la distancia y la mediatización tecnológica de sus relaciones en la ciudad: una reflexión en la tradición genuinamente francesa de Jacques Tati.

¿Y la banana? ¿Dónde está la banana? Pues eso viene de una expresión coloquial en francés, “avoir la banane”, que significa “sonreír”, llevar la sonrisa puesta. Toda una declaración de intenciones de Sanlaville, que ha buscado dar a su francomanga un carácter ligero, amable y soleado, pese a las hostias como panes que llueven sobre unos y otros en el terreno de juego.

Banana sioule, de Michaël Sanlaville. Nuevo Nueve. Cofre de 3 tomos, 30 €.
Banana sioule, de Michaël Sanlaville. Nuevo Nueve. Cofre de 3 tomos, 30 €.

 

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