Puede que en estos días hagáis una visita a vuestra librería de confianza o a vuestra biblioteca de guardia y encontréis en sus estanterías un álbum de apariencia angelical titulado Dulces tinieblas. En un primer vistazo nos saludan desde sus páginas haditas, ratoncitos con chaqueta y todo tipo de seres cuquis que pululan por el bosque, que si sois de mi quinta despertarán vuestras tiernas reminiscencias de David el gnomo o Los diminutos. Puede que se os ocurra tomar Dulces tinieblas por un cómic infantil, o incluso que lo compréis para echárselo por Reyes a vuestra sobrinita repollo. ¡Error! Las apariencias engañan, aquí más que nunca. ¡Mantened a los niños lo más alejados posible de esta historia macabra y cruel donde las haya!
El mundo del manganime y derivados nos tiene ya acostumbrados al recurso de presentarnos niños kawaii de sonrisas inocentes y brillo en los ojitos protagonizando historias retorcidas, que resultan aún más impactantes por el contraste entre la sordidez de la trama y el aspecto inocente de los personajes: así ocurre en series como Made in Abyss, The Promised Neverland o la saga de novelas visuales Higurashi no naku koro ni. Sin embargo, el cómic que nos ocupa no es manga; sale de la escena francobelga, y se imbrica en la tradición típicamente europea de los Märchen, los cuentos infantiles a lo Grimm y Perrault, apropiándose de sus motivos habituales y de su estética para darles una perversa vuelta de tuerca. Aunque, al fin y al cabo, los cuentos tradicionales siempre han sido perversos: el lobo que devora a los siete cabritillos, el príncipe cegado por las zarzas en Rapúnzel, la bruja de Hansel y Gretel engordando a los niñitos abandonados por sus padres en el bosque... ¡menos mal que la historia acaba bien y la bruja es quemada viva en su propio horno!
Este cómic no es, en sentido estricto, una novedad editorial. La primera edición de Jolies ténèbres fue publicada por el gigante belga Dupuis en 2009, y en 2015 se tradujo al español como Preciosa oscuridad dentro del catálogo de Spaceman Projects. Ahora lo reedita lujosamente Norma bajo el título de Dulces tinieblas, confirmando el estatus de este título como todo un clásico moderno para los amantes de lo macabro. El guión es de Fabien Vehlmann, artífice también de El dios salvaje (no confundir con la obra de teatro de Yasmina Reza o con la peli de Polanski basada en ella), y el dibujo corre a cargo del dúo artístico Kerascoët (Marie Pommepuy y Sébastien Cosset): un dibujo amable y luminoso, coloreado a la aguada, en un estilo que traicioneramente nos remite a la estética de los álbumes ilustrados infantiles.
La historia empieza fuerte, presentándonos un ecosistema de personitas minúsculas que habitan en el bosque en torno al cadáver de una niña, como liliputienses rodeando un Gulliver inerte. Que aparentemente hayan salido del interior de su cuerpo, y que la más carismática del grupo, Aurora, se llame igual que la niña (como deducimos al verlo escrito en la portada de uno de los cuadernos que llevaba la finada en su mochila) nos invita a pensar que son seres producto de la imaginación de la niña; al morir su portadora, han tomado forma corpórea y, viéndose huérfanos, tienen que buscarse la vida en el mundo exterior. No tardamos en descubrir que, a pesar de su apariencia encantadora, muchos de ellos son seres crueles que, embarcados en una lucha por la supervivencia, pronto aprenden a matarse entre ellos, y no por necesidad sino por puro capricho. Esta deriva argumental no puede sino retrotraernos a los horrores perpetrados por los niños náufragos y asalvajados de El señor de las moscas de William Golding, novela de la que, por cierto, se acaba de publicar una magnífica adaptación al cómic de mano de Aimée de Jongh.
Los diminutos protagonistas, una comparsa que recuerda en muchos sentidos a las hadas y duendes de El sueño de una noche de verano, aparecen rodeados de un exuberante mundo natural, representado por Kerascoët con la estética primorosa característica de los álbumes ilustrados. Se trata de un entorno tan bello como hostil, siempre ensombrecido por la presencia del cadáver de la niña en sus sucesivas fases de descomposición. La relación de los protagonistas con los animales del bosque les alecciona en la crudeza de las leyes de la naturaleza: de acuerdo con la selección natural, pajaritos, ranas o ratones pueden ser depredadores, ganado o competidores para la pequeña comunidad que protagoniza Dulces tinieblas, en cuyo comportamiento resuenan los ecos de la filosofía sadiana: "La crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que nos imprime la Naturaleza", decía el divino marqués en La filosofía en el tocador.
El punto fuerte de esta propuesta de Fabien Vehlmann y Kerascoët es el contraste entre lo angelical de sus dibujos y los horrores de la trama. No se sabe muy bien cuál es la intención de los autores, más allá de ofrecernos una fábula donde se pasan revista a los instintos más crueles del ser humano, encarnados aquí en la interacción entre tiernos duendecillos de cuento. La interpretación queda abierta, lo que contribuye no poco al desasosiego y el mal cuerpo que nos deja este cómic singular, que no dejará a nadie indiferente. Podéis atreveros a leerlo o no, pero recordad: mantenedlo fuera del alcance de los niños.