Es bien sabido que la revista Métal Hurlant abanderó en su momento una revolución formal del cómic, apadrinando series como Arzach de Moebius, Lone Sloane de Druillet o Los náufragos del tiempo de Forest y Gillon. Lo que no se recuerda tan a menudo es que también publicó en sus páginas lo que puede considerarse el canto del cisne de una manera de hacer cómic hoy ya extinta: ese arte olvidado, digno de museo, que encontramos en las historias dibujadas por Jean-Claude Gal y guionizadas en su mayor parte por Jean-Pierre Dionnet, fundador y redactor jefe de la revista. El universo visual de Jean-Claude Gal es el último exponente de un cómic beaux arts que hunde lo más profundo de sus raíces en aquellas academias de dibujo decimonónicas donde los aspirantes a pintor copiaban a Miguel Ángel y a Rubens a la luz de los candiles. Hablamos de un estilo que va más allá de la herencia del Tarzán de Burne Hogarth (Gal coleccionaba obra original de Hogarth) o de las planchas más barrocas del Príncipe Valiente de Harold Foster: la obra de Gal es el eslabón perdido entre la bande dessinée y los grabados de Gustave Doré.
Al contrario de los demás autores de Métal Hurlant, que vivían a salto de mata vendiendo viñetas a las revistas, Jean-Claude Gal (1942-1994) era un funcionario acomodado, profesor de dibujo en una escuela de arte parisina. Ya que su sustento no dependía de entregar las páginas a tiempo, vivía el cómic como una afición a la que poder dedicarse con la paciencia y la minuciosidad de un coleccionista de sellos. Por eso podía invertir un número ilimitado de horas en rematar cada una de sus planchas, haciendo gala de una minuciosidad y un perfeccionismo que, paradójicamente, no se habría podido permitir si hubiera sido dibujante a tiempo completo. Vivimos en un mundo profesional marcado por la velocidad, constantemente acechados por plazos y exigencias de productividad: un mundo en el que es impensable hacer cómic como lo hizo Gal, y por eso su obra nos deja con la boca abierta, como si estuviéramos contemplando algo venido de otro plano de la realidad donde el tiempo pasa más lentamente. Hace un par de años la editorial salmantina Cartem publicó en español las historias de Gal y Dionnet reunidas bajo el título Los ejércitos del conquistador, pero el lanzamiento despertó cierta controversia entre los aficionados al tratarse de una edición coloreada. A ver, eran unos colores a lo Corben que le sentaban muy bien a la obra, pero que enmascaraban la espectacular tinta de Gal. Ahora Cartem enmienda su error sacando una edición especial en blanco y negro, de gran formato, que permite admirar el virtuosismo gráfico de la obra tal como fue concebida por su autor. Por si fuera poco, se añade una historia que faltaba en la anterior edición (“La catedral”), un prólogo del propio Jean-Pierre Dionnet y un estudio a cargo del especialista Claude Ecken.
Las historias reunidas en Los ejércitos del conquistador tienen en común su ambientación de fantasía medieval, con un tono a veces más cercano a lo histórico y otras a los mundos de tipo Michael Moorcock, Robert E. Howard o Fritz Leiber. Se trata, en todo caso, de mundos que se construyen tomando su dimensión plástica como punto de partida. Los escenarios de Jean-Claude Gal tienen tanto poder por sí mismos que, a la hora de elaborar los guiones, Dionnet invierte la fórmula de “la forma sigue a la función” y desarrolla la historia sobre la marcha, según le sugieren las imágenes. Él mismo habla en el prólogo sobre su proceso creativo: “El guión empezó a derivar del dibujo. […] El realismo de ciertas escenas, la fuerza de determinados personajes o decorados, me impulsaban a cambiar lo que venía después.” Tan atípica simbiosis entre dibujante y guionista dio como fruto auténticas obras maestras, como el díptico formado por “La venganza de Arn” y “El triunfo de Arn”. Es en estas donde las capacidades de worldbuilding de Gal llegan a sus mayores cotas: el dibujante sueña con su plumilla una civilización fabulosa con una atención por los detalles digna de un cuento de Borges. Cito de nuevo a Dionnet: “Jean-Claude trabajaba tan lentamente que me dio la impresión de que una vida entera no bastaría para contar todo de este mundo imaginario (que para mí no lo era)”. No solo las caprichosas formaciones geológicas o las arquitecturas fabulosas, que hibridan elementos de los templos khmer de Camboya, las ruinas de Babilonia, los poblados de los navajos o los decorados de Cabiria de Giovanni Pastrone; también los ropajes de los guerreros y los jaeces de los caballos, y cada uno de sus complementos: todo está diseñado y recreado con una minuciosidad rayana en lo obsesivo. A pesar del más que generoso formato en que nos lo sirve Cartem, Los ejércitos del conquistador es un álbum para disfrutar con lupa.
Tanto las historias cortas reunidas en este volumen bajo el epígrafe “Los ejércitos del conquistador” como las dos partes del ciclo de Arn están ambientadas en un mundo de fantasía atemporal, pero son deudoras de un referente histórico muy concreto: las campañas de Alejandro en Asia. Las primeras hablan de soldados que han recorrido medio mundo en una guerra de conquista que parece no tener final. Están lejos de su hogar, rodeados de pueblos extraños y horizontes infinitos. El propósito de la conquista se ha olvidado y el conquistador nunca aparece. El paisaje es tan grandioso e indiferente a las ambiciones de los hombres y el territorio tan abrumadoramente extenso que resultan ridículas las pretensiones de conquistarlo. Me viene a la mente lo que le dijeron sus soldados a Alejandro a las orillas del Hífasis, tal como lo recogió el historiador Quinto Curcio: “¡Oh rey!, tú has vencido, con la grandeza de tus hazañas, no solo a tus enemigos sino también a tus soldados. Hemos llevado a término todo aquello de lo que la naturaleza humana es capaz: hemos recorrido mares y tierras que hemos llegado a conocer mejor que sus mismos habitantes. Nos hemos detenido casi en el último confín del orbe y tú te dispones a marchar a otro mundo. […] Deseas hacer salir de sus escondrijos y cubiles a gentes que viven entre fieras y serpientes, a fin de hacer resplandecer con tu victoria más tierras que las que el sol divisa”.
En cuanto a las dos obras en torno al personaje de Arn, “el de la mano perdida”, también versan sobre una conquista: el protagonista, hijo de reyes reducido a la esclavitud, consigue ganarse la lealtad de tribus y naciones para formar un ejército con el que desafiar al todopoderoso imperio. Las escenas de la batalla final no disimulan su vínculo iconográfico con el mosaico de Alejandro conservado en el Museo de Nápoles: Ímeros, emperador de Atalis, remeda a Darío sobre su carro de guerra, volviendo grupas aterrorizado ante la irrupción del macedonio en el campo de batalla.
El ciclo de Arn es el plato fuerte de esta recopilación, testimonio de una forma de hacer cómic que ya pertenece a otro tiempo. Cada página de este volumen impecablemente editado es una escuela de asombro, un tesoro a descubrir por quienquiera que tenga interés por el arte de la ilustración y por la construcción de mundos imaginarios.
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