Irene de Juan Bernabéu ha publicado una excelente monografía bajo el título “Cantar el infinito. Música y palabra en torno al imaginario romántico”, en la editorial Medio Tono; en ella que analiza, documenta con argumentos y divulga las ideas claves del Romanticismo en el universo de la música. No estamos solo ante el debate académico, sino en la idea de que conocer mejor todo lo que envuelve a una obra o a un autor ayuda al escuchante a disfrutar más.
Sabemos que el Romanticismo en general y el musical en particular fue mucho más que un estilo; constituyó una revolución estética y espiritual que transformó la manera en que se concebía el arte y en especial el sonoro. Este movimiento se definió por una búsqueda intensa de libertad creativa, una exaltación de la pasión, una inmersión en las emociones humanas, una veneración por la naturaleza, un creciente compromiso social y un profundo arraigo del yo como fuente de expresión artística. Todo ello, relacionando música y palabra, teoría y ejemplos, lo va exponiendo la autora a lo largo de ocho capítulos, que comienzan con Beethoven y terminan con Mahler.
El Romanticismo es libertad. Los compositores románticos rompieron con las formas rígidas del Clasicismo. Rechazaron las estructuras preestablecidas para explorar nuevas formas musicales como el poema sinfónico, la fantasía o la ópera continua. La música se convirtió en un espacio de liberación, donde la imaginación no tenía límites.
El Romanticismo es pasión. La intensidad emocional fue el motor del movimiento artístico. Las obras musicales se impregnaron de dramatismo, deseo, melancolía y exaltación. La pasión no solo se reflejaba en los temas tratados (amor, muerte, heroísmo), sino también en la forma de interpretar: los músicos buscaban conmover, estremecer, incendiar el alma del oyente.
El Romanticismo es emociones. La música romántica se convirtió en el lenguaje de lo inefable. A través del timbre, la armonía y la dinámica, los compositores expresaron estados internos complejos: nostalgia, angustia, éxtasis, soledad. El arte dejó de ser meramente decorativo para convertirse en confesional.
El Romanticismo es amor a la Naturaleza. La Naturaleza fue vista como espejo del alma y refugio espiritual. Muchos compositores se inspiraron en los paisajes, las estaciones, las tormentas o los bosques para crear atmósferas sonoras que evocaran lo sublime, lo misterioso o lo salvaje. La música se volvió un medio para conectar con lo eterno y lo inabarcable.
El Romanticismo es compromiso social. Aunque no todos los románticos fueron activistas, muchos se implicaron en causas culturales y políticas. El nacionalismo musical surgió como afirmación de la identidad frente a los imperios dominantes. La música se convirtió en vehículo de resistencia, memoria y reivindicación, como en las obras de Chopin, Smetana o Verdi.
El Romanticismo es el arraigo del yo. El Romanticismo consagró al artista como genio, como individuo único e irrepetible. La subjetividad se volvió el centro de la creación. Cada obra supone una extensión del yo, una confesión íntima, una visión personal del mundo. El compositor ya no era un artesano, sino un visionario.
En suma, el Romanticismo musical fue una sinfonía del alma humana: libre, apasionada, emocional, natural, comprometida y profundamente individual. Pero no se trató únicamente de sonidos; supuso también un canto a la palabra. Los compositores románticos no se refugiaron en la torre de marfil de su arte, sino que, como bien señala la autora, muchos de ellos “no fueron solo grandes compositores, sino también nutridos pensadores que participaron activamente teorizando, con más o menos rigor y consistencia, sobre el arte, la música, la cultura y la política”.
La palabra, en todas sus formas —ensayo, manifiesto, carta, poema— se convirtió en compañera inseparable de la música y de los músicos. El análisis que lleva a cabo Irene de Juan revela con claridad que, detrás de muchas partituras, hay un texto que respira, una intención que se articula, una voz que busca decir lo que el sonido insinúa. El músico romántico no solo compone: escribe, recita, dialoga con la poesía, la entrelaza con sus melodías y, en ocasiones, aspira a la obra de arte total, donde música, palabra e imagen se funden en un solo gesto creador (esto es esencial en el capítulo sobre Wagner).
La poesía, en particular, se erige como el alma verbal del Romanticismo y se yuxtapone a la música. Y la música es el vehículo que permite al artista expresar lo inexplicable, lo que escapa a la razón y se instala en el misterio. Así, el ideal romántico no se limita a la belleza formal, sino que busca revelar un propósito mayor: “expresar la naturaleza humana en su plena extensión y complejidad”. Y en ese empeño, la palabra poética se convierte en eco, en llama, en puente hacia lo trascendente.
La autora se adhiere a la cronología más reconocida del Romanticismo musical, ubicando su florecimiento entre 1820 y 1900. No obstante, señala con acierto que sus raíces se hunden en los últimos compases del Clasicismo, y que sus resonancias se prolongan hasta bien entrado el siglo XX. Expone con claridad cómo este movimiento artístico surge como una reacción emocional e imaginativa frente al racionalismo ilustrado y a las formas rígidas del periodo clásico, proponiendo una música capaz de explorar sentimientos profundos, paisajes interiores y mundos fantásticos. Además, la autora establece vínculos fecundos con el ámbito literario, enriqueciendo así su análisis interdisciplinar.
A lo largo de los distintos capítulos, se aborda primero el Pre-Romanticismo (finales del siglo XVIII – 1820), destacando figuras como Ludwig van Beethoven y, en parte, Franz Schubert, quienes protagonizan la transición desde el Clasicismo y ensayan nuevas formas expresivas. Luego, en el Romanticismo temprano (1820–1850), se consolidan los ideales románticos con compositores como Franz Schubert, Robert Schumann y Frédéric Chopin, impulsores del lied, la música de salón y el poema sinfónico. En esta etapa la música se torna más íntima y subjetiva, en sintonía con las transformaciones literarias del momento.
El Romanticismo pleno (1850–1870) se caracteriza por la expansión de la orquesta y una dimensión épica en la composición, ejemplificada por Franz Liszt y Richard Wagner. Ambos exploran nuevas armonías y estructuras, y en el caso de Wagner, revolucionan la ópera con sus composiciones monumentales y el concepto de “obra de arte total” (Gesamtkunstwerk).
Finalmente, el Romanticismo tardío (1870–1900) se distingue por una música más compleja y emocionalmente intensa, representada por Johannes Brahms, Anton Bruckner y Gustav Mahler. Estos compositores encarnan una síntesis entre tradición y modernidad. Mahler, en particular, lleva la sinfonía a alturas filosóficas y existenciales, convirtiéndola en vehículo de reflexión sobre la condición humana.
La monografía ofrece un análisis exhaustivo de numerosos autores y sus obras, situándolos tanto en el marco amplio de la cultura universal como en el contexto específico de la filosofía y la literatura. La autora deja patente que las características esenciales del Romanticismo musical están profundamente vinculadas a los siguientes aspectos:
a) Expresividad emocional: La música romántica se propone como vehículo de sentimientos intensos y complejos, tales como el amor apasionado, la melancolía, el heroísmo o la angustia existencial.
b) Individualismo artístico: Cada compositor cultiva un estilo propio, reflejo de su mundo interior y de una visión estética singular, lo que convierte la obra en una expresión profundamente personal.
c) Nacionalismo musical: Se incorporan elementos folclóricos, ritmos autóctonos y melodías tradicionales como afirmación de la identidad cultural y como respuesta a los movimientos políticos de la época.
d) Innovación armónica: Se amplían las posibilidades tonales mediante modulaciones atrevidas y un uso intensivo del cromatismo, lo que enriquece la paleta expresiva y rompe con las convenciones clásicas.
e) Expansión orquestal: La orquesta crece en número y variedad de instrumentos, lo que permite explorar nuevos timbres y texturas sonoras, dotando a la música de una riqueza inédita.
f) Formas libres: Aunque se mantienen estructuras clásicas como la sinfonía o el concierto, se desarrollan otras nuevas como el poema sinfónico y la ópera continua, caracterizadas por una fluidez musical y dramática sin interrupciones, en las que la fragmentación tradicional cede paso a una unidad orgánica y expresiva.
El Romanticismo, tanto en su expresión general como en la musical, fue mucho más que un estilo artístico: representó una auténtica revolución estética y espiritual que transformó profundamente la manera de concebir el arte, especialmente el sonoro. La obra de Irene de Juan Bernabéu pone en claro que este movimiento cambió radicalmente la percepción de la música, que dejó de ser mero entretenimiento o estructura formal para convertirse en un vehículo de exploración del alma humana, la naturaleza y lo trascendente. Esta visión, de algún modo, sigue latiendo en la sensibilidad artística contemporánea. La idea de “cantar el infinito” resume el impulso de una pléyade de artistas que, a través de la música, buscan expresar lo inefable, aquello que escapa a las palabras.
El deseo que expresa la autora en el párrafo final se cumple: la lectura de este libro resulta verdaderamente enriquecedora para el lector. No solo amplía su vínculo con la música, sino que le permite reencontrarse con ella tras cada cielo, cada mar y cada abismo.