Uno de los temas más fértiles de la ciencia ficción es la relación entre hombres y robots. Más allá de su elemento especulativo, este subgénero de historias reflexiona sobre el papel que representa la tecnología en nuestras vidas y en nuestra sociedad. La genealogía de las ficciones sobre máquinas pensantes arranca con la obra de teatro R.U.R. del checo Karel Čapek (1920); en ella aparece por primera vez el vocablo “robot”, procedente del término usado en las lenguas eslavas para “trabajo forzado”. El género alcanza su madurez con Yo, robot de Isaac Asimov (1950), la visionaria obra de ficción en la que se establecen las tres leyes fundamentales de la robótica. La primera de ellas empieza diciendo que “un robot no debe dañar a un ser humano”, y las transgresiones a esta norma serán el punto de partida de una miríada de conflictos en ulteriores narrativas fantacientíficas, que se recrean en la posibilidad de una rebelión de las máquinas: desde el Hal 9000 de Kubrick en 2001: Una odisea en el espacio a Yul Brynner autoparodiándose como robot cowboy descontrolado en Almas de metal. Paralelamente, se humaniza al robot convirtiéndolo en objeto de deseo, como con las pin-ups de Hajime Sorayama o los androides erotizados del manga: Alita en GUNNM de Yukito Kishiro, Chii en Chobits de CLAMP o Motoko Kusanagi en Ghost in the Shell de Masamune Shirow. El tema del robot y sus variaciones no ha perdido actualidad dada nuestra progresiva dependencia de la tecnología y el inquietante desarrollo de las inteligencias artificiales, pero se le ha exprimido tanto que hoy día es difícil proponer un planteamiento original para una historia de robots. Sin embargo, eso es lo que se proponen el dibujante lorquí José Luis Munuera y la pareja de guionistas BeKa (Bertrand Escaich y Caroline Roque) con su serie de bande dessinée El corazón de hojalata, publicada en Bélgica por Dupuis y en España por Nuevo Nueve.
El corazón de hojalata (en francés Coeurs de ferraille, “corazones de hojalata”) cuenta ya con tres títulos publicados: Ruyna, Cyrano y yo, La inspiración y Sin pensar en el mañana. Los tres desarrollan historias independientes entre sí, cuyo vínculo de unión es que están ambientadas en un mismo escenario, una sociedad retrofuturista libremente inspirada en el Sur estadounidense previo a la Guerra de Secesión: el Mississippi de Huckleberry Finn, Escarlata O’Hara y el Tío Tom. La diferencia con la realidad histórica es que, en esta sociedad alternativa imaginada por BeKa y Munuera, quienes trabajan en las plantaciones de algodón y realizan todas las labores domésticas propias de esclavos no son los negros, sino los robots. Quienes sufren la marginación, la discriminación y todo tipo de abusos son los robots, que poco a poco tratan de conquistar sus derechos en la sociedad y prefieren ser llamados “personas mecánicas”. De este modo, El corazón de hojalata juega con el paralelismo entre la situación (histórica) de los esclavos afroamericanos en una sociedad que predica la superioridad de los blancos sobre los negros y la situación (ficticia) del colectivo de los robots en una sociedad que postula la superioridad del humano sobre la máquina. Se trata de una comparación ingeniosa pero arriesgada, que corre el riesgo de interpretarse como un planteamiento de sesgo racista: desde un punto de vista ético, cuestionar los derechos de las máquinas es más que legítimo, y no se puede comparar con cuestionar los derechos de los negros. Recordemos que aún está fresca la polémica suscitada por el manga Ataque a los titanes de Hajime Isayama y su controvertida reelaboración de la cuestión judía.
En el mundo de El corazón de hojalata hay dos tipos de robots. Los robots trabajadores son bonachones, dóciles y sentimentales: se identifican con el estereotipo racial del Tío Tom. El lector se conmueve al ver el maltrato que sufren estas buenas máquinas a manos de sus despiadados amos humanos, que los venden, masacran y desguazan de acuerdo con sus propios intereses o caprichos. El otro tipo de robots son los alguaciles, que cumplen la función policial en la sociedad con una frialdad y precisión que no son capaces de alcanzar los humanos, aunque los argumentos de BeKa y Munuera acabarán demostrándonos que también estas máquinas de matar tienen su corazoncito. Tanto alguaciles como trabajadores responden a una interpretación un tanto sensiblera del topos literario del robot, en la línea de los robots jardineros de Miyazaki en Castillo en el cielo, del amable protagonista de El gigante de hierro de Brad Bird, o de aquel tierno Robbie imaginado por Isaac Asimov en Yo, robot, que claramente inspira el personaje y la historia de Ruyna, la niñera robótica, en el primer libro de El corazón de hojalata. Y por encima de ellos, el hombre de lata de El Mago de Oz, precursor de todo lo que se ha escrito sobre robots; de la obra de L. Frank Baum proviene la cita que abre cada uno de los tres álbumes: “I shall take the heart, for brains do not make one happy, and happiness is the best thing in the world”.
Sin embargo, el punto fuerte de la serie no es el fondo sino la forma. Desbordante de vigor, dinamismo y expresividad, el dibujo de José Luis Munuera roza la perfección. A golpe de trazo, este veterano de la bande dessinée francobelga es capaz de hacer creíbles y entrañables tanto los personajes humanos como los robóticos, pese a que estos carecen de facciones. Munuera muestra predilección por los personajes infantiles y adolescentes, al igual que en su reciente Peter Pan de Kensington (publicada en 2024 por Astiberri). Los encuadres, los rostros, las manos: el apartado gráfico de El corazón de hojalata es una auténtica obra de arte, y no se queda atrás el fluir narrativo y la maestría en la articulación de páginas y secuencias. Aunque la historia no sea nada del otro jueves, todo connoisseur de los artificios del cómic leerá cada álbum con la fruición y deleite de un hedonista de la imagen. El cuidado trabajo del colorista Sedyas contribuye no poco al deslumbrante resultado final, y la cuidada edición de Nuevo Nueve hace honor a la extraordinaria belleza formal de esta (de momento) trilogía.
Los comicófilos curtidos agradecemos encontrar en la trama algunos guiños a la tradición del noveno arte. Por ejemplo, en Ruyna, Cyrano y yo aparece el personaje de Doura Dabocca, homenaje a la inolvidable Boca Dourada de los tebeos de Corto Maltés: la “peripatética de los trópicos”, como la llamaba Rasputín, aparece aquí convertida en una robot que hace de alcaldesa en una ciudad perdida en el bayou.
Como ya he señalado, el tratamiento del conflicto entre hombre y máquina por parte de BeKa y Munuera es siempre muy favorable hacia los robots, a quienes El corazón de hojalata dota de mayor humanidad que a los humanos. Esta parcialidad me ha sorprendido especialmente en el segundo volumen de la serie, La inspiración, que trata sobre un robot escritor dotado de un talento extraordinario. Los malos de turno, unos caciques bigotudos de lo más ruin, lo persiguen para acabar con él y destruir su obra. Me alucina que los autores hayan tenido los cojones de escribir esta historia precisamente en este momento, cuando la irrupción de la IA generativa está provocando que todo el sector del cómic se vuelque en manifiestos y declaraciones para intentar impedir lo inevitable, esto es, que las máquinas se conviertan en poetas, músicos y dibujantes de cómic, y que lo hagan mejor que nosotros. A lo mejor tenía razón aquel Ned Ludd, quizá imaginario, que arengaba a los obreros de la Revolución Industrial para que destruyeran los telares mecánicos en las factorías, máquinas que amenazaban con hacerlos (y hacernos) prescindibles.
