¿Existe el cómic femenino? No me refiero al cómic de temática femenina, ni al orientado a un público femenino, ni al hecho por mujeres, ni al protagonizado por mujeres: me refiero a una categoría que vaya más allá del estilo, del fondo y de la forma, a una forma de narrar en viñetas que sea esencial, subversiva y radicalmente femenina, en el mismo sentido en que Hélène Cixous hablaba de una écriture féminine en la novela. Un buen sitio para buscarlo, si es que realmente existe, será dentro del género japonés del shojo, el manga para chicas; y dentro del shojo, en la obra de CLAMP; y dentro de la obra de CLAMP, en el que quizá sea su título más heterodoxo: ese manga deshilachado e inconcluso que es Clover. Norma acaba de lanzar en España una nueva edición en dos tomos kanzenban, lo que nos brinda la ocasión perfecta para revisitarlo y tratar de encontrar entre sus páginas un hilo de Ariadna que nos guíe en el laberinto de la teoría de género.
Primero, un poco de contexto sobre CLAMP. Se trata de un grupo de mangakas, compuesto exclusivamente por mujeres, que se dieron a conocer en los años ochenta en la escena amateur del dojinshi y que pronto se convirtieron en todo un fenómeno en Japón. La formación de CLAMP fue variando a lo largo de los años, y de las once componentes originales el grupo quedó estabilizado en cuatro a mediados de los noventa: Nanase Okawa es la cabeza pensante, autora de los guiones, mientras que Tsubaki Nekoi, Satsuki Igarashi y Mokona se encargan del apartado gráfico. De la factoría CLAMP, una de las más prolíficas del universo manga, han salido series como Magic Knight Rayearth, RGVeda, Cardcaptor Sakura, Chobits, Tsubasa RESERVoir CHRoNiCLE o XXXHOLiC: con ellas, las autoras dan muestra de una versatilidad digna de asombro al asomarse a una gran variedad de géneros, sin perder de vista en ningún momento sus raíces en la estética del shojo.
Clover ocupa un lugar especial en la producción de CLAMP. Fue serializada entre 1997 y 1999 en Amie, una efímera revista del grupo Kodansha. En 1999 Amie dejó de publicarse, dejando la serie inconclusa: solo llegaron a completarse cuatro de los seis volúmenes proyectados. Sin embargo, esto pasa desapercibido al lector no avisado: os garantizo que no pasaréis la última página con la sensación de quedaros a medias. Esto es porque la historia en sí transcurre en los dos primeros volúmenes (primer tomo de la edición de Norma), siendo el tercero y el cuarto sendos flashbacks que explican, comentan y complementan el arco argumental anterior, de manera perfectamente prescindible. No sé qué tenía pensado Okawa para los capítulos que no se escribieron; visto lo visto, quizá fueran nuevas variaciones sobre la misma historia, y en ese caso quizá haya sido una suerte que la obra quedara truncada o, como decía Duchamp, "definitivamente inacabada".
Lo primero que llama la atención en Clover es la estética. De hecho, Clover es pura estética; el contenido queda sumergido en ella, el fondo se percibe como parte de la forma. Ninguna obra mejor para ilustrar la máxima macluhaniana de que el medio es el mensaje. El shojo en general se distingue por atrevidas composiciones de página, casi como poemas visuales, en las que se quiebra el damero de las viñetas y la secuencia pierde toda linealidad. En el manga que nos ocupa, el genio de Mokona (responsable del diseño de los paneles) lleva este estilo al clímax de su manierismo. Como islotes en un papel en blanco, flotan en grandes masas de vacío los solitarios personajes de Clover y alguna no menos solitaria viñeta.
Los personajes que pululan por este espacio desmaterializado son exageradamente verticales, estilizados, con más de figurines de moda que de santos de El Greco. Otra constante del shojo, residuo de la estética ochentera en plan Super Pop, son sus característicos hombres andróginos con hombreras imposibles: parecen vírgenes de vestir, o esas marionetas que, en lugar de cuerpo, tienen un armazón de palos oculto bajo los ropajes. Las mujeres, de cuerpos espiritualizados y anoréxicos, tienen más de muñecas que de mujeres (por eso quizás la más representativa de las niñas CLAMP es la Chii de Chobits, que es una muñeca propiamente dicha); al cabo de sus extremidades, manos y pies cuelgan como cuerpos extraños, aparatosos apéndices cuyos dedos cobran, por ello mismo, una insospechada expresividad.
Por si toda esta puesta en escena no resultara suficientemente extravagante, la historia de Clover se desarrolla en un onírico ambiente retrofuturista a medio camino entre el steampunk y el ciberpunk. Steampunk por las arquitecturas de metal art nouveau, los uniformes victorianos y los pájaros de relojería; ciberpunk por las marañas de cables, los efectos de glitch y los espacios virtuales donde los cuerpos aparecen y desaparecen. Cuenta Okawa que, tomando como referencia antiguas fotografías europeas de la revolución industrial, pretendían sumergir la historia de Clover en una atmósfera decadente y nostálgica donde se acentuaran los dramas crepusculares de sus protagonistas: la soledad, el amor imposible, la certeza de una muerte inminente y prematura.
En los paneles de Clover, estos melancólicos personajes comparten espacio con el texto: un flujo de texto deslavazado que discurre a tres niveles. En un primer nivel, lo que dicen los propios personajes en una neblina indiferenciada de diálogo: la mayoría de los bocadillos son meros medallones circulares sin rabo, lo que dificulta saber quién está hablando. El segundo nivel son epígrafes entrecomillados que describen las escenas, de una forma similar a los intertítulos en el cine mudo: "El pajarito en el corazón del pajarito", "El lugar al que por fin hemos llegado", "Hostilidad asesina"... Y en un tercer nivel, las estrofas de una canción que actúa como leitmotiv y se repite una y otra vez como un mantra que envuelve el transcurso de la historia, creando un efecto tan hipnótico como, a ratos, irritante. Resulta muy revelador ver el cortometraje de animación que produjo el estudio Madhouse como teaser de la serie, pues en él podemos escuchar cómo suena realmente esta canción, que sienta una base emocional muy concreta para la acción del manga. La multidimensionalidad del texto pierde mucho en la traducción: gran parte de la belleza de los paneles reside en la forma en que flotan en ellas los kanjis, los pictogramas japoneses, ritmando el espacio de una manera mucho más estética que la prosaica tipografía occidental. Las páginas de Clover son caligramas. Hay que decir que el equipo de Norma y Marc Bernabé, que traduce manga a destajo como una fábrica de butifarras, se podían haber currado un poco más la versión castellana para tratar de conservar el poder evocador del original.
Clover es cómic radicalmente femenino en su alteridad, en su tono experimental que alterna entre lo sublime y lo ridículo, pero que valerosamente renuncia a ese ubicuo discurso masculino, predominante en las obras de ficción, que Hélène Cixous llamaba "falogocentrismo" en La risa de la medusa. No es una narrativa al uso, centrada en un sólido transcurso de los hechos, articulada según la varonil estructura aristotélica del drama. No. En Clover la voz es más importante que el mensaje. Es una historia contada en jadeos y suspiros. La acción se camufla detrás de saltos, silencios y elipsis. El cómo es más importante que el qué. También es femenina, y típica del shojo, la actitud ambigua y subversiva frente a la sexualidad que se verifica en sus personajes: las relaciones entre hombres siempre tienen un tinte homosexual (incluso la rivalidad entre el protagonista y su archienemigo), y uno de los temas principales es el amor imposible y no correspondido, pero no por ello menos intenso, de una niña por un hombre adulto. Ambos temas aparecen también en otras obras de CLAMP, empezando por la propia serie Cardcaptor Sakura, contemporánea a Clover.
Contra todo pronóstico, en esta atmósfera tan etérea, ensoñadora y femenina hay también muerte y violencia. Entre tanta cancioncita y tanto ciberpastel, el repentino derramamiento de sangre pilla al lector con la guardia baja y le resulta doblemente impactante. Como corresponde a la estética refinada que transpira este manga, los agentes de muerte son armas que cortan limpiamente: hilos tensos, katanas afiladas, láseres precisos. Amputaciones y decapitaciones resultan en Clover tan estetizantes como el vuelo de los pajarillos o el frufrú de las faldas. Y aparte de la violencia, encontramos en sus páginas otros ecos de la tradición "masculina" de ciencia ficción japonesa. Al igual que Akira de Katsuhiro Otomo, Clover es una historia de niños con poderes encerrados en fabulosas salas de juegos por unas autoridades que pretenden usarlos como armas vivientes. Y, por añadidura, el Consejo de Hechiceros que vela sobre el destino de estas criaturas es una réplica del Comité de Complementación Humana de Neon Genesis Evangelion... pero, por supuesto, ya no es exclusivamente patriarcal, como el concebido por Hideaki Anno, sino que está presidido por una venerable matriarca.
Tanto en el fondo como en la forma, Clover es una relectura en femenino del género de la ciencia ficción. Si se lee con extrañeza es porque estamos demasiado acostumbrados a estructuras narrativas estándar, sujetas a los valores clásicos de la masculinidad: relatos orgánicos, articulados, lógicos, sentenciosos. La cultura como mansplaining. Pero ahora esta perspectiva única se derrumba. Citando una última vez a Hélène Cixous, "vivimos precisamente esta época en que la base conceptual de una cultura milenaria está siendo minada por millones de topos de una especie nunca conocida".