«Los ojos de mi madre eran un despropósito. Los ojos de mi madre eran los restos de una madre guapa. Los ojos de mi madre lloraban hacia dentro.
Los ojos de mi madre eran el deseo de una ciega cumplido por el sol. Los ojos de mi madre eran campos de tallos rotos. Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas».
Como el lector puede observar, los ojos de la madre de Aleksy dan para mucho. No es de extrañar si tenemos en cuenta que sólo el 2 % de la población presume de ojos teñidos de esperanza. La mayoría, como la que aquí escribe, los tiene marrones —aunque a mucha honra—. Desde el principio de este magnífico libro, hay una cosa que queda clara: si Aleksy tuviera que escoger una sola parte del cuerpo de su madre, sin duda, elegiría sus ojos verdes.
Este pintor, ya adulto y con cierto reconocimiento, echa la vista atrás, hacia su pasado, por recomendación de su psiquiatra. El doctor considera que la clave para solucionar el bloqueo creativo que sufre Aleksy está anquilosada en el último verano que el artista vivió junto a su madre. El pintor necesita retrotraerse hasta aquel estío que se convertiría en un episodio irrepetible: más tarde, el cáncer cubriría la figura delgada y maternal con su cobija mortuoria.
Apremiado por el psiquiatra, a Aleksy no le queda otra que escribir diligentemente, y en unas cuantas cuartillas, los recuerdos que todavía conserva del único momento de su vida en el que —después de que todo se trastocara— madre e hijo convivieron en armonía.
«El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes»
«Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años. Era bajita y gorda, tonta y fea. Era la madre más inútil que haya existido jamás. Yo la miraba desde la ventana mientras ella esperaba junto a la puerta de la escuela como una pordiosera. La habría matado con medio pensamiento. Junto a mí, silenciosos y asustados, desfilaban los padres».
Subrayo este fragmento, con el que la novela pierde su virginidad, por la virulencia del arranque tan colosal que Tatiana Țîbuleac elige para sentenciar el ritmo de la historia; una cadencia que, en la primera página, hace que a uno se le salten las alarmas —sin dejar de admirar al mismo tiempo la belleza de la prosa—. Las mentes sensibles no han de preocuparse por la ira contenida en estas palabras: a medida que la relación con su madre mejora, Aleksy se desdice. Sin embargo, en aquella mañana que rememora, el hijo estaba muy dolido; todavía pensaba que su existencia era insuficiente, incapaz de compensar la muerte de su hermana:
«A mi madre yo le importaba un pimiento, al igual que el hecho de que hubiera conseguido terminar unos estudios».
El fundido a negro de su hermana rasgó a la familia entera. Por un lado, el padre aprovechó la ocasión para abandonar a la madre y al hijo por una joven de vestido estampado. Y por el otro, la dueña de los ojos verdes bajó los párpados y se metió más y más hacia dentro, hasta rozar las profundidades del abismo con la yema de sus dedos. Se recluyó en sí misma y desvió su mirada —de ese color que no se extingue: el color de la esperanza— de Aleksy.
En un abrir y cerrar de ojos, nuestro protagonista se encontró con que el lugar que, hasta el momento, había ocupado su madre ahora estaba lleno de arrugas: la abuela, la yaya, la madre de la mamá de ojos verdes, se mudó con su hija y su nieto para cuidar del uno y del otro. Pero la continuidad de la vida se puso en jaque y la vuelta a la normalidad, en entredicho: la madre ya había sucumbido y se había convertido en un vegetal.
«La abuela decía que la gente escupía con más frecuencia delante de nuestra casa porque éramos los más ricos de Haringey. En cierto modo tenía razón —no nos apreciaban en el barrio—, aunque también mi abuela era tonta. Consideraba rico a todo aquel que comiera salchichón. Además, estaba ciega, así que no veía las cosas con claridad».
Al cabo de siete meses de aquella fatídica muerte, la madre volvió en sí, pero, para entonces, Aleksy se había convertido ya en un adolescente con problemas mentales. Su salud física estaba en orden, pero los brotes de violencia —que, a veces, se transformaban en ataques indiscriminados hacia personas del entorno— comenzaron a ser demasiado frecuentes e incontrolables. Sólo los psiquiatras parecían tener vela en el entierro; ellos y, claro está, la madre, que le propone a su hijo un viaje para los dos solos: un regalo de cumpleaños para sí misma envuelto en papel de verano, en un pueblecito francés, durante las vacaciones que ambos se han ganado (Aleksy ha conseguido finalizar sus estudios a pesar de la situación).
«[…] quería estar en ese mismo instante con mi madre, teletransportarme, desaparecer —cualquier cosa—, pero estar junto a ella. Rebobinar ese verano como una cinta y volver al día en que vino —gorda y bajita— a recogerme en la escuela por su cumpleaños. Desodiarla y decirle que tenía unos ojos preciosos antes de que ella me lo preguntara».
La relación entre Aleksy y su madre sólo se le desea a un enemigo. Empezó a ser tan poco envidiable cuando, tras la muerte de su queridísima hermana, el hijo vio a su madre alejarse de él. Aun así, aunque los rencores persisten, Aleksy acepta con relativo buen grado las vacaciones, sobre todo, después de oír de labios de su madre que, si accede al viajecito con ella, le ayudará con el carné de conducir.
Lejos de ser un joven ejemplar —los problemas mentales y la violencia con la que actúa no hacen de él un modelo a seguir—, Aleksy se sorprende al descubrirse a sí mismo construyendo una relación sana con su madre, en este verano en el que —parafraseando el título de la novela— ella tuvo los ojos verdes.
Opinión personal
Tatiana Țîbuleac construye la trama muy inteligentemente: Aleksy es un pintor que necesita ayuda psiquiátrica porque el bloqueo creativo que le impide seguir desarrollando su vocación está íntimamente relacionado con su entorno familiar; en concreto, con su madre y con el último verano que compartió con ella. Las páginas del libro coinciden con las cuartillas que el artista escribe por sugerencia del psiquiatra, las cuales, a su vez, son testimonio inequívoco de la evolución positiva por la que, en adelante, se caracterizará esa relación entre madre e hijo.
Ambos personajes dejan atrás la desolación, la amargura y la rabia (que nace de la frustración y la impotencia) para mostrarse distintos —sobre todo, la madre de Aleksy— ante los ojos del otro. El lector, tan confidente del hijo como el psiquiatra, también capta el cambio que obra en los personajes: un progreso real que debe gran parte de su ser a la enfermedad de la madre.
Conforme el cáncer avanza, la unión se estrecha. Aleksy pasa de opinar
«Mi madre tenía unos ojos verdes tan bonitos que parecía un despropósito malgastarlos en un rostro fermentado como el suyo» a mirarla de otro modo. Este verano, la madre se revela a ojos de su hijo como una nueva mujer: más delgada, estilizada y guapa —en su caso, el cáncer la vuelve más ligera, la libra del sobrepeso—, y más inteligente, culta y sensible. En definitiva, más madre y menos mujer desconocida. La lástima es que este
importante giro de ciento ochenta grados se produce en un momento en que la vida es, más que nunca, finita.
«El campo de girasoles había resucitado gracias a unas flores jóvenes que se habían salvado de la lluvia y acababan de brotar a la vida. Sus pétalos delgados y flexibles parecían coronitas de cera en las cabezas de unas novias olvidadas. Mi madre lloró cuando las vio, dijo que eran como ella aquellas flores, bonitas pero demasiado tarde».
Paradójicamente, lo que parecía ser una condena de muerte sirvió para quitarle el óxido a la relación madre e hijo. Reconvirtieron la enfermedad en un motor para mejorar: el cáncer se transforma en estímulo, vía y método que catapulta la reconciliación, que libera a estos dos personajes de la pesadumbre de alargar hasta la muerte el barranco que empezó a separarlos cuando perdieron a la hermana de Aleksy. En aquel momento, el hijo sintió que su madre parecía no creerle suficiente para mantenerse a flote en lugar de zozobrar.
«Nunca habría pensado que llegaría a dar de comer a mi madre con una cucharita o a hacer otras cosas que había empezado a hacer esos días. Tal vez si hubiéramos nacido al revés —yo la madre y ella el hijo— todo habría salido mejor».
Aleksy y su madre mejoran su calidad humana al mismo paso que el cáncer avanza en la novela, y al mismo tiempo que el amor por el otro crece y se materializa en palabras y gestos afectuosos.
¡Posible SPOILER! (Busque donde pone: Fin)
«Aquella noche no hicimos el amor. La mañana no fue hermosa. Moira no quiso ver las amapolas. El conductor no se quedó dormido. El accidente no se produjo. Las piernas no se rompieron. La sangre no manó de la sien. El amor no se perdió. Las drogas no me encontraron. El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes no terminó jamás».
Con este párrafo final que cierra el libro, clausuro yo también el artículo; no antes sin hacer un inciso: para entender realmente lo que sucedió el día al que se refiere aquí Aleksy, el lector ha de omitir el adverbio de negación «no» en todas las ocasiones en las que se ha utilizado; un recurso que me ha parecido muy acertado por parte de Tatiana Țîbuleac.
El protagonista expresa justo lo opuesto a la realidad: niega una serie de acontecimientos que el lector, a su vez, necesita contradecir para, en una doble negación, saber (confirmar) lo que sí sucedió: que sí hicieron el amor, que el conductor sí se quedó dormido al volante, que sí se produjo el accidente, que
sí le encontraron las drogas y que el verano en que su madre tuvo los ojos verdes sí se extinguió; aunque no la esperanza ni el recuerdo de ese color.
Fin del posible spoiler
Agradecimientos
[...] decía Cervantes: saber sentir es saber decir. Palabras de Luis Landero en su libro El huerto de Emerson. Yo espero haber sabido decir lo que esta lectura me ha hecho sentir. Muchas gracias por dedicar tiempo a este artículo. ¡Nos vemos en la siguiente ocasión!
El primer borrador de esta reseña es del año 2022. A partir de él, he trabajado este 2025 para ajustar el texto y expresar —creo que con más belleza— las impresiones que me dejó la novela ya en aquel momento.
